miércoles, 16 de abril de 2014

Preguntas al guardián de San Esteban


Viena es ventosa; tal vez su nombre venga de viento, Wind. El viento acelera el fuego, y no hay catedral que se haya librado de uno o dos incendios en su historia. Yo incluso diría que, más que simplemente ventosa, Viena es propiamente viento. Cómo explicarse si no esta constante confusión de elementos dispares de la cultura que se han dado cita entre nosotros. Esta Catedral, sin ir más lejos, de fachada románica, es gótica en todo lo demás pero con el añadido de que sus altares son barrocos, como lo fueron en todas la iglesias de esta Austria donde, con fervor papista, se puso dique al luteranismo. Sin embargo, mucho antes de la Reforma de Lutero, nuestros cuaresmalistas ya se habían opuesto al comercio de las indulgencias, la corrupción del clero y la fanática veneración a las reliquias. Curiosa paradoja entre tantas.

También el Diablo ha hecho su contribución a convertirnos en encrucijada trágica. Ya desde los primeros tiempos embaucaba en sus pactos a los aprendices de obra, bien prometiéndoles el corazón de la hija del maestro albañil o la victoria en el concurso por la más bella cerradura de la Catedral. El Diablo se aprovecha de las engañosas apariencias que los mortales le han adjudicado. El monje Roberto el Lampiño aseguró haberlo visto con cuello flaco, dientes de perro, ojos negrísimos, orejas en punta, joroba abultada y tensas nalgas. El Diablo, sin embargo, se nos ha hecho visible en la ralidad, en la persona de Solimán el Magnífico y sus ejércitos; también se ha manifestado en las botas de los ejércitos napoleónicos y en la invasión de las cruces gamadas. El 8 de abril de 1945 una bomba incendiaria hizo arder una casa próxima a San Esteban. El viento norte y el clima de aquellos días secos envolvieron durante días en la misma llama la casa y la iglesia, justo cuando se hallaban rotas las tuberías de los acueductos. Había cadáveres abandonados en las calles y los hambrientos devoraban la carroña de los caballos. Muchos vieneses se refugiaron en los sótanos de la Catedral incendiada, algunos escondidos en los recipientes que contienen los restos de los Habsburgo.

Yo vigilo esos sótanos y todas las entrañas del edificio. Recorro una topografía de túneles estrechos e intrincadas galerías que van desde los cimientos hasta el campanario. Oigo desde aquí las voces del interior y los ruidos de la ciudad. A veces no puedo evitar asomarme con precaución a un ventanuco cercano al trono de la “Virgen de la sirvienta”, pero con cuidado, asomando apenas la cabeza y algo del torso, materializándome en un relieve. Quiero comprobar, escuadra en mano, que todo se mantiene seguro, que las paredes y las columnas sostienen bien el peso que reparten, en todas direcciones, los arcos majestuosos en lo alto. Llevo haciéndolo siglos sin que nadie me descubra y, según acabo la inspección, me vuelvo a esconder. Sólo un ser me ha visto y me ha hecho detenerme inoportunamente. Lo encuentro al asomar la cabeza y me saluda. Acto seguido me confía todas sus andanzas en Viena; es un extranjero de paso. Sabe que soy Anton Pilgram, arquitecto. Dice que confía en mí por mi posición y mi desvelo. Más de una vez me interroga sobre el vino Reifenbeisser con que se empastaron los morteros que soportan el edificio, parece que eso le interesa mucho. Me vuelve la cabeza del revés preguntándome banalidades de la vida social a las que, ocupado como he estado siempre, no he podido prestar atención. Quiere saber de las bodas Haydn, Mozart y el hijo Strauss, que se celebraron aquí; que si Wolfang Amadeus tocó aquí el órgano en el bautizo de todos sus hijos, que si también interpretó sus obras con él Ludwig Van Beethoven. Me sorprenden su extraña curiosidad y sus visitas, y no deja de llamarme la atención este sujeto con barba y lentes, pese a la suspicacia que también me produce. Podría ser el Diablo, por qué no. Lo cierto es que siempre logra retardar por unos minutos mi vuelta a las interioridades del edificio. Dice que se llama Eduardo.


martes, 15 de abril de 2014

Los espejismos de San Petronio


Sr. Director de Enigmas a pie de calle, Virtualvisión:

Para una mejor valoración de las fotos que le adjunto en mi mail, debo decirle que fueron tomadas con cámara digital modesta, tanto que cuando la luz desciende en picado durante la toma sobre el cristal del monitor, éste espejea, y me devuelve el reflejo de mi propio ojo –con sus párpados y pestañas y todo- superpuesto al motivo elegido y estorbándome su visión, por lo que a veces acabo disparando guiado sólo por la intuición o el cálculo resignado.

