domingo, 6 de diciembre de 2015

LECTURAS SOBRE EL POLVO


Vicente Marco, soldado valenciano, advirtió que el cabo González Ascanio, canario, de su misma unidad, había escrito a bolígrafo algo en su gorra de faena. El canario estaba solo, sentado a la entrada de la tienda de campaña. Marco se aproximó a él avanzando entre matorrales y, una vez a su lado, leyó sobre la visera de aquella gorra: “Sé que los dioses existen porque me odian” (Aristófanes). Curioso: aquella gorra se había mantenido inmaculada desde su estreno, sin que el canario la entintara con ningún nombre propio, y mucho menos -como era uso y costumbre- con el recuento de los meses de mili cumplidos y por cumplir. Aquel quebranto en las costumbres del canario, y la elección de la frase, casaba muy bien con el humor sombrío que mostraba los últimos días:

-Hoy cumplo años -confesó Ascanio-. No quiero celebrarlos. No me gusta cumplirlos aquí, aislado entre tiendas, tíos y matorrales.

-Entiendo -encogió un hombro, uno solo, Vicente Marco-. Creo que te ha llegado el momento de leer esto -dijo, y le puso al canario un libro en las manos-: ¡Ya verás, este libro se lo carga todo!

Al canario le sonaba el título de aquella portada: CANTOS DE MALDOROR. Y también el nombre del autor: Conde de Lautréamont. Hojeó el libro, se saltó el prólogo y curioseó en el comienzo del texto: Plegue al cielo que el lector, enardecido y momentáneamente feroz como lo que lee, halle, sin desorientarse, su abrupto y salvaje sendero por entre las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno”. Vicente Marco, cuando no se entretenía con comics para adultos y canciones de Gato Pérez, cultivaba una invariable afición por todo tipo de autores marginales y malditos. Era en eso un conocedor y una inestimable fuente de información. El canario levantó su gorra de la cabeza y se rascó entre dudas:

-¿Tú crees que es lo que me conviene leer, precisamente ahora?

Vicente soltó, por toda respuesta, una de sus carcajadas de ultratumba mientras el cabo miraba el dorso del libro. Había una foto del Conde en la contraportada. Tenía el tipo una mirada escalofriante y malvada que insinuaba arcanos ajenos a una mente común.

-Déjalo, Vicente- declinó amablemente el canario devolviendo el volumen-. No quiero que se me aparezcan esos ojos cerca de la garita norte, donde salen a pasear los fantasmas del Regimiento.

El canario Ascanio, aún hoy, y tras muchos años transcurridos, jamás ha leído los Cantos de Maldoror. Lo puedo asegurar por la privilegiada relación que mantengo con él. Aquel día contaba, además, con otro motivo para desairar el ofrecimiento de Vicente Marco. Quería iniciar cuanto antes la lectura de Banderas sobre el polvo. No había manera de que pudiera leer a William Faulkner con una mínima tranquilidad. Primero, le interrumpieron a cada momento la cuando se ocupaba de La paga de los soldados, su primera novela: “¿Para qué lees eso, no sabes ya que son trescientas pesetas?”, le decía cualquier curioso que se le acercara. Después se entusiasmó con Pylon, fascinado desde el principio por aquella historia de nómadas aviadores de feria que empezaba con las imágenes de serpentinas rotas y unas botas de montar, pero coincidió con la llegada del buen tiempo y la consolidación de su veteranía. Era arrestado con la misma frecuencia y soltura con que conseguía un permiso inesperado o salía a pasear. La lectura fue accidentada.

En aquel momento tenía en el amplísimo bolsillo de la pernera Banderas sobre el polvo (aquel bolsillo era lo que más le gustaba del servicio militar), pero el decaimiento y la dispersión mental le impidieron continuar la lectura cuando una hora más tarde la intentó. Sobre él se cernía un atardecer que se iba ennegreciendo, el atardecer del único cumpleaños que pasaría dentro del uniforme. Y cierto agotamiento. Por la mañana había tenido tiro, después de una marcha larga, apuntando con el tubo lanzagranadas sobre el hombro: cuatro o cinco pepinazos contra un pobre arbolillo sobre una loma cercana, un arbolillo que sobrevivió a su puntería, y a la de un sargento de academia que daba explicaciones de balística pero acertaba lo mismo en sus demostraciones.

