sábado, 30 de octubre de 2021

MONTSERRAT Y LAS COMAS

 


Belahí Mohamed Tahá regresó furioso al cuartel la noche de aquel domingo, no porque se hubiera acabado su pase de fin de semana sino porque las cosas no habían ido bien con su chica, allá en Barcelona, a donde había vuelto a visitarla desde nuestro cuartel en Campamento (Madrid); lo había hecho ilusionado, desesperando de los kilómetros, las estaciones y los paisajes que lo separaban de ella. Y todo para, finalmente, regresar decepcionado. Lo vi volver aquella noche acelerando el paso, recorriendo rabioso la extensa nave llena de literas y armarios hasta llegar a su taquilla. Lo vi levantar en lo alto, con las dos manos, el gigantesco radiocassette de los de antes, que había prestado a otro soldado durante su ausencia, y estrellarlo con furia contra el suelo sin aparente motivo. No respondió a preguntas y, después de pasar retreta, se fue tranquilizando solo hasta dormirse, sin necesidad de que nadie lo ayudara a serenarse.

Al día siguiente, cuando por fin se animó a dar explicaciones, nos confesó a los de confianza que su chica lo había vuelto a recibir con un apremio sexual predador y sin alma, incompatible con aquel romanticismo suyo, aquel embeleso blandengue que lo mantenía atontado cada día de la mili, así hiciera guardias, cocinas o maniobras, o así tragara kilómetros para encontrarse con ella en cada pase de fin de semana. “¡Yo, queriendo hacerlo bien, despacito. Hablar..!”, se quejaba Belahí. Y ella, nos decía, siempre cortándole el rollo, reprochándole: “Pero coño, ¿tú no eres moro?..., pues lo moros, bastante fama tienen de estar siempre salidos y dispuestos.” Eso es un mito, claro, nos reflexionaba en voz alta Belahí -a quien sólo ella podía llamar moro-, desmoronado por que su chica lo redujera a semental de ocasión sin casi dar lugar a la comunicación ni a la empatía.

Todos habíamos reparado pronto en Belahí Mohamed, melillense, desde la primera vez que nos pasaron lista en el Cuartel, dado que el teniente al mando le preguntó si era musulmán y si había solicitado dieta acorde a sus creencias; le oímos contestar afirmativamente a las dos preguntas con la voz y el acento que después se nos harían tan familiares. Yo empecé a tratarlo el día en que descubrió por el rabillo del ojo que yo guardaba algún libro de poesía en la taquilla. Enseguida me pidió prestado uno, el primero de cuantos le fui prestando a partir de entonces. Se los llevaba con el mismo entusiasmo con que me los devolvía, con caluroso agradecimiento. A la segunda o tercera ocasión me confesó que no era por necesidad de lectura sino para aprovechar de los poemas ideas y palabras con que embellecer las cartas para su chica. Me aseguraba que todos le habían servido de mucho, aunque entre ellos hubiera alguno tan duro de pelar como Huesos de sepia, de Eugenio Montale.

A los de confianza nos reveló un día que su chica se llamaba Montserrat Caballé. “Pero no la famosa, no la que canta”, nos aclaró, “sino una chica joven que es ahijada suya, ¿entendéis?” Entenderlo, no lo entendíamos mucho, la verdad; de hecho, no fui yo el único en preguntarle oye, Mohamed, explícame una cosa: si la relación es sólo de madrina-ahijada, ¿a qué viene que tengan las dos el mismo apellido? Él se quedaba pensando y contestaba: “No lo sé”. Nos había dejado a todos confusos, cuando no escépticos, con el caso de su Montserrat Caballé, pero no se lo decíamos a las claras. Alguna vez, si acaso, le tomábamos el pelo si lo veíamos de buen humor: “Belahí, ¿cuando la dejas satisfecha... te canta un aria?”

Tal vez fue que le escamara tanta desconfianza mal disimulada, pero el caso es que un buen día se sentó con el grupo durante un descanso, en un banco metálico al fondo de la nave. Traía en las manos unos sobres de correos; nos enseñó los remites: Montserrat Caballé, se leía en todos, y una dirección de Barcelona. Sacó las cartas de cada sobre y con vehemencia nos incitó a leerlas. “¡No me importa, hay confianza!”, insistía. Nos fuimos pasando aquellas cartas y las leímos una a una en medio de un grave silencio, sin compartir codazos ni miradas cómplices, sólo curiosidad y mucho asombro. Sin saludo, sin encabezado, sin preliminares ni advertencias, cada una de aquellas cartas de aproximadamente dos cuartillas empezaba y seguía hasta su final con la expresión abrupta de los deseos de la mujer, desvelando a Belahí las veces que se acariciaba pensando en él y en qué distintos modos. Le escribía también lo que quería hacerle y lo que quería que él le hiciera en sus próximos encuentros, desde la coronilla hasta la punta de los pies, con un repertorio extenso de posibilidades eróticas expresadas con detalles explícitos, con palabras trazadas como si la tinta del su bolígrafo estuviera dotada de una lubricidad insólita; había cambios bruscos en la grafía y el tamaño de las letras en algunas líneas sorprendentes y, por supuesto, sin puntuación: aquel frenesí desbordante no podía ser encerrado entre pausas ni signos de orden lógico. Lo más curioso era que, en medio de toda aquella pasión incontenible, volcada sobre los papeles como fruto de un solo impulso desenfrenado, en medio de una cuartilla, sorprendía encontrar a veces una coma, una coma sola, aislada y sin motivo entre palabra y palabra, como un intento estéril de la remitente por administrarse una momentánea dosis de control o de cordura. Pasados los días, una vez superada la sorpresa del frenesí de las cartas, lo más comentado en nuestras conversaciones era aquella coma flotante, tan imprevista.

Hubiera sido lo natural, pero nunca le puse en mi mente cuerpo ni rostro a la Montserrat de mi amigo, ni siquiera en las fantasías de los insomnios, en la soledad de la cama litera. Por otra parte, Mohamed nunca aportó detalles de su aspecto físico, a pesar de habernos revelado tanta intimidad. Los demás no supimos cómo podían ser su talle, sus andares o sus tetas; nunca supimos si era rubia, morena o castaña y no preguntábamos a Belahí nada que por su cuenta él no nos dijera. Pero alguna que otra noche, antes de que el sueño me pudiera, se me representaba en el recuerdo aquella caligrafía desordenada, con los cambios en el tamaño y la calidad de las letra. Eso me perturbaba, sobre todo si además imaginaba aquella coma insensata y rebelde brincando entre las líneas de una carta. A veces me sorprendía el primer relevo del centinela nocturno llamado imaginaria en la oscuridad de la nave, despierto aún, atrapado en el recuerdo de la puta coma, aquella pobre coma libertaria.





martes, 19 de octubre de 2021

ESPERANDO AL CORDERO

 


Ya sabes cómo soy para los ruidos. Notaré que son tuyas las vueltas a la cerradura por más que hayas variado las horas de llegada, tal vez para desconcertarme, o porque te cuesta volver a esta casa. Sabes que al entrar al recibidor verás de nuevo la cuerda que colgué para que te ahorques, la seguirás viendo en los días venideros aunque la descuelgues, la tires o la quemes; la reemplazaré por otra. Está claro que no tienes salida, cariño. Ya me has dicho que estoy loca, de acuerdo, pero sólo puedes huir de mí marchándote, arriesgándote a incurrir en abandono de hogar y tú, precisamente tú, preferirías estar muerto a darme esas ventajas legales. No podrás dormir ni tampoco ignorarme despierto, pensando cómo me aprovecharé de que duermas o te descuides si tú no accedes, al fin, por tu propio pie, a quedarte colgado por el cuello en el aro de esa cuerda que renuevo cada vez que hace falta. No sabes ya cuál puede ser tú salida. ¿Baldarme a golpes, como me has advertido? Muy bien: la cirugía hará milagros conmigo, pero tú, ¿has pensado bien qué te reportará una reputación de maltratador, a ti, un prócer?, piensa en ello. ¿Qué harás cuando yo cuente que eso era habitual, y no una salida violenta a una situación desesperada?… Y no me refiero a la poli ni a los jueces, esos pueden acabar descubriéndome. La gente te juzgará a su modo, tu gente, tu mundo pluscuamperfecto donde se puede ser lo que se quiera pero sin sospechas que recaigan sobre tu cabeza. Reconócelo, amor, no tienes escapatoria. Tendrás que colgarte. Así es la vida, qué pena me da, oye, no te haces una idea. ¡Matarme!, antes que yo a ti, te quedaría eso. Muerta, estaría calladita. Seguro que lo has pensado en estos días aunque no te atrevas a decirlo en voz alta. ¿Tendrías agallas, tú?... Tal vez sí, pensándolo bien, y qué remedio: es tu vida contra la mía, tesoro, la supervivencia. Yo ya lo habría hecho pero, claro, tu capacidad de previsión se impone. Le estarás dando vueltas: qué harías después con el fiambre, qué coartadas y todo eso. Pues tendrás que decidirte, cariño, porque yo me empiezo a cansar de estar tropezando con las sogas a mi paso. Esta última lleva días y no la has quitado, y es casi peor. Estás paralizado, como con todo lo que no cede a tu control. Es así, encanto, y este asunto está al margen de tus “dispositivos”, tus temibles "tentáculos de gestión". Es un pulso entre tu odio y el mío. Y ya no se me ocurren más salidas, guapo, ni aunque intentaras ahora congraciarte conmigo de algún modo, a la desesperada… Sólo la idea es para troncharse. Te saldrían las palabras sin alma, te trabarías sobreactuando porque a ti mismo te verías patético. Mejor ni pensar en eso... En fin, ¡que te ahorques ya, pesado! Esa cuerda me estorba, acumula polvo. Sólo faltaría incluirla en la colada, a este ritmo, y acabar lavándola y secándola. Me pone nerviosa ya cruzarme con ese colgajo y hasta verlo balancearse cuando entra la brisa por las ventanas. ¿Sabes qué te digo, corazón? Que ahí te la dejo. Quítala si quieres o cuélgate, lo que prefieras. ¿A qué demonios estoy jugando, y en qué voy a acabar yo misma por este deporte de irte destruyendo? Me voy. Me vale haberte visto desmoronarte en estos días porque, admítelo, la obstinación sin sentido te desarma, te deja sin saber qué hacer, por eso yo estaba ganando esta partida. Te he tenido en mis manos como a un corderito. Y además, ¿seré tonta?, si bastaría con que entraras por esa puerta acompañado, bastaría con que alguien viera la cuerda y sacara fotos; tendrías todas las cartas a tu favor. Podría haber pasado ya en cualquier momento, podría pasar ahora que por fin oigo la cerradura... Pero, alto ahí, esas no son tus vueltas a la llave… ¿Quién anda ahí, quién es usted, quién es este gorila cubierto con pasamontañas que aparece? ¿Y quién demonios me ha agarrado ahora por detrás tapándome la boca, cómo ha entrado, alguien que es mucho más robusto que tú? Son dos, eso está claro. Me hacen daño nada más agarrarme. ¿Son estos tus “dispositivos”, cobarde, tus "tentáculos de gestión" que te hacen tan temible? No te has atrevido a hacerlo tú mismo pero lo venías preparando decididamente. Has contratado a otros −muy tuyo− y tú no te privarás de contemplarlo todo porque ahora sí oigo tus vueltas a la cerradura, malnacido, ahora sí que eres tú sin duda ninguna. Ya sabes cómo soy para los ruidos. ¡Cabrón!



domingo, 17 de octubre de 2021

ORQUESTA DE CÁMARA


 

La idea debió venir de algún aciago, y ya para siempre maldito, personaje de la Discográfica. Ignorante, pretencioso y arbitrario ejecutivo que nos puso en esta situación incómoda, yo diría que suicida; sí, porque fue echarnos piedras sobre nosotros mismos haber reaccionado con esta mansedumbre complaciente ante el designio de semejante leño de alcornoque; claro, que investido de poder, un poder sobre nuestras vidas, nuestros talentos y nuestra técnica que no va parejo al conocimiento de nada de estas cosas sobre las que se impone sin preguntarnos. Lena piensa que nos disgustamos todos a toro pasado y no lo queremos reconocer, porque nos causó ilusión esto de conocernos al fin, tocando juntos y al mismo tiempo, y no como hasta ahora, conjuntados a distancia por medio de cámaras intranet. Y era un reto para profesionales, considera Arthur, ¿no somos acaso músicos?, arguye, ¿no se supone de nosotros la capacidad de afrontar, como maestros consumados, una ejecución a la que no se negaría un estudiante?; y es más, añade él, hasta un compositor desacostumbrado a interpretar sus piezas, ¿no se aviene a sentarse al piano bajo la dirección de la batuta, ante el público, cuando la ocasión lo requiere, sin padecer un acceso de angustia? Pero qué fácil es hablar, ¡qué fácil es hablar!, porque tanto Lena como Arthur, como Matilde y los restantes, Marcel o Klaus, andan ahora acercándose al escenario en vez de esperar el momento en sus camerinos, asomando sus narices por los extremos para avistar sesgadamente las gradas numerosas de este teatro antiguo, empalideciendo como yo de ver ocuparse las localidades cada vez más rápidamente, y mientras más éxito parece tener la convocatoria, mayor es la tragedia, el cataclismo que intuimos nos espera al final de esta prueba a la que vamos abocados, sin posible marcha atrás. Ahora nadie habla, nadie intenta infundir ánimos aun cuando nos crucemos unos con otros o coincidamos por momentos en algún extremo del escenario. Hasta anoche, Marcel, a pesar de que el nerviosismo en aumento ya empezaba a alcanzar el cénit de la hora presente, aún repetía sin convicción las palabras que tan a menudo se han repetido entre nosotros como un leitmotiv coincidente con las reprimendas del director: ¡Si es lo más normal, es lo que hacen todos!, y nadie le respondía, ya anoche. Precisamente por eso, compañeros, precisamente, les respondía yo al principio (por último sólo lo pensaba), porque es lo más normal, aquello de lo que hemos estado alejados, desacostumbrados y, por qué no decirlo, negados, es por lo que resulta inconcebible este acatamiento ya sin remisión ante las resoluciones de algún atildado patán, un guisante prepotente ¡que se atreve a manejarnos como a un manojo de insignificantes vasallos, un truhán insensible envanecido en su caudillaje mezquino, la madre que lo parió, no me digan que me calme, la madre que lo parió a él y al solícito representante que come a costa nuestra, y la madre de todos nosotros, tontos sin reaccionar a tiempo como era debido, inconscientes que no caían en la cuenta de lo que se les venía encima! Estos desahogos de ira, acompañados de patadas y golpes a cualquier objeto que no fueran los sagrados instrumentos, no los he protagonizado sólo yo, no he sido yo el único al que ha habido que sentar, alentar, traerle agua con azúcar. Qué decir de los exabruptos amargos de Klaus, que postran el ánimo de cualquiera; de los llantos de Lena, que rompe sin consuelo su delicada mansedumbre y se muda en una medusa estridente y plañidera; qué decir de la agresividad apenas controlada de Arthur en algunos momentos, o de la acritud temperamental de Matilde, que se ha vuelto despectiva y cortante con todos. Yo he callado, para qué añadir más leña al fuego, y he permanecido sentado, silencioso, con la cara apoyada en el mástil de mi violín como único amigo capaz de darme comprensión y aliento. Y así he permanecido en tanto los intentos de apaciguar los arrebatos, o las amables llamadas al orden de unos y de otros, degeneraban en una espiral de gritos, insultos y exclamaciones cuando el nerviosismo y el miedo buscaban alivio en estas descargas broncas, imparables. Me levantaba pasado un rato y buscaba un refugio donde permanecer hasta que presumía que las aguas habrían vuelto a su cauce.

