1
Don
Gedeón despertó sin poder recordar cómo era, de qué trataba,
aquel sueño que acababa de dejarle en el cuerpo un impreciso mal
presagio. Comprobó que la luz del día era ya plena a pesar de las
cortinas que aún permitían dormir a la mujer tendida a su lado.
Desde que apartó las sábanas para incorporarse se sintió
confusamente extraño y, al mismo tiempo, se le recrudeció el
regusto del mal sueño que había empezado a disiparse. Se esforzaba
de nuevo en retener al menos una pista de la pesadilla, algo que lo
ayudara a tirar de la aquella historia. Le parecía que iba
conseguirlo de un momento a otro pero apenas empezaba a adentrarse en
la madeja de un argumento o entrever el esbozo de un escenario,
enseguida se disolvían todos los intentos de reconstruir al menos
una frase, una fisonomía, un lugar. Tan sólo recuperaba de aquel
sueño brochazos sin forma de un amarillo chillón y un rojo de
sangre seca sobre bultos indescifrables.
Sentado
al borde de la cama, respiró hondo y se desperezó. Notó cierta
torpeza en sus movimientos y un tacto desacostumbrado en los dedos
cuando se masajeó el pelo para relajarse. Lo atribuyó a su
despertar agitado y se levantó de la cama. Se puso en pie con la
impresión de que su cabeza inesperadamente iba rumbo al techo, hasta
el punto de que se agachó para evitar darse un golpe en la
coronilla. Pasado el susto, se vio de pie al lado de la cama con su
estatura de siempre; no se lo explicaba. Atónito por unos segundos,
se encogió finalmente de hombros y alargó el brazo para abrir la
puerta del dormitorio. De inmediato vio cómo su brazo se extendía
más allá de donde él había pretendido, y al contraerlo de
inmediato también le pareció que lo hacía con una rapidez mayor
que la que él había aplicado al movimiento. Se le vino a la cabeza,
casi caprichosamente, la historia de un tipo que despertó con un
cuerpo diferente al suyo, una chifladura del cine o de los libros, no
podía recordar del todo, algo muy angustioso. Le habría gustado que
su compañera hubiera estado despierta para pedirle que lo observara
y le dijera si le notaba algo extraño, algo que él no notara, pero
tuvo en cuenta en seguida los turnos de noche de la mujer en la
centralita de un hotel, las horas que le imponían sin respeto a
contrato, y renunció a despertarla. Comprobó que su cuerpo se
ajustaba como siempre a las dimensiones del pijama, sin que su
persona lo desbordara, sin que se reventaran las costuras y sin que
brazos ni piernas sobresalieran de la prenda. Era otro dato
importante. Pero aun así, la impresión de que algo en él excedía
sus dimensiones, o tal vez sus impulsos o su coordinación corporal,
se afianzaba más por momentos. Hay que ver, pensó, lo que hace la
cabeza de uno, cualquiera diría que sigo dormido y soñando.
Abrió
la puerta para salir del dormitorio notando una leve inseguridad en
sus cortos pasos. Lo alarmó de repente el aleteo frenético con que
lo recibió el pájaro canario que se agitaba dentro de su jaula; el
animal intentaba volar como si quisiera escaparse dándose golpes
contra los barrotes de su pequeña prisión. Nunca había hecho
aquello. Gedeón temió que aquella reacción se debiera a su
presencia y caminó hacia una silla alejada de la jaula. Sentado, vio
cómo el canario desistía al fin de sus intentos de huida y cómo se
mantenía, vuelto hacia él, sobre un columpio de la jaula, con las
alas extendidas en señal de desafío. El pecho del pájaro bombeaba
como si fuera a estallar en cualquier momento. Gedeón se levantó
con cuidado y caminó hacia el baño rozando las pared opuesta a la
de la jaula, le preocupaba aquella respiración tan agitada y deseaba
que el pájaro recobrara la calma. Se le vino de nuevo a la cabeza el
tipo aquel que despertó con un cuerpo distinto al suyo, le pareció
recordar que una vez fuera de su habitación el personaje aquel,
cariñoso e inofensivo, infundía pánico y rechazo en sus seres
queridos. Era un libro, ahora estaba seguro, algo alejado de sus
gustos que seguramente le animaron a leer hacía mucho tiempo.
