viernes, 17 de noviembre de 2017

AEROPUERTOS


En estos tiempos de revuelo patriótico y furor identitario, vuelvo a soñar con aeropuertos. Me gusta frecuentar esos espacios impersonales,desprovistos de color local, superficies inmensas concebidas con lujo y sofisticación para apenas momentos de paso. Disfruto con la babel de lenguas que se suceden en los altavoces. Miro los paneles que consignan las salidas y llegadas de aviones, con sus procedencias y destinos, como si tuviera al alcance de la mano desaparecer rumbo a cualquier lugar del mundo dejándome llevar de un simple impulso. Todo parece estar abierto y al alcance de la mano. No cargo con mitos, leyendas ni símbolos que me señalen el camino para bien o para mal.

Veo la variedad de rasgos de pasajeros que facturan, esperan, embarcan o regresan sin tiempo ni necesidad para el arraigo ni la costumbre; veo en algún momento que entre toda esta gente se abre paso un equipo de tripulación: azafatas, auxiliares y pilotos que arrastran sus equipajes con ruedas camino a algún avión próximo a despegar. Durante el vuelo serán humanos: tendrán nombres, graduaciones, rutinas, rostros y gestos. En el vestíbulo extenso del aeropuerto, en cambio, son fugaces seres del aire que han accedido a avanzar apresurados entre la muchedumbre en tránsito.

Pruebo a permanecer en uno de estos espacios cosmopolitas sin ningún plan de volar, sin esperar a nadie tampoco, como quien visita una ciudad. Hay nutridos estancos y librerías actualizadas, supermercados, boutiques... En la cafetería-restaurante encuentro de casi todo, y casi todo ello aséptico, precintado, dispuesto de un modo práctico casi para ser dispensado y consumido en cadena de montaje, al servicio de lo indispensable.

Hay algo de orfandad y desamparo en estos paseos apátridas, con sensaciones de vacío, pero también el estímulo renovado para construirse sin las agarraderas protectoras de lo heredado o de lo ya aprendido.