Ah, qué distinto era todo hasta ahora. Qué diferente ha sido a lo largo de años y años de trabajar físicamente distantes unos de otros, compenetrados y temperados como el clave de Bach; curtidos, al unísono, en la distancia; entrañables y necesarios sin este trato directo y perturbador. Éramos un grupo, cohesionado y estable, qué digo estable: ¡fiel!, a lo largo de tanto tiempo de perfeccionamiento, de éxitos, de reconocimiento universal. Nos venerábamos y nos queríamos como lo que cada cual era para los otros: un instrumento, un personalidad interpretativa, modelo de virtuosismo en la novedad al servicio de la tradición, de la grandeza intemporal de los sublimes maestros y de la esforzada evolución secular de la Música, de la que somos, tal vez, los más puros depositarios y servidores. ¡Nosotros, los inaugurales! Que nadie me hable, a mí, de crecerse en los retos, de templar los nervios ante pruebas inexcusables para dar cuenta de la maestría y la entrega al arte. Qué mayor reto que haber trabajado y aprendido ejecutando cada pasaje en solitario, imaginando cada uno las magistrales intervenciones de los demás instrumentos anunciadas en las partituras, materializadas en la intuición certera que habíamos obtenido tras años de escucharnos, con sorpresa al principio, con interés cada vez más concentrado después, al recibir los resultados de las grabaciones ya conjuntadas y armonizadas en registro digital, sorprendentemente logradas, merced a los programas especializados y a las manos cuyo peritaje en la más avanzada y escrupulosa mezcla de sonidos hacía de nuestras interpretaciones aisladas, remitidas desde nuestros lugares respectivos en soportes adecuados, ejecuciones luminosas, relecturas precisas y purificadas de las grandes obras, acendradas encarnaciones de los hallazgos creadores en momentos de sublime visión. Ni qué decir tiene que se contaba con nosotros para los retoques, después que recibíamos la versión totalizada no sólo en sonido, sino también en espectro visual pormenorizado en píxeles exactos, que plasmaban la intensidad y la altura de cada impulso sonoro con una fidelidad precisa, como la que no se alcanza con la abstracta notación del pentagrama. Y que entre todos y cada uno íbamos formando un acabado magistral de cada pieza, con nuestras sugerencias, nuestras atentas disconformidades y aclaraciones, donde no faltaban las declaraciones compartidas de sentimientos eufóricos o las impresiones sutiles que nos habían embargado en cada movimiento. Así, afirmadas las últimas rectificaciones, nos extasiábamos en el logro aquilatado que recibíamos para su aprobación final. Qué enervamientos, qué transportes supremos, hasta las lágrimas, producía escuchar finalmente cada producto conseguido, que había llegado a ser eso tan magnífico que finalmente oíamos, desde su comienzo desmembrado e incierto. Y qué delicadeza en comunión, qué actos de entregada acción de gracias, aquellas últimas interpretaciones con la que coronábamos cada una de estas fases, participando desde la lejanía en la interpretación final para nuestros solos oídos, viéndonos y oyéndonos a través de las cámaras web, de tamaño excepcional, que nos han puesto a disposición.

Qué opuesto todo, ahora; qué contrario ha sido todo desde que nos concentraron en el estudio de grabación donde, día tras día, hemos envilecido la mutua veneración que nos profesábamos, la maestría cultivada con tanto esfuerzo, y la dignidad, la perdida dignidad de quien se tiene por dueño de sí, no sujeto a presiones que exceden su esmerado control. En los primeros días, desbordados por el júbilo del encuentro, la alegría de que nos hubieran reunido al fin, para vernos de cerca, hablar y tocar juntos, no nos dimos cuenta de que se colaban en nuestra unión, en nuestro quehacer, la curiosidad, la confidencia, la francachela vulgar, los celos, la envidia, el deseo. Todo lo circunstancial, el burdo accidente y la impureza, toda la corrosión la de la convivencia --el desgaste, el roce, la debilidad- nos contaminaban y distraían de lo que fue nuestra única y persistente atención, nuestra vieja comunión en el ideal. No hubiera sido tan grave que Klaus y Arthur marcharan de juerga las primeras noches, consiguiendo reclutar a la todavía cordial y sonriente Matilde, o que Marcel me arrastrara a interminables partidas de ajedrez que nos sorbían la energía y la imaginación, y nos hacía rivales en un menester extraño e invasor, ni siquiera que mi contrincante en el tablero, Marcel, se fundiera en abrazos de repentina pasión con la dulce Lena; nada de eso hubiera sido tan grave, sostengo, si en lo esencial hubiéramos mantenido el timón. Pero cómo hacerlo, pienso ahora, cómo nos lo habríamos podido exigir si, en los extenuantes y penosos ensayos, nos olíamos, o a sudor o a perfume, o simplemente a piel, ¡nos olíamos, por el amor de Dios!; nos oíamos estornudar, carraspear o toser, nos oíamos incluso los pies marcando los compases con pisadas impías; nos distraíamos con miradas, miradas que a los pocos días hablaban tácitamente de los lances y las complicidades establecidas entre nosotros. Y lo peor: los instrumentos, los admirados instrumentos que eran nuestra única identidad a compartir, como un nombre para cada cual, más verdadero que el del bautismo, aquellos instrumentos ya no se dejaban oír en notas de sonido depurado, en el más expedito aislamiento sensorial para disfrute del oído sensibilizado y pulcro; no: ahora, en burdas interpretaciones, los sentíamos, los de cada compañero, vibrar en la madera o el metal del nuestro, en nuestros cuerpos, y hasta en nuestros asientos. Nos debatíamos angustiosamente en esfuerzos voluntariosos que no hacían sino aumentar la confusión, hasta que cejábamos reconociéndonos extraviados y demolidos. Y fue así hasta que vino el director; ¡el director!, no habíamos pensado en él, pero sabíamos que aparecería a los pocos días para unirse a nosotros en la preparación de la pieza encomendada. ¿Qué podría hacer un director con nosotros? Deseábamos todos, desde lo más hondo, que al menos fuera aséptico, neutro, carente de peculiaridades: que no destacara por blando ni por severo, ni por pasional o por técnico, por arrogante ni por humilde. Que no fuera ni bajo ni alto, ni flaco ni obeso. Que no tuviera melena ni calva, ni verrugas, ni caspa… Sólo así, pensábamos, podría entenderse con nosotros, restituirnos algo de lo perdido, facilitarnos la senda por dónde reencontrar la antigua seguridad, la identidad perdida. Pero qué va, ¡qué va!, hasta en eso hemos tenido mala suerte. El director era melenudo, alto en exceso, con arranques de simpatía calurosa que otra orquesta le hubiera agradecido y también presto a rebotes iracundos que nos enconaban más en nuestra aflicción. Era un apasionado del compositor que intentábamos interpretar, y se había dedicado a él desde los años de aprendizaje; pretendía imponernos, a nosotros, la visión que tenía de la sonata ensayada. Por su parte (y en esto lo disculpamos) no disimulaba la estupefacción desencantada por el espectáculo amorfo y caótico que le ofrecíamos, nosotros, maestros consagrados mundialmente con los que tantas ilusiones se había hecho desde que le propusieron dirigirnos en esta pieza. Finalmente, fueron desoídas las desesperadas peticiones de que se nos equipara con material electrónico individual con el que controlar las ejecuciones, a nuestro modo, aunque actuáramos juntos y conjuntados por las indicaciones de la batuta; o la también descabellada propuesta de que se nos colocara alejados unos de otros, en diferentes puntos del graderío del enorme teatro al aire libre. No había ya luz al final de ningún túnel: todas las salidas habían quedado condenadas.

