Como pequeñas formas narrativas -que
creo lo son- el chiste y el minicuento (o microrrelato) mantienen por
igual parecidos y distancias dolorosamente aceptadas... puesto que
cuesta reparos reconocerles ciertos parecidos, ya que no un
parentesco de género. Es verdad que el microrrelato literario
-incluso el humorístico- tiene, o debe tener, un desarrollo más
escrito que oral y no se agota en el estallido final de una carcajada
colectiva; se le puede disfrutar a solas con un entendimiento
depurado y silencioso, sin que importe haberlo oído o leído
anteriormente; y en su disfrute interviene mucho más la calidad
formal del lenguaje en la expresión y la omisión inteligente que la
situación colectiva o el garbo de quien sabe contarlos. En general
no es necesario argumentar mucho para convenir que el minicuento es,
en sus formas más breves, un género o minigénero literario.
Sin embargo, el chiste no es
considerado ni siquiera género... de algo; se le conoce desde
siempre y desde siempre se le ha disfrutado o padecido. Se le ha
estudiado incluso: ha merecido páginas ilustres en la Filosofía (1) o
en el Psicoanálisis (2), pero no se le presta atención ni siquiera como
género narrativo oral con formas tradicionales propias; viene a ser
un pariente descastado y vulgar que perdura con una celebridad
imperdonable y peyorativa. El chiste -dicho sea con la venia general-
es un minigénero narrativo oral con sus señas de identidad
lingüísticas y extralingüísticas; es algo más que un texto, es
también un contexto grupal: una ceremonia a cargo de partícipes ya
predispuestos no sólo a la risa, que recibirán como grato desahogo,
sino a la sorpresa final tomada como un reto al ingenio y a la
reconfortante burla, más o menos benévola o malévola, de asuntos
humanamente comprometidos.
El chiste tiene mucho de acertijo
susceptible de una sola interpretación -por eso tiene el encanto de
la adivinanza-, y la risa más o menos ruidosa, pero espontánea, con
que finalmente se le celebra es la señal de que se le ha entendido,
que se ha “cogido” su intención y así se ha llegado a su final
con éxito colectivo para todos los celebrantes, especialmente para
aquellos que los han contado, sus oficiantes máximos. Pues hay
quienes son capaces de arruinar los chistes más garantizados, y hay
quienes, por el contrario, tienen el indescriptible donaire necesario
para provocar carcajadas incluso con invenciones chistosas
lamentables. No olvidemos que es un género sustancialmente oral y
narrativo, por lo tanto, indicado para quienes manejan recursos de
contadores de historias, o bien para quienes poseen la llamada
“gracia”, ese carisma indescriptible, incluso envidiable, que
convierte a sus poseedores en las estrellas del momento cómico.
Unas pocas convenciones introducen y
mantienen ese momento chistoso de una reunión: alguien atrae la
atención de los oyentes (que puede ser uno solo) diciendo, por
ejemplo: “Va un borracho...”, o “Dicen que va un borracho...”.
Ese comienzo inequívoco equivale a la letra mayúscula inicial en un
texto escrito. Un momento mayúsculo. A partir de ahí, cuando haya
que presentar los diálogos en esa pequeña narración que es el
chiste, se recurrirá a los repetidos “Dice...”, o “Y dice...”,
que funcionan como los guiones en un diálogo escrito, y así hasta
la catarsis final de la esperada carcajada, que de no lograrse será
suplantada por algún rictus artificial y desangelado que intentará
sustituir la frustrada gracia final en esperado contagio.
Ni que decir tiene que no es lo mismo
oír el chiste que leerlo, a solas y en frío; desde luego que no se
disfruta igual ni produce las mismas reacciones. Pero en cambio, un
libro de chistes considerados como documentos para una lectura atenta
puede deparar momentos literarios, incluso filosóficos, nada
despreciables. Al observarlos en conjunto, leídos con calma, se
comprueba que son todos ellos historias crueles o dolorosas, esos
mismos que nos hacen estallar de risa como anécdotas inofensivas. Y
no sólo porque en ellos tenga licencia la burla de la desgracia, la
marginación, la ignorancia, la frustración o la desgarrada
impotencia, sino porque todas esas circunstancias son presentadas
desde el ángulo ajeno al verdadero protagonista de la anécdota: la
víctima, esto es, quien incurre en sus despistes, atropellos,
disparates o equívocos cuando menos bochornosos, si no humillantes.
Y con ello llegamos a lo que creo es el requisito imprescindible y
definitorio del chiste, prevaleciendo incluso sobre lo que en él se
cuenta y sobre sus recursos formales, que no es otra cosa que su
punto de vista, su despiadado enfoque. El chiste y el momento cómico
en que se representa no admiten la empatía, ni la consideración del
dolor o el fracaso como protagonistas a tener en cuenta. Aunque
dándoles la vuelta compongan un nutrido filón de ideas argumentales
a desarrollar en películas o en narraciones literarias,digamos,
serias.
A pesar de los poderosos motivos que le
hacen todavía perdurar en los usos sociales, es posible que el
chiste, como momento excepcional con licencia para la burla
deshinibidora, sea pronto superado y desintegrado por el predominio
agresivo, paleto y constante de los trolls informáticos -ya
que esos van en serio- o por la empobrecedora y sesgada bajeza de
debates públicos de todo tipo. O bien por la aparición y triunfo de
auténticos chistes vivientes como los Trump o los Bolsonaro, que amenazan entre otras cosas con relegarlo haciéndolo innecesario, con no dejar lugar para el asombro ni la sorpresa final
en las narraciones de ocasión.
(1) Sigmund FREUD. El chiste y su relación con el inconsciente
(2) Henri BERGSON. La Risa
(2) Henri BERGSON. La Risa
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