Vi una casa que me pareció vacía, sin luz ni ruidos; salté a una ventana apoyándome primero con los codos, luego con los brazos, sentí que el cuello y la espalda se me contraían, me recorrió un dolor cortante por un costado pero me aguanté el grito, no oía nada atrás, ningún ruido de persecución, pero podía ser por el nerviosismo de la huida, así que me aguanté, contuve la queja como pude por los ángeles del cielo y las misas del misal y las tres palabras fuertes que dicen en el altar. Doblé el cuerpo y caí adentro, caí sobre el suelo en lo que parecía una alcoba sin amueblar del todo, caí de espaldas por el impulso que tomé dando una vuelta completa. Hice ruido con las palmas de las manos abiertas con las que contuve el peso de la cabeza y los hombros; también debí hacer ruido con el golpe de los talones al quedar tendido pero no se abrió ninguna puerta, tampoco sentí pasos de momento. En lo que respiraba con la boca abierta, ya por una vez con el cuerpo abandonado y entregado a lo que pudiera pasar, pensé de nuevo en aquellas dos mujeres sin camisa que se acariciaban por la cintura y los costados mirándose fijamente, y a punto estuve de reírme imaginando que me sorprendieran ahora caliente, pero se me borró la imagen porque apareció la vieja en mi cabeza como entrometiéndose en la escena de aquellas dos en sujetador; se me fue el agrado pecaminoso y me vino de nuevo la pena, no la ira que me dio ni el miedo que vino después sino esta pena sin sentido, si hubiera visto a un niño de verdad en aquel cochecito no me habría conmovido tanto pensando en la anciana que camina noche tras noche recorriendo el mismo tramo cercano al malecón, viniendo tal vez desde muy lejos o camino de algún lugar más lejano aún, en silencio y mirando sólo adelante, ni siquiera al muñeco que ya no va a pasear más porque es como si le hubiera matado un hijo, en eso no había pensado, si para ella era su niño, uno perdido tiempo atrás o el que esperó siempre sin poder tenerlo, yo soy un asesino igual que si le hubiera desmembrado a un bebé de carne y hueso. Sigo estando en esa habitación, oigo que suenan pasos pero estoy sin ganas de levantarme, tal vez la casa esté ocupada en una parte mientras la otra permanece en obras, tampoco sería de extrañar; he subido por callejas empedradas, pasadizos de tierra y capas de cemento en vez de asfalto, y he corrido entre casas de bloques desnudos que cubrían interiores con luz y calor de costumbre. Tal vez la gente de esta casa haya estado esperando para decidirse a buscar donde oyeron mi caída pasada la sorpresa, o tal vez la partida de jóvenes haya llegado hasta aquí y hayan dado aviso. No puedo ver más que unos muros blanquecinos, una espátula, una brocha y un bote que huele a pintura, un bulto que recuerda una cama y se me agolpan las imágenes, la cabeza del crío quebrándose, los dos llantos que sacaban de quicio, la gente que vi acercándose, yo convertido en alguien conocido por unos gritos tras de mí. Alguien dijo “Es Álex” pero no en eso había caído en la cuenta hasta ahora: alguien me reconoció. Pudo ser un parroquiano del bar, alguno de los pocos que supo mi nombre las veces que fui sin que estuviera el viejo de la primera vez, aunque se le siguiera viendo en una de las fotos que cubren las paredes donde están siempre en primer plano futbolistas de ligas locales que se retratan junto al dueño, en una de ellas el viejo largo y huesudo, el viejo de la voz profunda, cubriéndose la cara y empequeñecido. Yo pensaba que más tarde o más temprano yo estaría en una de aquellas fotos por simple ley de vida si seguía yendo al Bárbara Bar, que me codearía con todos a mi manera sin que me relacionaran ya con el viejo, sobre el que seguían preguntándome porque después de aquella historia sangrienta que contó ya no se le volvió a ver por allí, lo que sí está