¿Y es ésta, ahora, la orquesta capaz de encarar la rendida expectación con que la recibirá una multitud de aficionados melómanos, este desangelado manojo de excelencia degradada que se debate en la duda justo cuando ya ve que son ocupadas las últimas localidades, vacías hasta hace un instante? Qué lástima me da, hermanos, verlos como a mí, dominados por el vértigo ante el final temido, fin de la pendiente que iniciamos cuando a un estúpido se le ocurrió esta actuación en directo como colofón de un festival de verano, con la promoción consiguiente, y ¡horror!, la grabación del momento, la perpetuación humillante de lo que puede poner fin a tantos años de prestigio indiscutible; se ve que pensó en todo en su ambición facilona este sátrapa, ¡este sátrapa envanecido, asesino de belleza; este diosecillo de la trivialidad novedosa cegado por el poder! Lo que no sabe, el alevoso, astro que brilla con luz robada, es que se labra su caída con la nuestra; bien, ha cortado por donde le parecía y ya en este momento se puede decir que ha troceado la gloria y el modo de vida de sus esclavos, porque ya nada volverá a ser como antes para ninguno de los que hoy nos exponemos, pero tan cierto es esto como que él caerá hecho un despojo de quirófano, un guiñapo de víscera sobrante reducido a su verdadera dimensión, al fin.

Nos quedaría tal vez nuestro amor por la Música, el dominio sobre la pieza seleccionada, por los años de práctica, para guiarnos entre tinieblas. Pero esta noche en que espero el final apoyado en el mástil de mi violín, me embargan, junto con las notas ya interiorizadas, la vanidad intuida del compositor, también sus pasiones, su cólera reconocida, los extravíos que le atribuyeron, su generosidad proverbial, su nombre, todo lo biográfico que habíamos conseguido abstraer hasta ahora de la admiración profunda y laboriosa consagrada a su música; de tal modo que ahora es selva tupida esta pieza ensayada, también. Así que me dirijo a los demás poco antes de salir, haciendo que concentren en mí los ojos que fijaban en las gradas. Compañeros, les digo, amigos: vamos a salir ahí como extraños especímenes recién capturados cuya evolución ha favorecido el desarrollo prodigioso de un solo sentido en detrimento de todos los demás; por más que hagamos, resignémonos ya, seremos vulnerables, indefensos y torpes. La prueba a que nos someteremos en unos momentos será, para nosotros especialmente, algo parecido a exponer a un compositor a la curiosidad pública en el momento del trance, sabiendo que lo que haga en esos mismos instantes, sin posibilidad de reconsideración o enmienda, será lo que permanezca para siempre de él, inalterable bajo la transparencia inclemente. Nos queda algo a favor, lo único: ya no merece la pena preocuparnos, no hay nada más en qué pensar; así que no estemos atentos a los demás ni al público, ni al resultado y sus consecuencias. Concéntrese cada cual en su instrumento y déjese llevar sin evaluar el momento, observemos los movimientos de la batuta y mecánicamente obedezcamos su guía. Sobra todo lo demás, incluso los sentimientos, múltiples y encontrados, con que nos ha abrumado esta aventura.

Y así veo a mis compañeros salir, uno detrás de otro, conservando al menos la entereza. ¡Cuánto los vuelvo a admirar en un momento, a mis queridos amigos, viéndolos colocarse a cada uno en su lugar! Yo también me he sentado y oigo los aplausos iniciales como de muy lejos, de un sueño, y así también, del mismo modo espectral, veo erigirse ante mí la figura del director. Me he aferrado al violín y procuro no pensar en lo que hago. Sigo adelante, como quien sigue la senda señalada en un plano sin saber dónde lo llevará, sin importarle si es erróneo o caduco el itinerario que contiene. No reparo en los ruidos ni en el silencio. Apenas fui consciente, al empezar, de voces lejanas más allá del escenario, de ruidos del tráfico en las inmediaciones que el silencio del público permitía captar. Luego dejé de oírlos, dejé de oír y de ver, en realidad, cualquier cosa. Y así me sorprende atónito, en un momento, el gesto del director, sonriente, animándome a levantarme, y con apremio insistente, ¿qué habrá podido pasar?; sólo le obedezco por imitación cuando veo que mis compañeros, indecisos, también se levantan de sus sillas según son señalados y alentados por el de la batuta. Al parecer, todo ha acabado. Hay un aplauso al que corresponde nuestro director, con saludos reverentes; es un aplauso que se prolonga y aumenta, quiere hacerse expresivo, una ovación atronadora para la que mis oídos no están acostumbrados, pero que me entibia los miembros y aligera mi circulación. Aparecen personas en el escenario. Lena y Matilde agradecen los ramos de flores que depositan en sus manos con una sonrisa alelada, recién salida del pánico. Nos interrogamos con miradas discretas, apenas de soslayo; los ojos de Matilde parecen recuperar el brillo afectuoso que le había conocido. Lena, la dulce Lena, se concentra en el ramo y lo huele, escondiendo la cara entre las flores. Los aplausos no han cedido y el escenario es ocupado aún por más personas. Una especie de comitiva agasaja al director. Hay flashes, voces, palabras de un lado y de otro que tal vez sean preguntas o felicitaciones. Nosotros permanecemos pasmados, arrimándonos unos a otros en tanto más nos rodean. Las ideas se agolpan y apenas llegan a ser inicios de preguntas en suspenso, antesalas del asombro: ¿qué efecto han podido hacer estos días de cercanía, roces y emociones sobre lo que ha ocurrido?; o por el contrario, ¿ha sido que a pesar de todo la vieja disciplina se ha impuesto sobre este caos de desesperanza? Veo a Marcel, a Klaus y a Arthur caminar con pasos lentos hacia donde nos conducen, casi arrancándonos del estado de parálisis expectante en el que nos hallamos, y animar tiernamente a Lena y a Matilde a emprender la marcha. Aun provistos físicamente de todos los sentidos, estamos como ciegos necesitados de guía, sumidos en una cápsula de estupor. Es comprensible: hemos vadeado una odiosa ciénaga a costa de anularnos. Yo, que vuelvo en mí por segundos y paulatinamente, me hago a la realidad inesperada que me rodea, sigo sin poder ver sino entre láminas de luz que se superponen y quiebran todo lo que miro; aunque la situación ya adquiere nitidez y consistencia real, aún no puedo ver al público que prolonga su estruendo entusiasta, no del todo, aún no puedo verlo porque estoy llorando.

domingo, 19 de septiembre de 2021

LA CITA




Acordamos salir un lunes nueve.

Quedo anclado a esta cita tan sumaria,

débil, difusa y bella luminaria

que avivaré estos días, llueva o nieve.


Esta espera, después que uno se atreve

a invitarte a una noche extraordinaria,

por la ciudad me arrastra como a un paria

presa del primer viento que me lleve:


me anticipo en los clubes y salones,

los karaokes y las discotecas;

¡todo puede ocurrir en esa noche,


todo o nada, entre bares y mesones!,

y en cada todo o nada tan a secas

Ana Belén nos canta su Derroche.


