-Buenos días, señor. ¿Es usted don Abel Torres? -le preguntó una auxiliar de enfermería-. Él le respondió que sí.
- Su consulta es la número 34, señor -dijo señalándole la puerta con un dedo. La doctora Ángeles Salas lo llamará en pocos minutos. Buenos días.
El nombrado Abel Torres quedó mirando la puerta 34 de la referida doctora Ángeles S.R., Psicóloga Clínica, según rezaba un rótulo metálico. Cuando la doctora se asomó lo llamó por su nombre, lo saludó con un gesto afable y desapareció de nuevo tras la puerta, que no cerró del todo. Abel Torres la siguió lentamente y se introdujo a través de la puerta entreabierta observando todo con curiosidad de un lado a otro de la consulta hasta acabar clavando sus ojos en ella, la doctora. La doctora, acompañada por un ordenador portátil, esperaba sentada a su mesa y lo miraba a su vez imitando su exagerada atención, fijándole sus ojos negros por encima de la montura roja de sus gafas. Abel Torres sonrió -después de mucho tiempo de no sonreír- y aceptó el gesto de la doctora como una invitación al acercamiento y a la comunicación distendida.
No se creía ni él mismo la tranquilidad con que refería a la doctora su problema con las minipistolas o pistolas de bolsillo. Todo empezó, le decía, cuando por y única vez busqué información en Internet sobre estas armas, por pura curiosidad. A partir de ese momento, ya no podía conectarme a la Red sin que me abrumara la aparición de esas armas enanas, sus marcas, sus tamaños o sus capacidades de tiro, fuera con el programa o la aplicación que fuera, y esto dura... yo diría que dos meses o...
Bajó la cabeza, cansado de la declaración. Cabeceó, se ensimismó y respiró profundamente. Lo espabilaron dos golpes con una mano sobre la mesa, dos golpes suaves pero apremiantes que lo requerían a continuar la consulta. Cuando subió los ojos vio los de doctora, que lo miraban con severidad. Vio que ella tenía las manos sobre el teclado del ordenador, que hasta ahora no había utilizado, y se desconcertó al verla de golpe vestida con uniforme policial y que entre ellos había una minipistola reglamentaria.
-¿Y no llegó a comprar ningún arma?- preguntó la ahora agente de polícía.
-No, agente. Ya creo haberlo dicho -le respondió, aunque ya convencido de que estaba atrapado en uno de sus estados de duermevela delirante.
Ella lo miró fija y fríamente hasta que al fin desistió de su juego intimidatorio, guardó la minipistola debajo de su pernera y le imprimió su declaración para que la leyera y la firmara en caso de estar conforme. Le hizo gracia leer su drama en un estilo tan impersonal y correcto. Le pareció que ya él no era él ni siquiera en sus recuerdos, no digamos en ninguno de sus episodios de duermevela, debidos al cansancio. Cuando volvió a levantar la cabeza del folio la doctora se había transformado de nuevo, esta vez en una joven periodista que le resumía su caso con rapidez antes de formularle preguntas nuevas, por ejemplo:
“¿En sus visiones interviene la realidad, señor? Me refiero a si se dan cita en ellas lugares, casos o rostros conocidos..?”
“¿Ha llegado a jugar con su réplica de juguete, o alguna vez ha amenazado con ella o bromeado con esa posibilidad?”
“¿Alguna vez ha sido usted policía o guardaespaldas... o delincuente armado, o ha deseado serlo?
Se fijaba en ella, en una cara curiosa y atenta como la de la doctora pero más juvenil. Vestía una rebeca naranja sobre una camiseta adornada con dibujos y unos jeans con descosidos a la moda a la altura de su muslo derecho que dejaban entrever una minipistola plateada. Intentó identificar el modelo y subió la cabeza para hacer memoria; sin esperarlo, se encaró de nuevo con la doctora, que lo miraba con interés y le preguntaba si esas recaídas en la somnolencia guardaban siempre relación con el objeto de su trastorno, es decir, las pistolas de bolsillo. Tras pensarlo un momento, Abel Torres contestó que sí, que siempre.
Se encuentra al día siguiente en casa, ante su ordenador personal. La doctora lo animó a hacerlo confiando en que el contenido relacionado con las minipistolas hubiera desaparecido ya total o parciamente; también le aconsejó hacer un uso estricto y necesario del Internet. Ahora no se atreve a darle a la tecla de encendido y deja pasar el tiempo. La sensación de alguien a su lado le hace girar la cabeza con angustia. A su lado, la doctora lo encañona con una Ruger LCP 9mm, con mano firme y con su mirada habitualmente cordial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario