sábado, 21 de marzo de 2015

ANILLOS DE HUMO

Foto: Saarah Moon


Para Jessica Santana

Cada día la miraba adormilarse, soñar acaso entre cabezadas incómodas, en aquel desayuno de urgencia antes del trabajo, y repentinamente espabilarse, reconstruirse del todo sacando con dedos ágiles el pitillo que fumaría fuera del local.  Veía cómo se levantaba de la mesa mientras sus compañeras de taller la miraban salir a la calle casi siempre con algún comentario; la observaba bajar ligera unos pocos escalones como si fuera a marcharse o a atender algo urgente, y ahí -aun forzando mi posición sobre el taburete junto a la barra- la perdía de vista. Sus compañeras, en cambio, sentadas al lado de la cristalera, sí la podían ver fumando sobre la acera, le hacían saludos y gestos desde el interior a través del cristal, como si la estuvieran despidiendo, otras veces como si le afearan mantenerse todavía bajo la esclavitud del cigarrillo; pero yo nunca la veía en la calle, sobre la acera, no al menos directamente sino a través de lo que las otras mujeres dijeran, o hicieran… Y así hasta que aparecían, elevándose, los anillos de humo, ésos sí los veía: primero subía un aro humeante y se mantenía en suspenso durante algunos segundos, sin disolverse, y a continuación otro, cuando el anterior empezaba a esfumarse, y luego otro y otro más. Las compañeras de la chica señalaban desde el interior, con el dedo, cada anillo, compartiendo con miradas, entre bromas, la admiración repetida por aquella destreza. Gracias a los anillos de humo yo la localizaba, tanteaba sin verla su lugar sobre la acera a la intemperie, teniendo que conformarme con imaginármela, haciéndome una composición caprichosa de sus labios fruncidos formando hueco como un beso hacia el aire, expulsando aquellas masas de humo que acababan en aros voladores. Puede que graciosamente ella bizqueara, dirigiendo los ojos a sus propios labios y las figuras algodonosas que expulsaban a la atmósfera. Así hasta el par de minutos en que sus aros dejaban de ascender, y las compañeras la olvidaban por un momento, hablando entre ellas de cualquier otro asunto, y yo le perdía todo rastro, el mínimo vestigio por gaseoso que fuera. Eran minutos vacíos, desinflados… La traca final nos sorprendía al poco rato, con nuevos anillos rápidos, anillos que volaban encadenados o rozándose, que se perseguían en el aire o se separaban. Ése era el anuncio de su vuelta al interior, a la mesa que compartía con sus compañeras, a la silla donde volvía a adormecerse en aquellos desayunos laborales, ausentándose de las conversaciones, del ambiente del bar, de quienes le servían el desayuno y hasta del tipo aquél -yo- allá al fondo de la barra, al que pescaba casi siempre observando cuando abría los ojos y regresaba de sus ensoñaciones, el tipo que quedó para siempre pensando en los anillos mañaneros, ateridos, muertos de sueño, como en un código de señales ocultas que siempre le estaría vedado.