 


ÁLEX, EL MANIGUA




Porque volvió la cara hacia mí por única vez para burlarse y no sé porqué, la mierda de vieja, porque me enfiló manteniendo la provocación con el ojo de acá, porque nunca antes me había prestado atención y fue esa vez, precisamente cuando me quedé mirando el interior del cochecito que empujaba viendo que no había niño dentro sino un triste muñeco en lugar de una criatura, un muñeco envuelto en una frazada de papeles, cuando pensé qué triste, qué tragedia debe haber aquí, y pensé también en la cantidad de veces que nos habíamos cruzado sin que yo me diera cuenta de lo que llevaba en el coche aquella vieja cubierta de harapos, mirando al frente siempre, como embobada, y cuando voy y me apiado, cuando la tengo en cuenta impresionado por aquel muñeco pelón, un juguete ya tan sucio como las greñas de pelo gris que le caían a ella por la cara, va y se burla con una media sonrisa y me mantiene la vista subiendo una de las cejas, ¿tal vez por mi párpado caído? Fue sin pensar que, en vez de ir a por ella, le arrebaté el muñeco, ella se sobresaltó primero, lloriqueando, y le oí una voz joven y clara que no me esperé antes de que intentara cortarme el paso hacia el malecón, desde donde yo habría lanzado el muñeco al mar, hacia lo más hondo, donde vaca no brama ni hijo por su madre llama, para que la mirada aquella saliera de mí, de mi carne y de mis nervios. Me volví hacia el muro dejándola a ella atrás pero volvió a alcanzarme y se aferró a mis ropas, aunque ahora lloraba con un berrido de socorro, un grito rajado antes de quedarse sin voz cada vez. La lancé fuera de mí con un empujón y cayó sobre el terraplén donde nos habíamos cruzado; yo golpeé la cabeza del muñeco contra el muro y el muñeco lloró, esta vez fue el muñeco y no ella, un llanto grabado pero que se oyó verdadero, ya que entonces se acercó la gente creyendo tal vez que reventaba la cabeza de un recién nacido. Vi que se acercaron los del Bárbara Bar, donde yo había estado alguna vez, una de ellas escuchando a otro viejo, un pesado que me hablaba a mí, pero también a todos los demás, contándome una historia de matanzas en una aldea olvidada. Se acercaron también los jóvenes que descansan todas las noches reunidos sobre el muro, fumando sus porquerías, y cuando los vi que se aceleraban hacia mí, atendiendo a los berridos de la vieja, corrí por el terraplén camino hacia la barriada hasta alcanzar la pendiente, oyendo a mis espaldas a la mujer mugrienta insultándome con su voz de mugre destartalada, yo no la entendía como tampoco entendí del todo al viejo del bar, a ver de dónde sale tanto viejo desquiciado y por qué la tomarán conmigo. Corrí por los callejones empinados que atraviesan hasta la montaña el barrio de casas ilegales amenazadas de demolición, trepé por los muros agarrándome a las lascas de piedras adosadas y recorrí azoteas por donde no podían verme, me colé por pasajes sin luz tan estrechos que apenas habríamos cabido otra persona y yo si nos cruzábamos, sólo mi sombra y yo, uno junto al otro, San Marcial y San Marcelino van juntos por un camino. Camino arriba, al paso de mi carrera, veía de refilón, entre aquellas construcciones desnudas e incompletas, familias sentadas frente al televisor, dormitorios de niños de verdad cubiertos con mantas limpias, cocinas provistas de todo donde trasteaban mujeres y todo lo que mantiene el orden y la confianza, y finalmente vi, estoy casi seguro, en una de las últimas casas de las que ya van dando a la montaña, a dos mujeres frente a frente que parecían estar acariciándose hasta que a mi paso una se separó de la otra para acercarse a la ventana y correr la cortina. Yo pensé córtese el susto, no se corte con cuchillo ni martillador martillo, diciendo el ensalmo para ayudarme a correr siguiendo el compás y también para desendemoniarme, y cuando empezaba a reconstruir con detalle lo que apenas pude observar de golpe, el sudor ardiente me llegó a los ojos, me tropecé con una carretilla y caí como pude para no hacerme daño, y me imaginé a la vieja llegando hasta mí con una taza de hierbas para los miembros golpeados pero con ojos de mala intención.

