.Para Isabel De La Llave Cadahia |
Nunca me revelaron en el periódico
cómo fueron localizados los tres dobles que suplantaron durante años
al general Isaac Rodrigo (jamás se mencionaba su segundo apellido),
el dictador recientemente depuesto por un golpe de su propio
ejército. Tan sólo podía saber que entre los miembros de nuestro
Consejo de Administración había alguna persona influyente, bien
relacionada con las élites políticas y financieras de ciertos
países, y capaz por tanto de localizar y reunir a aquellos
servidores ocultos del régimen derrocado. El redactor jefe tampoco
supo, o tampoco quiso decirme, cómo convencieron a los suplantadores
oficiosos para que se prestaran a coincidir en la larga entrevista a
tres que me estaba encargando. Le pregunté cómo podía asegurarme,
al menos, de las tres identidades.
-Ahí tendrás las manos libres para
averiguar lo que quieras, pero advierto que tendrás que
ingeniártelas -me advirtió el redactor jefe-. Son seres a los que
se les ha inventado una identidad nueva cuando han dejado de servir
como sustitutos, alejados de su país y con una nueva personalidad.
Y, además, durante el tiempo en que sirvieron al poder, los
servicios secretos escamotearon al mundo su identidad, por supuesto:
los mantuvieron desaparecidos del todo y recluidos quién sabe cómo
y dónde.
-¿Por qué son tres?- pregunté. El
redactor jefe levantó un momento la testuz y se quedó ensimismado
como a quien hacen de pronto reparar en lo que no había pensado, con
la vista fija en mi corbata nueva. Finalmente se encogió ligeramente
de hombros.
-Eso tendrás que averiguarlo tú en la
entrevista a tres -concluyó- aunque tal vez ni ellos conozcan el
motivo; esa respuesta correspondería darla a los oscuros
funcionarios que organizaban al dictador ese servicio tan sumamente
discreto. Para lo que sí te pueden servir los tres dobles (digo
“pueden”) es para describirte la vida que llevaban, cómo los
preparaban para hacerse pasar por Isaac Rodrigo y las ocasiones más
importantes en que tuvieron que hacerlo, o las más peligrosas. Es
posible también que sepan algo de la trastienda de la dictadura, en
ese sentido podrían ser un filón y deberías saber aprovecharlo con
morbo.
El redactor jefe añadió finalmente,
cuando yo ya cerraba la puerta detrás de mí: “Por supuesto, en tu
entrevista no habrá fotos si no consigues convencerlos; de momento
se niegan en redondo a salir de su exclusivo anonimato, pero
necesitamos esas imágenes...”. Le dirigí con los ojos una
resignada señal y me marché a la calle -era mi hora de salida-
aunque antes de irme a casa visité un acostumbrado parque para poder
pensar en el trabajo que me aguardaba. El día se había nublado de
repente y el sol avasallador, que se había enseñoreado de la
ciudad, cedió casi de repente a una luz indirecta que daba a todos
los colores una consistencia más definida y más civilizada.
'¿Cómo serían esos tres sujetos?',
pensaba sentado sobre un banco del parque cuando se me acercó una
niña que corría jugando sola sobre los parterres y se detuvo a unos
pasos frente a mí, con la mirada fija en mi corbata nueva; era una
corbata amarilla con deslumbrantes adornos falsamente mitológicos
que yo llevaba por cumplir con quien me la había regalado. Mientras
tanto, seguía pensando en los dobles: '¿Les habrían quedado los
gestos y maneras de cuando eran aclamados por la muchedumbre como al
verdadero general?'. Interrumpió mis cavilaciones una joven alta de
paso lento y acompasado que a mi altura dirigió la mirada un
instante, sin disimulo, a la corbata colorista que colgaba de mi
cuello; después siguió su camino ignorándome al ritmo de una
melena negra y brillante que ondeaba a su paso. Yo disipé la
impresión que me causó la chica y mi turbación por la corbata
volviendo a mis pensamientos sobre el gobernante derrocado y sus tres
dobles: '¿Se le parecerían tanto como gemelos?', me preguntaba. El
depuesto y huido Isaac Rodrigo -recordaba- tenía un aspecto muy
español: moreno, nariz aguileña, la frente elevada y estrecha, el
cabello negro peinado hacia atrás. Era alto, más espigado que
atlético, lo que compensaba con exageradas hombreras tanto en
uniformes militares como en atuendo civil. Su nombre y su apellido,
para mi enfado, recordaban a los músicos españoles Isaac Albéniz y
el maestro Rodrigo; me sentaba como una pedrada, que semejante tirano
se relacionara, aunque sólo fuera por el nombre, con esos dos
creadores de belleza.
Tan desconocida para mí como los
servidores del tirano era la mansión a la que me dirigí en el día
señalado para encontrarme con aquel trío de dobles que me esperaban
en ella. Estaba ubicada en una lejana e inaccesible zona residencial
que siempre había visto al pasar, desde la carretera. Ni tiempo tuve
para observar el edificio ni los huertos y jardines que lo rodeaban.
Un individuo empleado de la casa se encargó de dirigirme con
precipitación a la parte trasera del caserón; una vez allí abrió
una puerta que estaba cerrada con llave y me introdujo por lo que
parecía ser una entrada del servicio. Antes de penetrar en el
edificio recordé de pronto imágenes olvidadas y accidentales de
aquella zona muchos años atrás en excursiones casuales, cuando era
más agreste, con casas rústicas que daban a la carretera, con filas
de almendros y robles tras los muros, pero la premura de aquel hombre
me impidió asegurarme de mi repentino recuerdo. El tipo me condujo
por sucesivos pasillos iluminados por amplias lámparas que pendían
del techo hasta hacerme llegar a la sala donde aguardaban los tres
'exdobles'. Hecho esto, desapareció. Eché un vistazo a la sala. No
contaba con el mobiliario ni la decoración que correspondían con su
amplitud ni con la apariencia externa del edificio: apenas algún
cuadro con escenas de caza y, en medio de la pared más amplia, un
gran espejo con marco de madera tallado que tenía delante una mesa
tocador con patas de araña. No en el centro -que resultaba desierto
y desaprovechado-, sino en un ángulo extremo de la sala, en torno a
una mesa baja, había cuatro sillas, tres de las cuales estaban ya
ocupadas por los que con toda seguridad eran los antiguos dobles de
Isaac Rodrigo. Ni se levantaron ni respondieron al saludo que les
dirigí al mirarlos. Se limitaron a observar sin expresión
y así continuaron siguiéndome con la vista en mi camino hasta la
silla vacía, junto a ellos, lo que resultaba incómodo e
inquietante. Al escrutarlos de cerca, vi que no eran réplicas
exactas del depuesto general, y que sus rostros sólo revelaban un confuso
parecido físico con él. Uno de ellos había engordado
exageradamente, otro parecía mucho más joven que sus compañeros y
que el dictador, aunque lucía una avanzada calvicie, y otro, el
mejor vestido y peinado, sorprendía por un tinte capilar trigueño
del todo inesperado. Cada uno a su modo, eso sí, poseía un cierto
aire remoto de parentesco con el depuesto gobernante, hasta el punto
de que me pareció hallarme ante unos hermanos o unos primos
desconocidos del general Rodrigo en pleno encuentro familiar.
Reaccionaron con silencio unánime
cuando les pregunté sus nombres. No me respondieron y permanecieron
examinándome. Apenas se miraron entre ellos hasta que me vieron
desistir y bajar la cabeza hacia mi bloc de notas. Empecé a temer
que todo aquello fuera una pérdida de tiempo y ya me veía a mí
mismo dando explicaciones inseguras al redactor jefe de un miserable
resultado. Les pregunté también a los tres cómo empezaron su
antigua labor, cómo entraron al servicio del general precisamente
con el cometido de hacerse pasar por él. Volvieron a mirarse,
inseguros, pero, esta vez al menos con una leve señal de interés,
comunicándose con los ojos las dudas sobre una posible respuesta,
que se hizo esperar:
-Pues no sé -dijo el del pelo teñido-.