La
ducha caliente, habitualmente muy rápida, se prolongó como en
ninguna otra ninguna mañana. Gedeón no acertaba a mantener el
equilibrio acostumbrado remojándose, enjabonándose, secándose.
Parecía que sus miembros actuaran por su cuenta y le complicaban la
tarea de ducharse cuando, además, evitaba resbalar sobre el plato de
la ducha. La detención en la sala por el incidente con el pájaro y
la tardanza en acabar de ducharse le retrasaron sobre el tiempo
previsto para salir de casa puntualmente, camino al trabajo. Decidió
renunciar a afeitarse, así que salió del baño sin poder verse bien
sobre el espejo empañado por el vapor del agua caliente. Aún no
había podido observarse para buscar algo, alguna muestra aunque
fuera muy vaga, de un cambio, una rareza en él. Recorrió la sala
intentando no acercarse a la jaula. El canario había relajado su
respiración y su pequeño cuerpo no bombeaba de aquella manera
alarmante. En la habitación, intentó compensar con apresuramiento
su torpeza al vestirse. Lo hacía casi sin apartar la vista de la
mujer dormida que tanto atraía su mirada, la que por los turnos de
noche no lo acompañaba ya a los locales de baile donde habían
solido acudir.
2
Salió
de la casa con el calor de un café reciente en el estómago, sin
tomar nada más. Por no saber lo que en verdad le ocurría, renunció
a usar su coche aquella mañana. Aún así se acercó al vehículo
para mirarse en el espejo retrovisor, donde se vio pequeño y alejado
por el efecto de distorsión de la superficie convexa. El taxista que
lo llevó no pareció apreciar nada en el pasajero, y eso que Gedeón
estuvo atento por el rabillo del ojo a cualquier posible gesto de
asombro o de alarma por disimulado que fuera. Finalmente, aprovechó
que lo llevaban de un lado a otro de la ciudad sin que tuviera que
hacer nada sino dejarse trasladar y se relajó recostado en su
asiento. Quiso observar los detalles laterales de la carretera en las
que no solía detener la vista y recrearse en las nubes, los
edificios o las bocacalles que el taxi iba dejando atrás. Volvió
aquella impresión agorera del mal sueño pero esta vez no le prestó
la mínima atención. Le asaltó el recuerdo de los últimos momentos
en su casa, antes de salir a la calle, y recobró en su memoria un
cabello largo y ensortijado cubriendo casi del todo la mejilla de la
mujer dormida en su cama; de haber tenido él más tiempo y ella
menos cansancio, la habría despertado entre juegos, haciéndole
cosquillas en la nariz con las puntas de sus cabellos como ella solía
hacerle, así hasta que estornudara, y hubiera preparado el desayuno
para los dos. Todavía era temprano para telefonear pero se propuso
llamarla a media mañana para preguntarle, entre otras cosas, por el
estado del pájaro canario. Empezó a sentir un sueño tardío cuando
la luz cruda que lo despertó se empezaba a nublar y la brisa
adquiría una agradable frescura que le recorría los miembros a
través de la ventanilla del coche. Las nubes, de un tramo a otro del
recorrido, pasaban del añil al rosa o a un amarillo manzanilla. El
mal presagio del sueño se confundió al fin con las extraña
impresiones que había tenido sobre su cuerpo y con la reacción del
pájaro en su jaula. Unas repentinas gotas le hicieron incorporarse
en el asiento, reanudar el estado de vigilia, cerrar la ventanilla y
secar los cristales de sus gafas; se las colocó imaginando la
reacción del pájaro en la jaula multiplicada por la multitud de
personas con las que tendría que vérselas en su día a día y en
las repercusiones de esa temida excitación masiva. Cuando llegó a
su destino, el taxista tampoco dio esa vez señales de curiosidad o
asombro en el rápido vistazo que le dedicó para despedirlo pero
desde el taxi Gedeón vio que en el pavimento, en aquella calle
aledaña al colegio a donde llegaban los coches, se había formado un
gran charco debido a la lluvia o bien a los manguerazos del servicio
municipal de limpieza, al fin cristalino donde intentaría escrutar
su aspecto de arriba a abajo y despejar esas dudas sobre su cuerpo
que no había resuelto hasta ahora ni con los espejos ni con el
taxista, primer y único ser humano despierto con quien había tomado
contacto aquel día.