Vi una casa que me pareció vacía, sin luz ni ruidos; salté a una ventana apoyándome primero con los codos, luego con los brazos, sentí que el cuello y la espalda se me contraían, me recorrió un dolor cortante por un costado pero me aguanté el grito, no oía nada atrás, ningún ruido de persecución, pero podía ser por el nerviosismo de la huida, así que me aguanté, contuve la queja como pude por los ángeles del cielo y las misas del misal y las tres palabras fuertes que dicen en el altar. Doblé el cuerpo y caí adentro, caí sobre el suelo en lo que parecía una alcoba sin amueblar del todo, caí de espaldas por el impulso que tomé dando una vuelta completa. Hice ruido con las palmas de las manos abiertas con las que contuve el peso de la cabeza y los hombros; también debí hacer ruido con el golpe de los talones al quedar tendido pero no se abrió ninguna puerta, tampoco sentí pasos de momento. En lo que respiraba con la boca abierta, ya por una vez con el cuerpo abandonado y entregado a lo que pudiera pasar, pensé de nuevo en aquellas dos mujeres sin camisa que se acariciaban por la cintura y los costados mirándose fijamente, y a punto estuve de reírme imaginando que me sorprendieran ahora caliente, pero se me borró la imagen porque apareció la vieja en mi cabeza como entrometiéndose en la escena de aquellas dos en sujetador; se me fue el agrado pecaminoso y me vino de nuevo la pena, no la ira que me dio ni el miedo que vino después sino esta pena sin sentido, si hubiera visto a un niño de verdad en aquel cochecito no me habría conmovido tanto pensando en la anciana que camina noche tras noche recorriendo el mismo tramo cercano al malecón, viniendo tal vez desde muy lejos o camino de algún lugar más lejano aún, en silencio y mirando sólo adelante, ni siquiera al muñeco que ya no va a pasear más porque es como si le hubiera matado un hijo, en eso no había pensado, si para ella era su niño, uno perdido tiempo atrás o el que esperó siempre sin poder tenerlo, yo soy un asesino igual que si le hubiera desmembrado a un bebé de carne y hueso. Sigo estando en esa habitación, oigo que suenan pasos pero estoy sin ganas de levantarme, tal vez la casa esté ocupada en una parte mientras la otra permanece en obras, tampoco sería de extrañar; he subido por callejas empedradas, pasadizos de tierra y capas de cemento en vez de asfalto, y he corrido entre casas de bloques desnudos que cubrían interiores con luz y calor de costumbre. Tal vez la gente de esta casa haya estado esperando para decidirse a buscar donde oyeron mi caída pasada la sorpresa, o tal vez la partida de jóvenes haya llegado hasta aquí y hayan dado aviso. No puedo ver más que unos muros blanquecinos, una espátula, una brocha y un bote que huele a pintura, un bulto que recuerda una cama y se me agolpan las imágenes, la cabeza del crío quebrándose, los dos llantos que sacaban de quicio, la gente que vi acercándose, yo convertido en alguien conocido por unos gritos tras de mí. Alguien dijo “Es Álex” pero no en eso había caído en la cuenta hasta ahora: alguien me reconoció. Pudo ser un parroquiano del bar, alguno de los pocos que supo mi nombre las veces que fui sin que estuviera el viejo de la primera vez, aunque se le siguiera viendo en una de las fotos que cubren las paredes donde están siempre en primer plano futbolistas de ligas locales que se retratan junto al dueño, en una de ellas el viejo largo y huesudo, el viejo de la voz profunda, cubriéndose la cara y empequeñecido. Yo pensaba que más tarde o más temprano yo estaría en una de aquellas fotos por simple ley de vida si seguía yendo al Bárbara Bar, que me codearía con todos a mi manera sin que me relacionaran ya con el viejo, sobre el que seguían preguntándome porque después de aquella historia sangrienta que contó ya no se le volvió a ver por allí, lo que sí está claro, y no me cabe la menor duda, es que alguien dijo Álex y que tal vez añadió mi nombrete, El Manigua, y en ese caso no podía ser otro que mi compadre, el que traía esta noche género robado, ya ni acordarme, el tipo roba por vicio y no por necesidad, ve alguna cosa y no puede contenerse aunque luego no le sirva ni le apetezca. Si no dejo de pensar oiré decir Álex sin que lo diga nadie, y estoy asustado. No sé cuanto tiempo ha pasado y ahora se me hace extraño lo ocurrido, y la huida desesperada cuando a lo mejor nadie corría detrás de mí. Ya no sé si de verdad vi a aquellas mujeres abrazándose por la cintura, o si ellas me vieron tal vez pasar como un rayo y mirar un instante sin poder distinguir por la sorpresa, sin querer molestar porque a mí qué me importa ¿no?, pero el infierno es esto, molestar donde no lo pretendo, sembrar el recelo cuando intento acercarme, que me ofenda la vieja cuando me compadezco y acabar yo maltratando lo que más me conmueve, que se dirija a mí un matusalén que no habla nunca con nadie para entretenerme con crímenes y locuras a la vista de todos; que aparezca yo durante unos abrazos que por otra parte tenían lugar con la ventana abierta y las luces encendidas, pero creo que ni eso serviría en mí descargo porque tal vez no baste hacer las cosas sin mala voluntad, que venga todo a mí sin buscarlo, cuando se tienen estas espaldas cargadas de mono, y este cuello, y esta calva y este párpado caído. Oigo ruidos muy cerca, y murmullos, pero ya de quién; a esta hora se sabrá de sobra que aquello era un muñeco aunque era un niño, hará tiempo que la anciana habrá sido atendida, que las dos mujeres se hayan desvestido totalmente y descansen desnudas si una de ellas no se ha marchado hasta una próxima vez en que correrán por lo menos la cortina, que se hayan apagado los televisores menos en algún recibidor donde dura una reunión hasta altas horas. ¿Quién anda por ahí, cada vez más cerca?, alguien que no puede pegar ojo; las puertas de aquel bar se habrán cerrado y la chica que atiende habrá acabado el paseo con el baboso que la ronda. Mi compadre no puede ser porque ya me habría hablado en voz alta, y a esta hora habrá despachado al hombre que roba por gusto temiendo perderlo para siempre al no poderse cerrar esta noche ningún trato, al viejo extraño se lo ha llevado hace tiempo el viento tirando de sus ropas y no puede haber llegado hasta aquí para contarme historias de muerte, qué tiene que hacer nadie aquí si hasta el Demonio, que sabe me llamo Álex, me ha dejado de su mano porque, a ver, si el recelo que causo en todos se ha convertido para mí en una manera de estar, incluso una seguridad como si me temieran, como si vieran en mí la marca de su pezuña, dónde está el pacto firmado para garantizarme los honores del mundo, los placeres y las riquezas, dónde la flor de las vírgenes y la castidad de las monjas o la constante embriaguez. Ya podrían decirme quiénes son los que me están agarrando, yo ya me he presentado, me llamo Álex como habrán oído, así que suéltenme tanto si son adoradores de Baal o demonios o ángeles, no tienen derecho a esto, sólo les veo el brillo de los pares de ojos que me rodean como vi el brillo de la maldad en la anciana mientras me mantenía una sonrisa que parecía ser disimulada pero sólo para ofender más, o el de los ojos cubiertos de cejas tupidas en el viejo que en el bar nos advertía de que el mal está en todos pero en algunos más, y pueden estar seguros que era el mismo hombre arrogante, entrado en años, con barba gris que seduce a las herejes. Son señales de que lloverá fuego y las trompetas darán entrada al grito que iniciará la gran demolición: déjenme de una vez o díganme quiénes son, yo les he dicho que me llamo Álex, me llamo Álex y conozco al Diablo.

 

sábado, 29 de mayo de 2021

ASEDIO


No pretendió ni fama ni reconocimiento público por haber enviado a los medios las imágenes de las ratas correteando de noche por su gran zona comercial. Recibió los agradecimientos, eso sí, del periódico que publicó la noticia online y en papel, y el moderado asombro de su familia. La imágenes desvelaban la cantidad de ratas de gran tamaño que se apoderaban por las noches de aquel tramo comercial, en grandes grupos y cruzándose a lo loco. Eso y y las notas de redacción que acompañaban las imágenes podrían poner en evidencia a las autoridades y apremiar quien correspondiera para que actuara enseguida. Con eso se daba por satisfecho.

Lo que no esperaba eran criticas, malas actitudes, groserías y rechazo, en fin, cosas como culparlo incluso de la mala fama que podían dar a la zona aquellas imágenes repetidas en los informativos. Y además, ¿cómo podían saber que había sido él, si no había habido colaboración firmada? Pues sí, lo paraban en la calle sujetos que no conocía, o con los que se habría podido cruzar casualmente. Le preguntaban que a santo de qué hacer eso que hizo y perjudicar al barrio. Y más insultos, y más amagos de agredirle acercándose a él. Cuando lo tiraron al suelo de dos puñetazos decidió encerrarse un tiempo en su casa, de alta, muy alta planta. Desde ahí podría usar el teléfono y el portátil para enviar denuncias con detalles y un dibujo robot del agresor al que oyó que llamaban Ayoze, pero pronto tuvo que añadir a esas denuncias que se estaba congregando una pequeña multitud en la acera frente a su edificio mirando tanto a sus ventanas como a su portal, que apenas se veía desde arriba, pero sí se veía que allá abajo había otra multitud: corrían ratas dispuestas a entrar, tal vez ya habían entrado. Aquellos animales tenían muchos edificios para recorrer de abajo arriba, con muchas plantas de muchas puertas pero empezaba a oír el ruido seco de sus patas, todas sus patas, que habían llegado hasta la suya. Las oía golpear y arañar las puertas cada vez mas cerca y un olor desagradable se intensificaba afuera. Gritó a su gente en casa que llamaran a las fuerzas policiales, a los  bomberos y al servicio de desratización municipal, que amontonaran lo que pudiera servir como arma, que alguien preparara unas ollas con agua hirviendo. ¿Cómo pudieron dirigirlas a su casa?, pensó: era materialmente imposible implantarles chips a tantas ratas, o lanzar a su casa tan alta cualquier sustancia que los atrajera o un aparato de ultrasonido que… Y la puerta era gruesa y metálica, pero con tanta rata enorme royendo... 

domingo, 28 de marzo de 2021

AQUEL TEATRO (CASI) MÍO. LIBRETOS, DUDAS Y ESCENARIOS


Para Ainoha Quevedo

No hace mucho tiempo, lo crean o no, el teatro se leía; era un género literario tan aceptado como la novela por el público lector, que asimismo lo disfrutaba en representaciones teatrales frecuentes y en espacios dramáticos de televisión como Estudio 1. También contribuían a sedimentar aquella afición general unas olvidadas colecciones baratas de libretos teatrales que facilitaban la memorización, el subrayado y la consulta rápida de los textos teatrales pero siempre después del goce y el asombro que ofrecían en las obras de cualquier tiempo y lugar. Aquellos libretos humildes facilitaban montar cuadrillas de aficionados que más adelante necesitarían encontrar local, escenario, muebles, vestuario y, sobre todo actores de ocasión para completar el reparto, actores que, por amistad o compañerismo, se dejarían instruir en los ensayos hasta alcanzar los gestos y la entonación convincentes. Todo de un modo parecido a lo que ocurre en la película Shakespeare enamorado, donde al final las cosas salen bien a pesar de los mimbres iniciales y los contratiempos que se van presentando, pues montar una obra fugaz a cargo de aficionados y novatos es adentrarse en los lindes de la magia.

