jueves, 13 de febrero de 2014

Conducir con el culo frío

Amanecer laboral en invierno. A duras penas se deshace el cuerpo de las mantas que lo han abrigado en la noche. Los propios huesos parecen ajenos, prótesis invasoras de un metal helado y extraño. Las articulaciones responden con la lentitud y la desgana de antiguos portones que llevaran décadas sin abrirse.
El café urgente al que uno se lanza como a un oasis restituye en lo que puede la integridad maltrecha, aterida, y le espabila apenas lo indispensable para empezar a prepararse. Los chorros de la ducha caliente que desentumecen el ánimo y la piel son agradables, pero recuerdan que la bocanada fría será más cruda al salir del portal.
Frías las llaves del coche, frío el llavero, helada la tapicería. Ya dentro se arranca el motor, qué remedio, con el GPS en la mente después de tantos días iguales, y se circula como deslizándose sin sentir los giros ni los acelerones, guiado por una voluntad ajena que no permite darle a cada imagen del camino ni un instante más de lo necesario, sustituyendo de inmediato un plano por otro plano en décimas de segundo. El cielo se ilumina de un carmesí sangriento a lo largo del horizonte. Los árboles y los postes se agrandan cuando están cerca para enseguida desparecer. El rojo de las nubes se suaviza de repente en amarillo naranja y el vehículo avanza sin remedio dejando atrás las formas caprichosas y complejas. Una cortina de luz manzanilla se filtra, como una cascada de rayos, desde el centro de otra formación nubosa, pero hay que atender a un cambio de carril inmediato. Al frente, cayendo desde las alturas como jirones de algodón blanco y amarillento se erigen otras formas con manchas añil que le dan volumen al cuadro. Da igual, el GPS mental cede ante la cercanía de los radares señalizados, se deja atraer por nombres de las transversales que cada mañana se cruzan en el camino. 
Al fin queda atrás todo ese horizonte y, al girar a la derecha, el tráfico se ralentiza hasta detenerse. Después de un breve embotellamiento, aparecerá delante, como una boca hambrienta que estuviera atrayendo desde la distancia, la entrada amplia al aparcamiento de empresa, al que se ha llegado casi maquinalmente. Se accede al recinto como engullido con resignación. El único alivio contra el frío y contra la aridez de una nueva jornada han sido los cielos que se fueron sucediendo a lo largo del camino, cada uno de ellos digno de un cuadro, de una fotografía o de un simple momento de homenaje sin los apremios del reloj.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Unos cuantos renglones

Los días pasan con rapidez amenazante, en tropel, ensartados en el resto del calendario que les sigue a empujones, y la vida parece a veces tan inútil como esas fechas en las agendas sin utilizar, donde nada previmos ni anotamos bajo los epígrafes de los días que no vuelven. Para desmentir el paso del tiempo, y eludir su deriva inevitable, reutilizamos a veces esos dietarios como libros de notas o borradores, superponiendo anotaciones sobre las fechas de un calendario caduco que nunca coincide con el vigente. Hay un remordimiento que acecha en esos apartados vacíos como también en los dorsos en blanco de los folios marchitos, desaprovechados como las noches en desvelo sin placer ni objetivo, o como la suma de los días engullidos en la inconsciencia del hábito. Es un vacío cruel, vertiginoso, al que no ayuda la memoria, puesto que ni las obras pasadas, ni los momentos jugosos se nos reaparecen apilados en orden cronológico, ya organizados para rellenar un diario no escrito, sino rebrotados en resplandores dispersos ajenos al paso del tiempo, incluso nuestro tiempo.

A veces pienso con envidia en el viejo que, en una novela olvidada, anotaba los acontecimientos familiares como asientos contables, con la puntualidad implacable de un operario sin alma. Miro ahora con otros ojos las cartas llenas de pormenores insustanciales que abultaban los sobres de la correspondencia en papel: noticias diarias de los mismos recorridos realizados día tras día, o detalles exhaustivos de los menús desayunados, almorzados o cenados con que los ausentes compensaban la distancia y mantenían los lazos con su gente. Pienso hoy en aquellas reseñas humildes como en pequeñas constancias de momentos vividos e intransferibles, más elocuentes incluso que otras palabras de mayor ambición que el tiempo ha hecho igual de reiterativas e irrelevantes. Y pienso en esas anotaciones persistentes, que no perdonaban ningún espacio en blanco, como las más capaces de dar relieve en perspectiva a la memoria y lo que ella arrastra. 

Un blog es una publicación preparada para que las actualizaciones aparezcan automáticamente en orden cronológico. Los días que se amontonan sin actualizarlo provocan una desazón similar a las de los apartados de esas viejas agendas desaprovechadas. Aunque no pueda registrar la nimiedad de cada día, sí puedo dejar huella de alguna actualidad, de momento anodina, que sólo el tiempo pueda devolver emotiva o esclarecedora, y dedicarle por ello, de vez en cuando, el esfuerzo de unos cuantos renglones.