En mi aldea me decía siempre todo el mundo que me parecía mucho a
él, y hasta llegaban curiosos de otros lugares intentando verme y
comprobarlo. Un día aparecieron en un coche negro unos hombres que
trabajaban para el Estado y me dijeron que la Patria me necesitaba,
que yo podía rendirle un buen servicio. Así fue todo.
Los otros dos hicieron suya la
explicación asintiendo con la cabeza y confirmando con señales del
dedo índice hacia el que había hablado, pero no añadieron nada más
por su parte, dando a entender que su caso era idéntico al que se
había expuesto y no había más que hablar. “Eso mismo me pasó a
mí”, llegó a decir otro. “Sí, fue así”, corroboró el
tercero.
Tomé unas notas rápidas y les
pregunté enseguida por qué ellos eran más de uno, si acaso el
general necesitaba tener varios dobles disponibles. También les hice
esta pregunta a los tres indiscriminadamente, con la esperanza de que
al menos uno de ellos respondiera.
-Verá -se animó a contestar el
gordo-, igual que usted tiene que cambiar la foto en su cédula de
identidad, como todo el mundo, porque las personas con el tiempo
cambian, ¿no es cierto?, pues el general cambiaba su aspecto y su
doble también, pero cada uno a su manera, perdiendo el parecido que
tuvieron en su momento, ¿me explico?, y es entonces cuando había
que retirarlo y buscar a otro con parecido suficiente.
Como la vez anterior, los que habían
estado callados asintieron apenas con exclamaciones y gestos. A cada
pregunta, contestada o no, le seguía un silencio incómodo en el que
yo esperaba inútilmente alguna explicación suplementaria, alguna
ampliación de las escuetas revelaciones que me hacían. Para evitar
estas pérdidas de tiempo, con su incomodidad consiguiente, decidí
renunciar a preguntas concretas y proponerles en cambio que me
contaran sucesivamente, cada cual a su modo, lo que recordaran y
tuvieran a bien revelarme sobre sus experiencias durante aquel
servicio a la Patria: lo que vivieron, lo que vieron, lo que llegaron
a saber...
Otra vez se quedaron pensando y
cruzándose miradas. Reaccionó de pronto el más obeso poniendo como
condición que vaciara mis bolsillos y me dejara cachear; no querían
grabadoras ocultas ni cámaras de foto escondidas. Accedí y, de
inmediato, adoptaron los tres a un tiempo una actitud resolutiva y un
aire de autoridad marcial incontestable, a tono con el personaje que
habían representado casi toda su vida. El de apariencia juvenil se
levantó con rapidez, me ordenó ponerme en pie y me vació lo
bolsillos depositando sobre la mesa las llaves, la cartera, una
pequeña cámara de fotos, algunas monedas sueltas y la corbata de
falsos motivos mitológicos que yo, harto de ella, había decidido llevar oculta y enrollada en un bolsillo.
Al volver a sentarme vi cómo
inspeccionaba mi cámara el que iba mejor vestido de los tres y lucía
un tinte capilar trigueño, no sólo sometiéndola a inspección sino
valorando además la posible calidad y la tecnología del artefacto, con ademán de experto.
Acto seguido, los tres se pasaron sucesivamente mi corbata, que
parecían escudriñar en principio como si ésta contuviera un plano
secreto relativo a altos intereses de Estado; al momento rompieron a
compartir risitas y burlas más bien afables sobre aquel complemento
indumentario tan ostentoso que acababan de examinar, dirigiéndome
miradas de sorna desde sus rostros jocosos. Una vez relajados, y
antes de que yo pudiera esperarlo, abandonaron su envaramiento
castrense y se comportaron como viejos compadres.
Uno de ellos, el más obeso, se
desentendió la conversación con los otros dos, de las compartidas anécdotas de su país, de sus
lugares de origen, de sus respectivos recuerdos de clandestinidad de
lujo al servicio del tirano y de improviso se dirigió a mí, que
permanecía callado:
-Verá -me dijo-, como le hemos dicho
al principio, todo empieza un día en que aparecen por tu pobre
aldea, o por tu barrio, unos hombres muy serios, preguntan por tus
padres, se reúnen con ellos en el hogar y les proponen aceptar para
su hijo, “tan parecido a nuestro General,carajo”, un destino
seguro, bien remunerado, un cargo para toda la vida como servidor del
Estado...