El escenario impone; sobre sus tablas o baldosas no solo juega en contra la inexperiencia, también la vergüenza hace de las suyas: se habla o se lee con la cabeza gacha, la actriz que pretende hacer caricias más bien da empujones, el chico que ha declamado un fogoso fragmento se da la vuelta y se desentiende de la escena como si ya no estuviera ahí o como si no fuera parte del drama sino un taburete; los más resueltos y de natural intenso por guapos, simpáticos o líderes puede que se encojan sobre sí o se queden rígidos como si se hubieran tragado un palo. Se dan deserciones o accidentes en medio del camino y puede que hasta presiones haya para que cuanto antes se deje libre el local que se consiguió prestado.

Pero vayamos por partes antes de disolver la compañía con su atrezzo, sus apuntadores, sus decoradores mañosos o espontáneos, su director sufrido y sus actores. Se empieza a menudo con sesiones de teatro leído que ayudan a entender y fingir sin que a nadie le agarrote el miedo; las fastidiosas correcciones del director cada vez van siendo menos necesarias; los textos aprendidos de memoria facilitan el dominio sobre el personaje y procuran la deseada naturalidad; se puede revelar una actriz genial en una chica que no sabía que lo era y finalmente se crea un vínculo capaz de trasladar al grupo artístico con su utillaje de un local a uno nuevo, si fuera preciso, aprovechando lo que se ha aprendido y trabajado en el anterior. El día mágico y emotivo del ensayo general se sorprende a sí mismo cada quien construyendo, y viendo construir, un conjunto armónico y con sentido a lo que fue fragmentario, azaroso, caótico y desalentador; es como para buscar lugar y momento donde desahogar la emoción. El día del estreno, por supuesto, tiene la fuerza de una celebración pública donde a veces se logra embargar al respetable en el interés del drama representado con más o menos risas, con más o menos desgarro, pero en cualquier caso ese día es deudor de ese trabajo anterior en que se ha tenido el valor y el gozo de dar vida a la misma pieza imaginaria que se leyó.

Desde mi escaso y lejano conocimiento de las tablas, desde mi lectura ya infrecuente de las obras, me pregunto si un teatro que no descanse en el conocimiento lector, en el reconocimiento del teatro como creación, con sus claves de época y tendencias, no será un teatro al mínimo a la hora de buscar, conocer y escoger creaciones para el acontecimiento teatral, y lo mismo a la hora de a apreciarlo y disfrutarlo frente a la escena. Vale que empezó siendo escuela colectiva y entretenimiento para el pueblo analfabeto, pero también fueron enseñanza en imágenes las pinturas de Altamira, los frescos de la antigüedad o las vidrieras medievales, y ahora tienen otra función, otro valor.


jueves, 25 de febrero de 2021

AQUEL TEATRO (CASI) MÍO. EL COMIENZO.

 


Tendría tres o cuatro años. Mi madre me hizo acompañarla a una función en el Teatro Pérez Galdós. Ocupamos nuestras butacas y pasamos el rato como otras veces admirando el decorado del pintor Néstor de La Torre; ella, más impaciente que yo por que empezara la representación de La venganza de Don Mendo, ya que conocía la comedia y la adoraba. Minutos más tarde un actor declamaba sobre las tablas del escenario: "¡Yo soy el Coonde de Caabra!", o algo así.

Beeheeheee!- atronó a su vez desde el público una voz infantil.

Era yo. Era yo, palabra. Llevaba tiempo intentando imitar a Mimosa, una baifita que criábamos en la azotea junto al gallinero, en aquella casa terrera del barrio de San Juan. Las carcajadas del público, repentinas, se dilataban sorprendidas y alegres. Mi madre, afrentada, apoyaba la cabeza sobre una mano y con la otra me propinaba una impotente -y moderada- sucesión de pellizcones que reanudaría después, a la salida del teatro. En la oscuridad, algún tipo de misteriosa intuición orientaba al público de butacas, de los palcos y no sé qué más hacia mi pobre persona. Yo entreveía los dientes en las sonrisas complacidas, los ojos que en la oscuridad intentaban situarme y algunos dedos que ya nos señalaban. Lo más alarmante era que los actores de aquella compañía nacional, contagiados por una risa inesperada y floja, también intentaban contenerse en vano; cegados por las candilejas, miraban hacia donde les parecía haber oído un balido que por un momento les había hecho la competencia, comedia dentro de comedia. Y a la salida del teatro se nos acercaban sobre todo señoras del patio de butacas, enternecidas y poseídas por la guasa: "¿Es éste el niño? Ay, ay, ay, ay..." Mi madre, venciendo el oprobio, asentía con la cabeza,"síseñora", y me obsequiaba con los últimos, ya casi simbólicos, pellizcones. Pobre mamá.

Que nadie se llame a engaño porque yo no pretendo engañar: aquella no fue la revelación de una vocación artística prematura en un mocoso sorprendido, más que sorprendente. Recuerdo que la noche se me echaba encima y me abrumaba; los mayores, agigantados por mi poca edad, parecían aumentar aún delante de mí como las paredes, las columnas y las puertas del teatro capitalino. Aunque, bien mirado, todo aquello sí que pudo ser un surtidor de aprendizaje inadvertido, que me inclinaría inconscientemente a futuras experiencias teatrales. Como imitador de Mimosa, había sido capaz, al fin, de una ejecución impecable y verosímil merced tal vez a la magia de la fantasía que se representaba sobre el escenario; había visto a los actores, desde su azarosa carne mortal, recomponerse y ser de nuevo seres imaginarios e inmortales. Había presentido que el público, como un monstruo en la oscuridad, era muy capaz de encumbrar, o no, aquella imitación fortuita que se incorporó una noche a la fantasía de don Pedro Muñoz Seca. Y hasta mi madre, pobre mamá, al día siguiente celebraba, ufana y risueña, la proeza inesperada de su pellizcado niño y no paraba de referirlo a mi padre, a mis abuelos, a los vecinos y a quien cogiera por delante. Están locos estos adultos, diría Obélix, el infantil Obélix.





sábado, 20 de febrero de 2021

ADIÓS, LUISA (ZAFFERANO). LLÉVATE UN BESO MÍO, SI NO PESA.