claro, y no me cabe la menor duda, es que alguien dijo Álex y que tal vez añadió mi nombrete, El Manigua, y en ese caso no podía ser otro que mi compadre, el que traía esta noche género robado, ya ni acordarme, el tipo roba por vicio y no por necesidad, ve alguna cosa y no puede contenerse aunque luego no le sirva ni le apetezca. Si no dejo de pensar oiré decir Álex sin que lo diga nadie, y estoy asustado. No sé cuanto tiempo ha pasado y ahora se me hace extraño lo ocurrido, y la huida desesperada cuando a lo mejor nadie corría detrás de mí. Ya no sé si de verdad vi a aquellas mujeres abrazándose por la cintura, o si ellas me vieron tal vez pasar como un rayo y mirar un instante sin poder distinguir por la sorpresa, sin querer molestar porque a mí qué me importa ¿no?, pero el infierno es esto, molestar donde no lo pretendo, sembrar el recelo cuando intento acercarme, que me ofenda la vieja cuando me compadezco y acabar yo maltratando lo que más me conmueve, que se dirija a mí un matusalén que no habla nunca con nadie para entretenerme con crímenes y locuras a la vista de todos; que aparezca yo durante unos abrazos que por otra parte tenían lugar con la ventana abierta y las luces encendidas, pero creo que ni eso serviría en mí descargo porque tal vez no baste hacer las cosas sin mala voluntad, que venga todo a mí sin buscarlo, cuando se tienen estas espaldas cargadas de mono, y este cuello, y esta calva y este párpado caído. Oigo ruidos muy cerca, y murmullos, pero ya de quién; a esta hora se sabrá de sobra que aquello era un muñeco aunque era un niño, hará tiempo que la anciana habrá sido atendida, que las dos mujeres se hayan desvestido totalmente y descansen desnudas si una de ellas no se ha marchado hasta una próxima vez en que correrán por lo menos la cortina, que se hayan apagado los televisores menos en algún recibidor donde dura una reunión hasta altas horas. ¿Quién anda por ahí, cada vez más cerca?, alguien que no puede pegar ojo; las puertas de aquel bar se habrán cerrado y la chica que atiende habrá acabado el paseo con el baboso que la ronda. Mi compadre no puede ser porque ya me habría hablado en voz alta, y a esta hora habrá despachado al hombre que roba por gusto temiendo perderlo para siempre al no poderse cerrar esta noche ningún trato, al viejo extraño se lo ha llevado hace tiempo el viento tirando de sus ropas y no puede haber llegado hasta aquí para contarme historias de muerte, qué tiene que hacer nadie aquí si hasta el Demonio, que sabe me llamo Álex, me ha dejado de su mano porque, a ver, si el recelo que causo en todos se ha convertido para mí en una manera de estar, incluso una seguridad como si me temieran, como si vieran en mí la marca de su pezuña, dónde está el pacto firmado para garantizarme los honores del mundo, los placeres y las riquezas, dónde la flor de las vírgenes y la castidad de las monjas o la constante embriaguez. Ya podrían decirme quiénes son los que me están agarrando, yo ya me he presentado, me llamo Álex como habrán oído, así que suéltenme tanto si son adoradores de Baal o demonios o ángeles, no tienen derecho a esto, sólo les veo el brillo de los pares de ojos que me rodean como vi el brillo de la maldad en la anciana mientras me mantenía una sonrisa que parecía ser disimulada pero sólo para ofender más, o el de los ojos cubiertos de cejas tupidas en el viejo que en el bar nos advertía de que el mal está en todos pero en algunos más, y pueden estar seguros que era el mismo hombre arrogante, entrado en años, con barba gris que seduce a las herejes. Son señales de que lloverá fuego y las trompetas darán entrada al grito que iniciará la gran demolición: déjenme de una vez o díganme quiénes son, yo les he dicho que me llamo Álex, me llamo Álex y conozco al Diablo.
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