domingo, 17 de octubre de 2021

ORQUESTA DE CÁMARA


 

La idea debió venir de algún aciago, y ya para siempre maldito, personaje de la Discográfica. Ignorante, pretencioso y arbitrario ejecutivo que nos puso en esta situación incómoda, yo diría que suicida; sí, porque fue echarnos piedras sobre nosotros mismos haber reaccionado con esta mansedumbre complaciente ante el designio de semejante leño de alcornoque; claro, que investido de poder, un poder sobre nuestras vidas, nuestros talentos y nuestra técnica que no va parejo al conocimiento de nada de estas cosas sobre las que se impone sin preguntarnos. Lena piensa que nos disgustamos todos a toro pasado y no lo queremos reconocer, porque nos causó ilusión esto de conocernos al fin, tocando juntos y al mismo tiempo, y no como hasta ahora, conjuntados a distancia por medio de cámaras intranet. Y era un reto para profesionales, considera Arthur, ¿no somos acaso músicos?, arguye, ¿no se supone de nosotros la capacidad de afrontar, como maestros consumados, una ejecución a la que no se negaría un estudiante?; y es más, añade él, hasta un compositor desacostumbrado a interpretar sus piezas, ¿no se aviene a sentarse al piano bajo la dirección de la batuta, ante el público, cuando la ocasión lo requiere, sin padecer un acceso de angustia? Pero qué fácil es hablar, ¡qué fácil es hablar!, porque tanto Lena como Arthur, como Matilde y los restantes, Marcel o Klaus, andan ahora acercándose al escenario en vez de esperar el momento en sus camerinos, asomando sus narices por los extremos para avistar sesgadamente las gradas numerosas de este teatro antiguo, empalideciendo como yo de ver ocuparse las localidades cada vez más rápidamente, y mientras más éxito parece tener la convocatoria, mayor es la tragedia, el cataclismo que intuimos nos espera al final de esta prueba a la que vamos abocados, sin posible marcha atrás. Ahora nadie habla, nadie intenta infundir ánimos aun cuando nos crucemos unos con otros o coincidamos por momentos en algún extremo del escenario. Hasta anoche, Marcel, a pesar de que el nerviosismo en aumento ya empezaba a alcanzar el cénit de la hora presente, aún repetía sin convicción las palabras que tan a menudo se han repetido entre nosotros como un leitmotiv coincidente con las reprimendas del director: ¡Si es lo más normal, es lo que hacen todos!, y nadie le respondía, ya anoche. Precisamente por eso, compañeros, precisamente, les respondía yo al principio (por último sólo lo pensaba), porque es lo más normal, aquello de lo que hemos estado alejados, desacostumbrados y, por qué no decirlo, negados, es por lo que resulta inconcebible este acatamiento ya sin remisión ante las resoluciones de algún atildado patán, un guisante prepotente ¡que se atreve a manejarnos como a un manojo de insignificantes vasallos, un truhán insensible envanecido en su caudillaje mezquino, la madre que lo parió, no me digan que me calme, la madre que lo parió a él y al solícito representante que come a costa nuestra, y la madre de todos nosotros, tontos sin reaccionar a tiempo como era debido, inconscientes que no caían en la cuenta de lo que se les venía encima! Estos desahogos de ira, acompañados de patadas y golpes a cualquier objeto que no fueran los sagrados instrumentos, no los he protagonizado sólo yo, no he sido yo el único al que ha habido que sentar, alentar, traerle agua con azúcar. Qué decir de los exabruptos amargos de Klaus, que postran el ánimo de cualquiera; de los llantos de Lena, que rompe sin consuelo su delicada mansedumbre y se muda en una medusa estridente y plañidera; qué decir de la agresividad apenas controlada de Arthur en algunos momentos, o de la acritud temperamental de Matilde, que se ha vuelto despectiva y cortante con todos. Yo he callado, para qué añadir más leña al fuego, y he permanecido sentado, silencioso, con la cara apoyada en el mástil de mi violín como único amigo capaz de darme comprensión y aliento. Y así he permanecido en tanto los intentos de apaciguar los arrebatos, o las amables llamadas al orden de unos y de otros, degeneraban en una espiral de gritos, insultos y exclamaciones cuando el nerviosismo y el miedo buscaban alivio en estas descargas broncas, imparables. Me levantaba pasado un rato y buscaba un refugio donde permanecer hasta que presumía que las aguas habrían vuelto a su cauce.

Ah, qué distinto era todo hasta ahora. Qué diferente ha sido a lo largo de años y años de trabajar físicamente distantes unos de otros, compenetrados y temperados como el clave de Bach; curtidos, al unísono, en la distancia; entrañables y necesarios sin este trato directo y perturbador. Éramos un grupo, cohesionado y estable, qué digo estable: ¡fiel!, a lo largo de tanto tiempo de perfeccionamiento, de éxitos, de reconocimiento universal. Nos venerábamos y nos queríamos como lo que cada cual era para los otros: un instrumento, un personalidad interpretativa, modelo de virtuosismo en la novedad al servicio de la tradición, de la grandeza intemporal de los sublimes maestros y de la esforzada evolución secular de la Música, de la que somos, tal vez, los más puros depositarios y servidores. ¡Nosotros, los inaugurales! Que nadie me hable, a mí, de crecerse en los retos, de templar los nervios ante pruebas inexcusables para dar cuenta de la maestría y la entrega al arte. Qué mayor reto que haber trabajado y aprendido ejecutando cada pasaje en solitario, imaginando cada uno las magistrales intervenciones de los demás instrumentos anunciadas en las partituras, materializadas en la intuición certera que habíamos obtenido tras años de escucharnos, con sorpresa al principio, con interés cada vez más concentrado después, al recibir los resultados de las grabaciones ya conjuntadas y armonizadas en registro digital, sorprendentemente logradas, merced a los programas especializados y a las manos cuyo peritaje en la más avanzada y escrupulosa mezcla de sonidos hacía de nuestras interpretaciones aisladas, remitidas desde nuestros lugares respectivos en soportes adecuados, ejecuciones luminosas, relecturas precisas y purificadas de las grandes obras, acendradas encarnaciones de los hallazgos creadores en momentos de sublime visión. Ni qué decir tiene que se contaba con nosotros para los retoques, después que recibíamos la versión totalizada no sólo en sonido, sino también en espectro visual pormenorizado en píxeles exactos, que plasmaban la intensidad y la altura de cada impulso sonoro con una fidelidad precisa, como la que no se alcanza con la abstracta notación del pentagrama. Y que entre todos y cada uno íbamos formando un acabado magistral de cada pieza, con nuestras sugerencias, nuestras atentas disconformidades y aclaraciones, donde no faltaban las declaraciones compartidas de sentimientos eufóricos o las impresiones sutiles que nos habían embargado en cada movimiento. Así, afirmadas las últimas rectificaciones, nos extasiábamos en el logro aquilatado que recibíamos para su aprobación final. Qué enervamientos, qué transportes supremos, hasta las lágrimas, producía escuchar finalmente cada producto conseguido, que había llegado a ser eso tan magnífico que finalmente oíamos, desde su comienzo desmembrado e incierto. Y qué delicadeza en comunión, qué actos de entregada acción de gracias, aquellas últimas interpretaciones con la que coronábamos cada una de estas fases, participando desde la lejanía en la interpretación final para nuestros solos oídos, viéndonos y oyéndonos a través de las cámaras web, de tamaño excepcional, que nos han puesto a disposición.

Qué opuesto todo, ahora; qué contrario ha sido todo desde que nos concentraron en el estudio de grabación donde, día tras día, hemos envilecido la mutua veneración que nos profesábamos, la maestría cultivada con tanto esfuerzo, y la dignidad, la perdida dignidad de quien se tiene por dueño de sí, no sujeto a presiones que exceden su esmerado control. En los primeros días, desbordados por el júbilo del encuentro, la alegría de que nos hubieran reunido al fin, para vernos de cerca, hablar y tocar juntos, no nos dimos cuenta de que se colaban en nuestra unión, en nuestro quehacer, la curiosidad, la confidencia, la francachela vulgar, los celos, la envidia, el deseo. Todo lo circunstancial, el burdo accidente y la impureza, toda la corrosión la de la convivencia --el desgaste, el roce, la debilidad- nos contaminaban y distraían de lo que fue nuestra única y persistente atención, nuestra vieja comunión en el ideal. No hubiera sido tan grave que Klaus y Arthur marcharan de juerga las primeras noches, consiguiendo reclutar a la todavía cordial y sonriente Matilde, o que Marcel me arrastrara a interminables partidas de ajedrez que nos sorbían la energía y la imaginación, y nos hacía rivales en un menester extraño e invasor, ni siquiera que mi contrincante en el tablero, Marcel, se fundiera en abrazos de repentina pasión con la dulce Lena; nada de eso hubiera sido tan grave, sostengo, si en lo esencial hubiéramos mantenido el timón. Pero cómo hacerlo, pienso ahora, cómo nos lo habríamos podido exigir si, en los extenuantes y penosos ensayos, nos olíamos, o a sudor o a perfume, o simplemente a piel, ¡nos olíamos, por el amor de Dios!; nos oíamos estornudar, carraspear o toser, nos oíamos incluso los pies marcando los compases con pisadas impías; nos distraíamos con miradas, miradas que a los pocos días hablaban tácitamente de los lances y las complicidades establecidas entre nosotros. Y lo peor: los instrumentos, los admirados instrumentos que eran nuestra única identidad a compartir, como un nombre para cada cual, más verdadero que el del bautismo, aquellos instrumentos ya no se dejaban oír en notas de sonido depurado, en el más expedito aislamiento sensorial para disfrute del oído sensibilizado y pulcro; no: ahora, en burdas interpretaciones, los sentíamos, los de cada compañero, vibrar en la madera o el metal del nuestro, en nuestros cuerpos, y hasta en nuestros asientos. Nos debatíamos angustiosamente en esfuerzos voluntariosos que no hacían sino aumentar la confusión, hasta que cejábamos reconociéndonos extraviados y demolidos. Y fue así hasta que vino el director; ¡el director!, no habíamos pensado en él, pero sabíamos que aparecería a los pocos días para unirse a nosotros en la preparación de la pieza encomendada. ¿Qué podría hacer un director con nosotros? Deseábamos todos, desde lo más hondo, que al menos fuera aséptico, neutro, carente de peculiaridades: que no destacara por blando ni por severo, ni por pasional o por técnico, por arrogante ni por humilde. Que no fuera ni bajo ni alto, ni flaco ni obeso. Que no tuviera melena ni calva, ni verrugas, ni caspa… Sólo así, pensábamos, podría entenderse con nosotros, restituirnos algo de lo perdido, facilitarnos la senda por dónde reencontrar la antigua seguridad, la identidad perdida. Pero qué va, ¡qué va!, hasta en eso hemos tenido mala suerte. El director era melenudo, alto en exceso, con arranques de simpatía calurosa que otra orquesta le hubiera agradecido y también presto a rebotes iracundos que nos enconaban más en nuestra aflicción. Era un apasionado del compositor que intentábamos interpretar, y se había dedicado a él desde los años de aprendizaje; pretendía imponernos, a nosotros, la visión que tenía de la sonata ensayada. Por su parte (y en esto lo disculpamos) no disimulaba la estupefacción desencantada por el espectáculo amorfo y caótico que le ofrecíamos, nosotros, maestros consagrados mundialmente con los que tantas ilusiones se había hecho desde que le propusieron dirigirnos en esta pieza. Finalmente, fueron desoídas las desesperadas peticiones de que se nos equipara con material electrónico individual con el que controlar las ejecuciones, a nuestro modo, aunque actuáramos juntos y conjuntados por las indicaciones de la batuta; o la también descabellada propuesta de que se nos colocara alejados unos de otros, en diferentes puntos del graderío del enorme teatro al aire libre. No había ya luz al final de ningún túnel: todas las salidas habían quedado condenadas.

¿Y es ésta, ahora, la orquesta capaz de encarar la rendida expectación con que la recibirá una multitud de aficionados melómanos, este desangelado manojo de excelencia degradada que se debate en la duda justo cuando ya ve que son ocupadas las últimas localidades, vacías hasta hace un instante? Qué lástima me da, hermanos, verlos como a mí, dominados por el vértigo ante el final temido, fin de la pendiente que iniciamos cuando a un estúpido se le ocurrió esta actuación en directo como colofón de un festival de verano, con la promoción consiguiente, y ¡horror!, la grabación del momento, la perpetuación humillante de lo que puede poner fin a tantos años de prestigio indiscutible; se ve que pensó en todo en su ambición facilona este sátrapa, ¡este sátrapa envanecido, asesino de belleza; este diosecillo de la trivialidad novedosa cegado por el poder! Lo que no sabe, el alevoso, astro que brilla con luz robada, es que se labra su caída con la nuestra; bien, ha cortado por donde le parecía y ya en este momento se puede decir que ha troceado la gloria y el modo de vida de sus esclavos, porque ya nada volverá a ser como antes para ninguno de los que hoy nos exponemos, pero tan cierto es esto como que él caerá hecho un despojo de quirófano, un guiñapo de víscera sobrante reducido a su verdadera dimensión, al fin.

Nos quedaría tal vez nuestro amor por la Música, el dominio sobre la pieza seleccionada, por los años de práctica, para guiarnos entre tinieblas. Pero esta noche en que espero el final apoyado en el mástil de mi violín, me embargan, junto con las notas ya interiorizadas, la vanidad intuida del compositor, también sus pasiones, su cólera reconocida, los extravíos que le atribuyeron, su generosidad proverbial, su nombre, todo lo biográfico que habíamos conseguido abstraer hasta ahora de la admiración profunda y laboriosa consagrada a su música; de tal modo que ahora es selva tupida esta pieza ensayada, también. Así que me dirijo a los demás poco antes de salir, haciendo que concentren en mí los ojos que fijaban en las gradas. Compañeros, les digo, amigos: vamos a salir ahí como extraños especímenes recién capturados cuya evolución ha favorecido el desarrollo prodigioso de un solo sentido en detrimento de todos los demás; por más que hagamos, resignémonos ya, seremos vulnerables, indefensos y torpes. La prueba a que nos someteremos en unos momentos será, para nosotros especialmente, algo parecido a exponer a un compositor a la curiosidad pública en el momento del trance, sabiendo que lo que haga en esos mismos instantes, sin posibilidad de reconsideración o enmienda, será lo que permanezca para siempre de él, inalterable bajo la transparencia inclemente. Nos queda algo a favor, lo único: ya no merece la pena preocuparnos, no hay nada más en qué pensar; así que no estemos atentos a los demás ni al público, ni al resultado y sus consecuencias. Concéntrese cada cual en su instrumento y déjese llevar sin evaluar el momento, observemos los movimientos de la batuta y mecánicamente obedezcamos su guía. Sobra todo lo demás, incluso los sentimientos, múltiples y encontrados, con que nos ha abrumado esta aventura.

Y así veo a mis compañeros salir, uno detrás de otro, conservando al menos la entereza. ¡Cuánto los vuelvo a admirar en un momento, a mis queridos amigos, viéndolos colocarse a cada uno en su lugar! Yo también me he sentado y oigo los aplausos iniciales como de muy lejos, de un sueño, y así también, del mismo modo espectral, veo erigirse ante mí la figura del director. Me he aferrado al violín y procuro no pensar en lo que hago. Sigo adelante, como quien sigue la senda señalada en un plano sin saber dónde lo llevará, sin importarle si es erróneo o caduco el itinerario que contiene. No reparo en los ruidos ni en el silencio. Apenas fui consciente, al empezar, de voces lejanas más allá del escenario, de ruidos del tráfico en las inmediaciones que el silencio del público permitía captar. Luego dejé de oírlos, dejé de oír y de ver, en realidad, cualquier cosa. Y así me sorprende atónito, en un momento, el gesto del director, sonriente, animándome a levantarme, y con apremio insistente, ¿qué habrá podido pasar?; sólo le obedezco por imitación cuando veo que mis compañeros, indecisos, también se levantan de sus sillas según son señalados y alentados por el de la batuta. Al parecer, todo ha acabado. Hay un aplauso al que corresponde nuestro director, con saludos reverentes; es un aplauso que se prolonga y aumenta, quiere hacerse expresivo, una ovación atronadora para la que mis oídos no están acostumbrados, pero que me entibia los miembros y aligera mi circulación. Aparecen personas en el escenario. Lena y Matilde agradecen los ramos de flores que depositan en sus manos con una sonrisa alelada, recién salida del pánico. Nos interrogamos con miradas discretas, apenas de soslayo; los ojos de Matilde parecen recuperar el brillo afectuoso que le había conocido. Lena, la dulce Lena, se concentra en el ramo y lo huele, escondiendo la cara entre las flores. Los aplausos no han cedido y el escenario es ocupado aún por más personas. Una especie de comitiva agasaja al director. Hay flashes, voces, palabras de un lado y de otro que tal vez sean preguntas o felicitaciones. Nosotros permanecemos pasmados, arrimándonos unos a otros en tanto más nos rodean. Las ideas se agolpan y apenas llegan a ser inicios de preguntas en suspenso, antesalas del asombro: ¿qué efecto han podido hacer estos días de cercanía, roces y emociones sobre lo que ha ocurrido?; o por el contrario, ¿ha sido que a pesar de todo la vieja disciplina se ha impuesto sobre este caos de desesperanza? Veo a Marcel, a Klaus y a Arthur caminar con pasos lentos hacia donde nos conducen, casi arrancándonos del estado de parálisis expectante en el que nos hallamos, y animar tiernamente a Lena y a Matilde a emprender la marcha. Aun provistos físicamente de todos los sentidos, estamos como ciegos necesitados de guía, sumidos en una cápsula de estupor. Es comprensible: hemos vadeado una odiosa ciénaga a costa de anularnos. Yo, que vuelvo en mí por segundos y paulatinamente, me hago a la realidad inesperada que me rodea, sigo sin poder ver sino entre láminas de luz que se superponen y quiebran todo lo que miro; aunque la situación ya adquiere nitidez y consistencia real, aún no puedo ver al público que prolonga su estruendo entusiasta, no del todo, aún no puedo verlo porque estoy llorando.

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