"¡Menos mal que ha dejado de llover un poco...!  Ha caído tanta agua en las últimas semanas... Y lo extraño es que esta isla sigue a flote. ¡Y las demás también! Espectacular... Con razón las llaman Afortunadas... Aunque estoy segura de que si nos pusiéramos a saltar todos juntos terminarían hundiéndose. Porque entre el agua que chupan del mar y la que cae del cielo tienen que tener sobrepeso. Sólo espero que a nadie se le ocurra dar la orden... Yo, por si acaso, vivo en alto. Por si se hunden los bordes... De todas formas no les viene mal pesar un poco. Para que no se las lleve la corriente... "
                                       ZAFFERANO



Creo, bueno, más bien estoy casi seguro, que a Julio Cortázar le habría gustado conocerla y la habría considerado un cronopio, (¿o vale decir cronopia?), porque ella era ingenua, sensible y poco convencional. Él le habría preguntado tal vez, interesado en jugar, por qué su seudónimo era Zafferano (azafrán) y en cambio su Blog, su célebre Blog, se llamaba o llama NO TODO EL MONTE ES ORÉGANO, a qué esa lucha entre las dos especias de cocina. Ella tal vez no lo hubiera sabido pero le habría encantado la pregunta y se habría montado rápidamente una explicación desconcertante pero a su manera lógica, para pasmar. Siempre pasmaba.
No todo el monte... ha llegado a amontonar cientos de seguidores fieles que esperaban siempre una nueva entrega como una dosis de felicidad condimentada con ingenio, no sólo en los textos de las entradas sino en los diálogos que Luisa (Zafferano) mantenía con cada uno de ellos.
Era una surrealista sin saberlo, o una dama del absurdo sin pretensiones, que es la manera más eficaz e infantil de serlo, y yo uno de quienes tuvieron la suerte de conocerla en persona, a Luisa Catizone Estévez; era, tal como la conocí, dulce, hospitalaria, atenta, y uno no adivinaba que detrás de la sonrisa callada que mantenía mientras hablaban los demás, se gestaba un  movimiento sísmico de sensibilidad y velado sarcasmo (que a ver cómo se conjuga eso, pero lo lograba).
Gracias por todo y hasta siempre, Luisa. 

lunes, 15 de febrero de 2021

Casi añoro las (no tan) viejas postales


Lo de casi es porque no han desaparecido; siguen viajando de un lugar a otro, a veces con diseños audaces e innovadores, aunque cada vez más ceñidas a los temas de las efemérides: cumpleaños, aniversarios, navidades...

Reconozco que ya apenas las uso ni las recibo, aunque no me cuesta imaginarlas siempre con chispa colorista, como tuvieron desde los tiempos en blanco y negro, con detalles candorosamente coloreados -cuando no bordados- sobre la cartulina, o directamente pintadas de la cabeza a los pies. Más tarde, con mejor técnica, han viajado en vivísimas reproducciones fotográficas en color, alegradas con una impecable nitidez y una envidiable (y profesional) definición de imagen, mostrando la belleza de paisajes inefables, o la animación de escenas urbanas, o las obras artísticas de cualquier lugar.

Viajeras o no, siempre eran alegres por su estética y sus palabras, porque se agotaban casi en el saludo y en oportunas indicaciones de ubicación, y porque para la brevedad con amargura ya existían el telegrama, o la esquela, o la multa, o la citación judicial. Había además en las postales un modo desenfadado de renegar de aquella brevedad, desbordando el espacio destinado a la escritura con o sin renglones impresos, aprovechando todo el espacio posible de la cartulina para contar lo que fuera o mandar recuerdos. Era una manera ahorrativa y lúdica de (casi) convertirlas en cartas.

viernes, 12 de febrero de 2021

CASI AÑORO LAS VIEJAS CARTAS (Y SIN CASI)


  Podían llegar con lágrimas, con cabellos, con fotos, con recortes de periódico y quién sabe qué más; eran los ficheros adjuntos que acompañaban los papeles dentro del sobre. Incluso podían venir perfumadas (y ya a eso no le encuentro equivalente informático). La carta era corporal, escrita sobre materia orgánica nacida en los bosques; sus signos caligráficos eran las huellas del movimiento irrepetible de una mano real; tenían un solo autor personal y un solo destinatario inequívoco; eran únicas en el envío y la llegada, insustituibles si se extraviaban.
  Sus formalismos de saludo y adiós -sobre todo en la gente modesta- no eran simple uso convencional sino auténticas expresiones de consideración o afecto con que se intentaba mantener el decoro -incluso en la familiaridad- al principio y al final de páginas esmeradas, ricas en descripciones, hechos y razonamientos minuciosos, en los que se perseguía al máximo la expresión sencilla y apropiada- que no es poca cosa- en ocasiones con verdadero logro poético o ingenioso. Así lo atestiguan incluso cartas de internos almacenadas en algún viejo manicomio, o cartas escritas desde o hacia el frente de guerra en días de apuro y ansiedad.
  Ahora, con los nuevos medios a alcance, no se distingue el original de la copia: todo es repetible o editable, y casi nada es único ni exclusivo en este mundo en serie, intangible y virtual. Pero aunque es fácil pensar que todo se deba a la tecnología incesante, reparo mismamente en las posibilidades casi siempre desaprovechadas de una herramienta preciosa como el correo electrónico -incluso cuando se usaba-, con todas las posibilidades tipográficas y de composición de un procesador de textos y pienso qué habrá podido cambiar en nuestros hábitos y actitudes de comunicación personal para que una herramienta así no haya sido la continuación de aquella atenta, prolija y bella correspondencia.

lunes, 8 de febrero de 2021

(CASI) ODIO EL CHAT


Lo confieso: uso mucho el chat aunque en diferido, esto es, escribiendo relajadamente un pie de foto o de vídeo, o enviando un saludo, un recuerdo o una broma bientencionada para dejar que el destinatario lo responda a placer si le parece, en el momento que pueda; eso es algo que está muy bien: es confortable y práctico. Pero entrar a discutir o dar explicaciones en directo chateando, lo advierto, puede acarrear algo más que un malentendido y, cuando menos, la frustración de haber complicado aún más algún enredo que al principio se pretendía desenredar, enzarzándose en equívocos estériles. 

Para empezar, no se ve ni se oye en estos casos al interlocutor (tal vez cabría decir el contendiente); se priva uno de los gestos y de todas las variaciones corporales que ayudarían a iluminar el sentido de lo que se está leyendo y así calibrar la actitud de la otra parte. Tampoco se oye la voz furiosa, conciliadora o bromista de esa persona a la que hay que interpretar sobre la marcha. No se dispone de tiempo relajado para afinar las palabras con esas afirmaciones rápidas, cortas y cortantes, que pueden acabar construyéndose precipitadamente, con un acerado cinismo involuntario, o con la dureza descarnada que tal vez no se hubiera pretendido jamás. Tampoco hay mucha oportunidad para aclaraciones o repreguntas, como se dice ahora en los debates políticos. Y tampoco tiene todo el mundo la misma velocidad al teclear: algunos, generalmente los más jóvenes, pueden abrumar con su inmediatez de réplica; sin embargo a los más torpes y lentos muy a menudo se les enredan, en su desventaja, tanto los dedos como las ideas y entonces, quien los conozca, recordará tal vez unos tristes versos de Pablo Milanés: Cuando camino junto a ti llevo una prisa/ que mueve a risa y mueve a trágico dolor... Sí, ya sé, el corrector automático es en principio una ayuda: nos hace correr haciendo que escribamos palabras enteras con una sola pulsación, pero cuanto más se depende de él, por torpes, más peligro hay de que nos cuelen por su cuenta palabras muy desacertadas y no las veamos a tiempo, que las enviemos sin cambiarlas y que empeoremos así lo que ya era un duelo a primera sangre acabando en duelo a muerte, aunque verbal y a distancia. 

Se me dirá también, lerdo de mí, que para esto existen los dibujitos llamados emoticonos, para mostrar precisamente el ánimo y la intención que no desvelan las palabras, pero de esos dibujitos se prescinde cuando el asunto se caldea y se desea acabar de un modo claro y terminante; además, se les suele emplear para subrayar la intención de lo escrito y no para matizarlo, y son también un adorno para alegrar el envío... cuando éste ya es alegre. 

En fin, temo que los robots, cuando sean aún mucho más sofisticados y humanos, nos encuentren a nosotros maquinales y robotizados, por gusto, queriendo competir con ellos en su terreno, y nos puedan meter los goles por la escuadra, cuantas veces quieran.