A partir de ahí, según me fueron
relatando poco a poco entre los tres, habitaron las dependencias
siempre custodiadas y ocultas de viejos palacetes ruinosos, o de
recintos recónditos en cuarteles distantes o en viejas prisiones
militares habilitadas para oficinas del Ejército, por supuesto en
plantas inaccesible al público y al resto del personal, militar o
civil. Tenían garantizados los cuidados médicos, las vacaciones
vigiladas, las visitadoras sexuales, una jubilación y lo que con
cierta pompa llamaban “formación” sus guardianes: visionados de
la cantidad ingente y reiterativa, en filmaciones antiguas y
actuales, de las apariciones públicas del General con las que los
atiborraban una y otra vez.
Así le referí al redactor jefe cuando
le mostré mi trabajo. Llamé su atención sobre las iniciales con
las que podía citar a cada uno de los tres entrevistados en mis
notas, puesto que al fin me habían facilitado sus nombres y apellidos, así
como sobre las fotos a contraluz acentuado que me permitieron
sacar, en un cambio de actitud desde su desconfianza
inicial. No ahorré a mi jefe muchos detalles sobre lo siniestro e
incierto que había tenido el encargo de marras, ni de la prisa con
que abandoné aquella sala cuando finalmente cumplí con mi
obligación. Esto último pareció importarle un comino: me miraba
sonriente, interesado más bien por el tema del reportaje y
complacido por el resultado:
-Esto de mantener dobles en nómina –
dijo mi jefe-, y como una propiedad, es puro goce de poderío, un
lujo de megalómano como los que se permiten los delincuentes
adinerados que cubren de oro y obras de arte los baños donde mean y
se cepillan los dientes. Ahora -añadió-, gracias a los contactos
que han funcionado en este periódico, revelaremos un aspecto más de
esta buena pieza: ¡el tal Isaac Rodrigo..!
Costaba creerlo pero yo le había oído
bien: “Gracias a los contactos que han funcionado en este
periódico”.., había dicho. Ni una palabra de reconocimiento a mi
esfuerzo y mi mano izquierda, por lo menos. Yo miraba fijamente a mi
jefe dirigiéndole una mueca sarcástica, por ver si así reparaba en
su desconsiderada omisión. Pero sin resultado: no se daba por
aludido por más que le insistiera con mis gestos evidentes.
“Ordenaré que le reserven una página entera, con texto y fotos”,
dijo ufano como si él fuera el autor del reportaje. No me parecía
el hombre cauto que por costumbre soportaba el peso de la veteranía
con frialdad y descreimiento. Fue entonces cuando me decidí a
guardar mis notas y reservarme una última revelación inesperada,
algo que había decidido dejar al margen de mis informes hasta ese
momento, hasta poder valorarlo con calma:
Había un cuarto doble, el más
misterioso, según me habían revelado mis tres entrevistados, confirmándose
unos a otros aquella sorpresa final: se trataba por lo visto del suplantador más
reciente, una copia fiel del tirano en su edad actual, ahora que los
años lo habían convertido en un abuelito de su propio régimen.
“Pero en realidad aún no se le ha visto aunque muchos aseguran que
existe”, me decían. No era difícil sospechar que aquel doble no
visto, aquello tan vaporoso, era el propio Isaac Rodrigo, que
preparaba así su evasión...
Nunca lo supe. Nunca se publicó nada
favorable a esa hipótesis ni otras referidas a dobles, reales o
supuestos. Reviso ahora mis carpetas de entonces, cuando realicé aquel trabajo, cuando era un joven
reportero durante las caídas de las últimas tiranías bananeras, y
sólo veo una copia de aquella entrevista mía sobre el derrocamiento de Isaac Rodrigo, que se esfumó para el Mundo.
Encuentro también por sorpresa en una de estas carpetas viejas, sin
explicarme qué hacía en una de ellas, aquella corbata amarilla con
adornos chillones falsamente mitológicos.
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