3
A
la izquierda de don Gedeón y frente al charco en plena crecida por
la lluvia, dos alumnas del centro educativo observaban la superficie
del agua intentando descubrir qué era lo que buscaba ahí el
profesor. A su derecha, un grupo heterogéneo de estudiantes lo
miraban con curiosidad esperando que respondiera a la pregunta que
uno de ellos le hacía: “¿Qué está mirando en el charco, profe,
se le ha caído algo?” Gedeón no respondía, imantado por la
superficie del charco donde las gotas que seguían cayendo generaban
ondas concéntricas sucesivas y donde un ligero viento erizaba la
superficie y le impedía obtener una visión nítida y estable de sus
propias trazas. También estaba ajeno a que, a su espalda, el alumno
de 6ºC Arnold Tanausú hacía amagos burlones de empujarlo hacia el
agua estancada. “¿Qué le pasa hoy, don Gedeón?”, oyó que le
preguntaba una voz conocida, “¿está montando una clase para estos
niños sobre el ecosistema de la charca, bajo la lluvia?”. Era doña
Basilia, que le hablaba sin detenerse y con la cabeza gacha para
proteger su cara de la lluvia, sin fijarse detenidamente en Gedeón y
más bien mirando al soslayo a los niños que lo rodeaban: “¡Andando
a ponerse a cubierto!”, les conminó, “que van a coger una
pulmonía y después vienen los papás reclamando!” Gedeón
abandonó resignado el intento de verse o de que lo miraran con la
debida atención y se encaminó al interior del colegio buscando
cobijo. ¡La sala de profesores!, pensó. Aunque llegaba muy ajustado
de tiempo, todavía podría, si se apresuraba, encontrar ahí a casi
todo el personal. Y alguien, se dijo, alguien al menos podría
revelarle alguna cosa o dar muestras de asombro si se le alargaban
los miembros o se le descontrolaban los movimientos como a un potro
acabado de nacer. Entró en la sala con pasos cortos y precavidos,
mirando a un lado y a otro a la espera del primer aspaviento, de la
primera pregunta pasmada o, directamente, de la desbandada gritona
que provocaría el pavor contagiado. Encontró a cada quien como
solía, previsible, ritual, ocupando el mismo asiento fijo que
parecía pertenecerle en propiedad y concentrado encarnizadamente en
el rol que repetía a diario sin variación alguna: quien era
gracioso hacía su gracia al coro fiel que se las coreaba siempre,
quien intrigaba por costumbre bajaba la voz para hablar a su círculo
de confianza invariable, y quien simplemente conversaba lo hacía
ocupando el mismo lugar de cada día, junto a las mismas personas.
Era algo que Gedeón sabía que sucedía en algunos colegios y en
otros no: que en los momentos de espera o descanso resultara todo el
mundo más inflexible y rutinario que en una reunión reglamentada.
Esto es kafkiano, se dijo, y de inmediato cayó en la cuenta de que
había solido usar de vez en cuando esa expresión sin haber pensado
nunca que kafkiano venía de Kafka, sin haber recordado que era ese
Kafka (Franz Kafka, ahora hacía memoria) quien había escrito
aquella historia del tipo que amaneció con un cuerpo monstruoso. La
leyó hacía muchos años por curiosidad, animado por lo que oía
decir a sus conocidos de las obras de aquel autor. Rememoró sin
pretenderlo la tristeza y la debilidad progresiva que llevaron a
aquel monstruo a la muerte y la triste serenidad con que la familia
finalmente, a consecuencia de su fallecimiento, planeaba la economía
doméstica para un futuro sin él. Se entristeció, temió por sí
mismo y cayó de nuevo en la desazón con que la enigmática
pesadilla de la noche anterior lo sorprendía en algún que otro
momento. Recorrió la sala y pasó entre los profesores como si él
fuera invisible y ellos casi figuras de cera, sin producir ninguna
reacción entre quienes seguían centrados en su respectivo
pasatiempo.