Decidió dejarse ir, disfrutar lo que pudiera, y se dirigió al camión cantina. En el camino se le acercó el brigada Castilla, que lo entretuvo un momento para leer la frase de Aristófanes copiada en la gorra. Compró dos garrafas de cuba libre de ginebra disuelta en mucho refresco de naranja. Compró también tres bolsas tamaño familiar de crujientes papas fritas y como una decena de pastelillos. Y tabaco. Se dirigió con todo aquello a la tienda de Vicente Marco, donde encontró también al cabo Galarza y al soldado Rufino da Veiga, el Tumbadito. Entre los cuatro dispusieron el banquete. A partir de ahí empezaron a ocurrir cosas que Ascanio situó necesariamente fuera del orden natural: no se avisó a nadie pero empezó a aparecer más gente, cada vez más, hasta atiborrar la tienda; ¿telepatía?. Se agotaron las garrafas de ginebra pero aparecieron otras sin que él se diera cuenta de quién las trajo, ni quién o quiénes las encargaron. Lo mismo sucedió con las bolsas de papas fritas y con los pastelillos.

Circuló también hachís y Ascanio dudó en aceptarlo. La combinación de alcohol y de hierba era para él náusea segura, frío morboso en el cráneo y malestar duradero, pero aquella tarde -ya casi anochecer- todo estaba fuera del orden natural de las cosas, como he dicho. Cayó en una placidez inconsciente que lo sumió en el sueño más agradable que recordaba en muchos meses. Despertó remecido por manos que lo urgían a despertarse y ponerse en pie para pasar retreta. Fue conducido hasta la formación casi en volandas por brazos samaritanos que no le dejaron desplomarse adormilado sobre el suelo. Bajo sus pies, todo era curvo y blando. Ya situado en la formación, ésos u otros brazos lo mantuvieron erguido sosteniéndolo por detrás. Cuando lo nombraron pasando lista, alguien le dio  varios toques en el cogote para que respondiera:

-¡Brresssenteee!- fue lo que logró articular, un "presente" cavernoso, largo y deslizante. Puro derrape. La extrañeza general se manifestó en un silencio momentáneo que congeló la lectura de los nombres. No hubo consecuencias porque, en el campo, las formaciones de retreta -a veces bajo una escasa luz de bombillo colgando de un cable recién colocado- transcurren más relajadas que en las dependencias regulares y con más zonas de sombras. Pero cuando abrió los ojos intentando erguirse para controlar un poco el entorno, vio ante, traspasándolo, la mirada maléfica del Conde de Lautréamont, tan real como la realidad. Así lo hizo saber al día siguiente a Vicente Marco y a otros de confianza, pero ninguno de ellos le creyó, nunca.

sábado, 5 de diciembre de 2015

MORERA


Rogelio Núñez Lafuente, joven Alférez de academia, recorría el único arroyo existente sobre aquel inhóspito descampado en la hora de libre paseo. La tierra todavía se pegaba a las suelas, empapada por efecto de la lluvia del día anterior, aún no absorbida del todo. La gotas que cayeron desde el mediodía a la noche parecían bolas de granizo; el suelo del vivac se embarró como un gran lodazal y bastaba caminar unos pasos para que las botas se hicieran una masa de tierra empastada. Se aflojaron los vientos de casi todas las tiendas de campaña, que se vinieron abajo por la fuerza de los goterones y el empuje del aire frío que arreciaba en el campamento. Quedaron hechas unas alfombras sobre la tierra; se empaparon los petates que la tropa había dejado adentro, buena parte de la ropa seca y los cartones de tabaco, los transistores y los papeles para las cartas... Hasta el cornetín de la Compañía se acatarró: esta mañana había sonado ronco y el Corneta no supo explicar qué le ocurría cuando le preguntaron. Han sido muchas maniobras duras -pensó el Alférez Lafuente contemplando el caudal que quedaba en el arroyo- y tal vez era hora de parar de tanta movida: Toledo, Ávila, Segovia … ¡y tan seguidas! Pero él no mandaba. Por lo menos, hoy no era el oficial de guardia, como le tocó ser ayer, día de la grandísima lluvia; el trabajo de la mañana había acabado y era agradable caminar bajo aquel sol inofensivo después de un día de lluvia, sin llevar el pesado sobretodo, ni el subfusil al hombro ni el correaje con balas, como si todo esto fuera una excursión. “Mira, si no, al Montilla” -pensó viendo a un soldado recoger pequeñas hierbas al borde del arroyo- “¡tan campestre él!”.

-Montilla -se dirigió al soldado- ¿para qué andas recogiendo hierbas? ¿Te interesa la Botánica?
-Son para llevarlas a Morera, mi Alférez.
-¿A quién?
-A Morera San Juan, mi Alférez, el soldado. Se las daré a la vuelta de estas maniobras.-
-Ah, ya.

Unos metro más allá se cruzó con el voluntario Lanuza, el más jovencito de la tropa. Lanuza también recogía hierbas, vulgares hierbas que cualquiera pisa en una marcha o unos ejercicios de tiro. Se veía que todo el que podía intentaba relajarse después de la tormenta. No se lo podían permitir los de la guardia del día ni los de la cocina; tampoco los camioneros, ni los conductores de los jeeps o del transporte acorazado: aún andaban desembarrando las ruedas o las cadenas de los vehículos a su cargo, debido al aguacero de ayer. El Alférez se acercó al voluntario Lanuza con curiosidad:-
-No me dirás tú también que recoges hierbas para Morera...
-Pues sí, mi Alférez, son para Morera.

El Alférez divisó a lo lejos, más allá del arroyo, a otro soldado más recogiendo hierbas y pequeñas plantas. Preguntó a Lanuza:-
¿Y aquél otro que estoy viendo allá...?
-También, mi Alférez... Para Morera. Y hay otros dos con lo mismo detrás de aquella loma.

Intrigado, pero sin querer indagar más allá, regresó el Alférez Lafuente junto a los demás oficiales y suboficiales, sentados en círculo sobre sillas plegables cerca del camión cantina. Llegado junto a ellos, no tardó en ser interrogado por el Teniente Merino sobre qué hacían aquellos soldados recogiendo hierbas o florecillas, y desde cuándo se habían vuelto tan bucólicos. El Alférez le sugirió con un gesto que el asunto no tenía importancia. “Cosas de ellos, mi Teniente”, le contestó.
-Coño, ya sé que son cosas de ellos -respondió el Teniente con sequedad- No van a ser cosas mías... Quiero saber qué te han dicho.
-Recogen hierbas y plantas para llevarlas a Morera, al soldado Morera San Juan.

El Teniente Merino enmudeció y quedó pensativo. Era dado a sospechar planes y “mares de fondo” tras hechos insignificantes, y muchas veces acertaba. En esos casos tendía a quedarse lívido y se le azuleaba la piel; no en vano le llamaban Azul Merino. Preguntó a todos los oficiales y suboficiales presentes si no habían advertido en el tal Morera, el insignificante buenazo de Morera, un poderoso carisma entre los demás soldados, “algún liderazgo oculto y bien camuflado” del que hubiera que ocuparse.