Conviene que además advierta a los expertos de su programa que la Iglesia de San Petronio, en Bolonia, es de las pocas iluminadas por el sol a lo largo del día y así se explicarán la relativa precipitación con que, deslumbrado, hice las tomas sin ir comprobando in situ el resultado de las mismas. Sólo cuando más tarde intenté descansar en los alrededores de la Piazza di Nettuno me apresuré a descubrir el posible acierto o encanto de mis disparos, observando una a una las imágenes que habían quedado grabadas. No tenía fiebre ni me dolía la cabeza; no tenía los ojos irritados y mi visión era nítida pero, aunque al principio incrédulo por los resultados fotográficos que repasaba en calma, no he podido sino aceptar que estas imágenes que les envío para su análisis no se corresponden de ningún modo con las que tuve delante en San Petronio y sus exteriores.

La primera serie, que debió impresionar la memoria de mi cámara con las veintiséis famosas figuras de profetas que yo veía en la realidad, muestra en cambio en diversos ángulos un infierno repleto de papas, cardenales, reyes y prelados lujuriosos, ensartados en el asador o traspasados por saetas, tal como los pintara Giovanni da Modena sobre el ventanal de una de las capillas. Asimismo, las fotos que debieron corresponder al monumento funerario del falso y depuesto primer Juan XXIII, obra de Donatello, han sido suplantadas por la imponente estatua en bronce de otro pontífice, que por su apostura y actitud mosaica, por su musculatura en tensión, no puede ser sino aquella con la que Miguel Ángel dignificó a Julio II, sólo que esa estatua fue más tarde derribada, descompuesta y fundida para uso de la artillería y ya no existe, así que no sé qué hace en mi máquina fotográfica.

No pienso aburrirlo con más explicaciones sobre las distintas series de tomas que pretendí y las que acabé haciendo. Sólo le diré que todas las imágenes que les remito coinciden en retratar la Bolonia digna y levantisca que desafió a papas y emperadores desde su primera Comuna, la que se enfrentó a la esclavitud y se mantuvo erguida durante la invasiones francesa y austríaca y ahora, al parecer, ha tomado al asalto y sin el concurso de mi voluntad estos píxeles enigmáticos.

No dudo de que los expertos de su interesante programa emitirán sobre este caso un dictamen desapasionado y tranquilizador, acorde con mi propio escepticismo de siempre. Pero sea cual sea el resultado de su escrutinio, yo ya me he propuesto viajar de aquí en adelante con una cámara de mejor óptica y, sobre todo, a lugares sobre los que jamás haya leído y donde halle más posibilidades de fotografiar estrictamente lo que veo y no lo que tal vez habite en mi sesera.

Atentamente.

lunes, 14 de abril de 2014

Vuelvo de un viaje muy largo (*)

Ilustración: Jaime González
La materia de la que estaba hecha Olivia probablemente no podría explicar todo el poder gravitatorio por el que el Tiempo -o al menos, mi tiempo- se curvó en torno a ella, como lo hizo mi espacio. No había en Olivia densidad atómica para provocar un cataclismo así. Ni su propia trayectoria en el espacio-tiempo, tan azarosa y fugaz, permitía revelar nada más allá de una ingrávida sutileza. Sólo la intervención de una materia invisible en torno a ella, una espesura oculta a cualquier posibilidad de detección, pero más cargada de anónimas partículas que todo lo observable, podría brindar la pista de aquella caída mía en torno a su esfera, que culminaría giro tras giro en una precipitación inerte hacia su centro ineludible.

Así que sólo la interacción de esa ingente sustancia -apenas calculable por los poderosos efectos de su atracción en los cuerpos- nos pudo convertir en dos juguetes atrapados en una misma órbita; uno atrayendo hacia un centro tenebroso que engullera la luz, y otro entregado a ese encontronazo inevitable cuyas chispas formarían un aro incandescente para los telescopios; uno, el cometa imantado que se acercaría a la estrella voraz que lo arrastrara y otro, la estrella que lo recibiría exponiéndose a la cicatriz indeleble que el choque le tallaría en la piel.

Pasado el efecto Olivia, maltrecho ahora por el desgaste de las colisiones y los desgarros gravitatorios, me enfrento a los restos de su influencia con la extrañeza que producen las visiones del duermevela: observo un mechero que dejó, su tacita de café abandonada o un resto de su caligrafía como me veo a mí, un electrón arrojado sobre tierra firme que ya no pertenecerá jamás del todo al mundo previsible, hecho aparentemente a la medida de los sentidos, desprovisto para siempre de la radiación astral que revestía su modesta dimensión: la irresistible gravedad de Olivia.



(*) Texto recuperado de mi antiguo blog