4
Esperaba
a los alumnos de su primera clase en la sala de Informática pensando
en que se avecinaba el gran momento, ineludible, en que sus posibles
mutaciones se hicieran manifiestas a los niños: ya no podrían pasar
desapercibidas en una sesión entera con un grupo; los que le habían
rodeado junto al charco lo vieron todo el rato quieto y con la cara
dirigida a la superficie del agua. Se preparaba para una escandalera
monumental que recorrería todo el centro y se contagiaría de un
aula a otra. Pensaba en la llegada de los bomberos, o del Samur, o de
la Policía. Y en los interrogatorios, los tests, las exploraciones
médicas, la prensa, las redes... Celebridad internacional, pensaba.
Celebridades él y Kafka, a quien sacarían a colación
relacionándolo con él y a quien dedicarían reediciones de su obra
más famosa. De momento, sin embargo, actuaría según lo
planificado: recordaría a los alumnos las instrucciones para acceder
a los ejercicios aritméticos virtuales que tanto les entretenían, y
después supervisaría el trabajo de cada uno mirando una pantalla
tras otra. Oyeron las instrucciones de don Gedeón mirando a los
ordenadores y no a él, deseando encender los aparatos e iniciar
cuanto antes sus primeras búsquedas. Tampoco ellos lo veían, no con
la mirada atenta.
Tal
como Gedeón esperaba, el orden inicial de la clase saltó hecho
trizas de inmediato: muchos de los aparatos estaban cochambrosos y
averiados y media clase le solicitaba ayuda al mismo tiempo. Hubo que
hacer parejas, como otras veces, para aprovechar los que funcionaban.
A eso había que añadir la necesidad impaciente de auxilio a quienes
no recordaban las claves ni la ruta a la página web. Tuvo la
impresión de que sus brazos iban a transformarse para llegar al
mismo tiempo a cada sitio donde lo reclamaban e hizo un esfuerzo,
innecesario o no, por contenerlos en sus normales dimensiones.
Cuando
estuvieron todos atendidos y orientados, se sentó para relajarse y
verlos trabajar desde atrás. Había vuelto la calma, o eso parecía.
No se había fijado hasta entonces en Arnold Tanausú, que
probablemente llevara desde el principio de la sesión con un
sombrero llamativo en la cabeza que no se podía tener en la clase.
Se sintió desganado para levantarse, ir hasta ese alumno y obligarle
a guardar aquello. Fue su brazo el que se disparó por su cuenta
hacia la cabeza del tal Arnold en lo que debieron ser nanosegundos;
le descubrió la cabeza, lanzó el sombrero por la ventana y regresó
a su posición y tamaño habituales en lo que Arnold Tanausú miraba
a un lado y a otro preguntándose qué podía haber ocurrido; el
alumno sólo notó que algo le rozaba la cabeza y ahora, despeinado,
no sabía dónde había parado su sombrero. Luego era verdad y tenía
razón el pájaro esta mañana, pensó Gedeón, debo asumirlo: soy un
monstruo, y de los que llaman endriago.
La
alumna Nereida María, en pareja con otra frente a un ordenador
nuevo, abría de cuando en cuando el cuaderno donde guardaba una foto
del joven actor Mario Casas y se embelesaba dándole vistazos
furtivos, desviando la vista de sus obligaciones. La mano de Gedeón,
a menos velocidad en esta incursión, llegó hasta la foto, la sacó
del cuaderno y la dejó apoyada en una mochilita junto al ordenador,
con Mario Casas presentando una actitud peleona muy sexi dirigida a
Nereida María. Cuando la niña vio la foto frente a ella, y a Mario
Casas mirándola así, puso inconscientemente la mano sobre el hombro
de su compañera sin decidirse a contarle nada todavía, y sin saber
si lo haría nunca.
La
relativa lentitud con que se alargó y se recogió el brazo de Gedeón
esta segunda vez, le permitió observar que su extremidad adquiría
otro tono de piel al expandirse, y se llenaba de rugosidades. Sus
manos se ensanchaban y al cerrarse formaban un puño desorbitado y
temible. También observó que todos esos cambios desaparecían
cuando su brazo regresaba velozmente a él. Debería estar
aterrorizado y fuera de sí, don Gedeón, pero inexplicablemente
permanecía sereno y, para mayor sorpresa, incluso divertido. Se
sentía ágil, poderoso y ligero de ánimos. Pensó en las ventajas
que aquellos desconcertantes poderes le reportarían junto con los
inevitables problemas, pensó incluso que a partir de ahora podría
atrapar con su propia mano cualquier DRON inesperado que apareciera
fisgando tras las ventanas.
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