El soldado Montilla, el voluntario Lanuza y demás recogedores de plantas se habían reunido cerca de las tiendas para juntar en una sola bolsa la variedad minúscula y vegetal que pudieron recolectar para el soldado Morera, liberado en esta ocasión de las maniobras. Si él hubiera venido, habría dedicado los paseos a recoger esas hierbas y pequeñas plantas que cualquiera pisaría sin mirar, y les habría dicho los nombres, y las propiedades y los beneficios de cada una de ellas, sin exaltarse, sin exhibir más conocimiento del necesario, sin adoctrinarles con su estilo de vida tan natural. Pero les habría señalado las características importantes, o las habría dado a oler cuando su olor fuera lo interesante. El soldado Morera San Juan era tímido, silencioso, observador y respetuoso en extremo. Pese a ser como era, no le afeaba a nadie el hábito de fumar tabaco u otras cosas, ni el de beber, y no se enfadaba cuando -irreductible- le tocaba rechazar una y otra vez las invitaciones a aguardiente en los bares donde él se limitaba a pedir mosto; declinaba todas las invitaciones moviendo la cabeza, con una media sonrisa en los labios, hasta que lo dejaban en paz. Era una compañía fiel y constante, atenta, que se limitaba a hablar cuando le preguntaban, normalmente sobre sustancias o hábitos de vida saludables. Todos lo estimaban y pensaban lo mismo sobre su persona.

“Pero no tiene historia con nosotros, ni con nadie” -dijo, reflexivo, el Montilla, que a todo le encontraba un "pero"Se hizo un silencio expectante, a la espera de alguna explicación, y entonces el Montilla se explicó: “Está casi siempre con nosotros” -añadió- “pero nunca podrá contar que se corrió una sola de nuestras juergas, ni que se acercó con los demás a unas chicas en la plaza, ni mucho menos a las tías de la calle Ballesta. Tampoco en el cuartel tiene un arresto que recordar, ni una sola bronca con nadie ni un mal percance con el armamento.” “Cuando acabe su período aquí” -concluyó- “no tendrá mili que contar. Será como alguien a quien han borrado de todas las fotos de grupo.” Ninguno encontró argumentos para rebatir al Montilla en este punto. Por el contrario, el soldado Viñas -el más leído- le apoyó estableciendo que, ciertamente, Morera San Juan era un hombre “antinarrativo”. La llegada casual del Gitano les hizo saber que el Teniente Merino andaba investigando ahora sobre Morera. Ya había reunido a sus soplones, entre los que había algún amigo del Gitano. Se sabía que, a la vuelta, el Teniente pensaba interrogar directamente a Morera en su despacho, por lo que se pudiera descubrir. “Ah” -recordó de pronto,- “y esta noche o mañana querrá ver qué son esas hierbas. Y después las requisará o no. Según..."

No había nada que descubrir, por supuesto, y la flemática serenidad de Morera les hacía confiar en que éste pasaría sin inmutarse por una o varias incómodas entrevistas con el Teniente, así como por mal disimulados intentos de sonsacarle no se sabía qué. “Pero hay algo que me preocupa” -reconoció con gravedad el Montilla-: “Hemos creado una historia para Morera, lo hemos metido de cabeza en un acontecimiento. Ya es un hombre narrativo, tan narrativo como tú, como yo, como cualquiera". Y cedió de repente a un arrebato declamatorio como hacía tiempo no experimentaba:
- Ya no es sólo una presencia, o una constancia. Es un actor protagonista. ¿Se lo pueden imaginar? -preguntó retóricamente-: ¿nuestro Morera, teniendo ahora planteamiento, nudo y desenlace, a estas alturas de la mili? ¡Eso no puede ser, eso es contra natura, eso es un adefesio! Es como sacar un aguilucho de un huevo de gallina, joé.

Todos quedaron pensando y, esta vez, a nadie se le ocurrió qué contestarle.

jueves, 3 de diciembre de 2015

VELOCES FORMAS DEL MIEDO


El cabo se reía. Se carcajeaba. Se le partía la caja del pecho de tanta risotada que, apenas por momentos, lograba reprimir en la oscuridad de la nave para que todos pudiéramos dormir. También él necesitaba dormir, lo necesitaba más que nadie. Le habían alargado en tres horas de más el servicio del día a cargo de las dependencias de su unidad, y aun así no paraba de reírse. Había recibido en poco tiempo órdenes y contraórdenes casi incompatibles cuando ya contaba con ser relevado, pero todavía se descojonaba sobre la almohada. Había sido en poco tiempo confundido, apremiado, amenazado y dejado a su suerte por sus superiores, y no conseguía controlar las carcajadas. Había sido apelado, cuestionado y abroncado por compañeros de su vida cotidiana, pero ahora les estaba contagiando aquella risa tonta en la oscuridad, con oleadas que se extendían y retroalimentaban a lo largo de las dos filas de literas, frente a frente en la nave de la Compañía. También se oían las protestas de los que exigían silencio para dormir, y que con ello conseguían enfriar la algarabía tan sólo unos segundos, sin poder evitar que enseguida se reanudara la juerga con más virulencia. Hacía tres horas, el sargento de semana le había dado las primeras extrañas órdenes:

- Te llegarán tarde los que que han estado destacados en el polvorín de La Marañosa- le había dicho-. Ahora mismo están cenando en el comedor, que sigue abierto para ellos. Quiero decir que aparecerán por esa puerta después del toque de silencio. Aun así, mantén las luces encendidas. No te vayas a la cama hasta que todo acabe.

Se trataba de darles tiempo cuando llegaran para que entregaran los cargadores con la munición, limpiaran los fusiles, recogieran ropa de cama y, finalmente, se acostaran, le explicó. Pero todo aquello era desacostumbrado, pensó el cabo, ¿y por qué el sargento lo dejaba todo sobre sus espaldas? “Procura que lo hagan todo cuanto antes”, conminó el sargento antes de retirarse a su cuartito.

Los que no conseguían dormir bajo las luces encendidas, observaron con calma cómo llegaba la sección que había sido destacada en La Marañosa; se entretuvieron viendo a esos compañeros ir y venir de las duchas, hacer las camas y desmontar los fusiles de asalto para engrasarlos por fuera y por dentro. Reapareció el mismo sargento de semana cuando todo parecía marchar bien, a pesar de la irregularidad. No miraba a un lado y a otro para supervisar el cumplimiento de sus instrucciones sino que se acercó al cabo con precipitación, fijando en él fulgor de sus ojos saltones.

-Mientras tienes la luz encendida- dijo el sargento- suena la alarma en el Cuerpo de Guardia. Ordenan que apagues de inmediato. Bueno, me lo ordenan a mí y te lo ordeno yo a ti.

-¿Apagar la luz, mi sargento, -intentó replicar el cabo- cuando todavía está todo a medio hacer?

-Si no apagas me cae un puro a mí. Y, si me crujen a mí, te crujo yo a ti. ¿Cómo lo ves?

Y le recordó al cabo, oportunamente:

-Estás esperando un permiso. Tú sabrás.

El sargento de semana se dio la vuelta, dando por concluidas las contraórdenes, y se dirigió de nuevo hacia su cuartito. Minutos después, el cabo, desconcertado y solo, llevó lentamente el dedo al interruptor de la luz y, antes de pulsar, miró un momento al grupo de los que en el suelo aún tenían fusiles desmontados, con trapitos engrasados en las manos y otros secos. Miró a los que aún extendían la ropa limpia sobre sus camas. Pensó, sin verlos, en los que todavía estaban mojados, incluso enjabonados, en las duchas. Bajó la mano un momento anticipando todo lo que se iba a iniciar en un instante, apenas llevara la punta de su dedo al interruptor, ahora convertido en un dispositivo temible. Ya se había producido alboroto cuando recorrió las  naves adivirtiendo que la luz se apagaría enseguida. Muchos se propusieron continuar con lo que estaban haciendo.

Pulsó por fin el interruptor. Estaba hecho. En la oscuridad se oyeron los aspavientos, las preguntas, las protestas. Se oyó el ruido metálico de las partes sueltas de los fusiles desmontados. Chirriaban sobre el suelo las literas que habían sido rodadas para vestir de limpio las camas. Vociferaban los que encontraban a algún otro en su lecho, ocupado por error en la oscuridad. En la oscuridad, recorrió la compañía para controlarlo todo en lo que pudiera. En la zona de duchas, oía las voces tras las puertas, veía brillar ojos interrogantes de los que aún se secaban. No quiso enterarse bien de lo que pretendía un soldado que lo persiguió en pelotas, totalmente enjabonado aún, y que resbaló antes de alcanzarlo. Oyó el ruido de los huesos contra el suelo de aquel soldado y las voces de los que se acercaron a alzarlo.

Se fue a su cama cuando la situación ya se había calmado y recompuesto, después de casi dos horas. Cerraba los ojos y la oscuridad se le llenaba de manchas blancas repentinas, como fuegos fatuos: las de los ojos desorbitados que no entendían lo que estaba pasando, las de la ropa interior de los que llegaban a tientas su cama y los que se bajaban de camas equivocadas, las de la espuma recorriendo los cuerpos que salían enjabonados y a ciegas de las duchas. Aquellas manchas blancas le hacían reír, estúpidamente y a raudales, y tenía que volver a abrir los ojos. Primero recibió con gozo aquella risa porque le desahogaba la tensión, después temió que las carcajadas no acabaran, que se prolongaran hasta la mañana en sus primeros pasos, en el desayuno y en el trabajo diario a continuación.

Despertó cuando se encendieron de nuevo las luces y verificó que ya estaba amaneciendo. En su confusión pensó: “Si he despertado, se supone que he dormido, y se supone que también acabaron por dormirse los demás, pero no sé a qué hora, en qué momento ocurrió.” Se levantó por fin adormilado, espabilándose camino de los lavabos. También sus compañeros se desperezaban andando con el jaboncillo en las manos y la toalla sobre el antebrazo, como espectros. Le sorprendió ver que, a esa hora de las legañas, todo estuviera sucediendo como otras tantas mañanas, sin que nadie le dijera nada sobre los hechos de anoche y todos mostraran la mismas trazas enajenadas de la salida del sueño. Vio todas las literas perfectamente alineadas, según vio. Todos los fusiles de asalto estaban bajo candado en el en el armero. También veía en orden, sin resto alguno de actividad accidentada, el lugar donde se desarmaron y limpiaron los fusiles a oscuras: ni una suela tuerca suelta, ni un tornillo, ni un solo trapo grasiento abandonado por las prisas... Increíble, pensó. Por eso le extrañó que a la vuelta de los lavabos estuvieran presentes todos los mandos de la Compañía -capitán, tenientes, alféreces, brigadas y sargentos- aguardando a la tropa para constituir la formación de diana. “¿Pero tan grave ha sido?” -se preguntó el cabo- “¿Vendrán crujir a mí o al sargento?”

No habló el Capitán, que presidía aquel grupo. Tampoco habló el suboficial de semana, a quien le habría tocado por rutina dirigir la formación. Al cabo le dio la impresión de que todos ellos, con los ojos puestos en algún horizonte, esquivaban la alarmada sorpresa de los soldados. El encargado de dirigirse a la tropa fue uno de los dos tenientes. Tres de las cuatro secciones de la Compañía saldrían inmediatamente, armadas a patrullar, por calles de Madrid, dijo, con equipo completo, armamento y munición real. Se adelantaría la hora del desayuno y a la vuelta del comedor tendrían que pasar a toda prisa por la Armería para recoger lo necesario. “Se prolongan para hoy los servicios internos de ayer, excepcionalmente” -añadió- “El sargento les leerá ahora todos los nombres.”.

No hubo más explicaciones. El cabo, que repetiría su labor del día anterior, vio a todos prepararse para salir a las calles con una seriedad inexpresiva y mecánica, como si fuera esa actitud la única manera de no alborotarse ni venirse abajo. En los últimos días, revistas de actualidad habían publicado reportajes sobre alguna que otra intentona sediciosa, una de ellas llamada Operación Galaxia. Pero no había manera de saber si aquello tenía que ver con esos asuntos. De golpe recordó como lejanos y desvanecidos los sobresaltos de la noche anterior, por más que también fueran insólitos. A él le tocaría esperar sin noticias, sin saber en qué tesitura se habrían de ver sus compañeros ni cuándo regresarían, ni en qué situación del diablo estaba el mundo allá afuera, extramuros del aquel cuartel.