El
Alfil derecho veneraba a su altanera Reina blanca; el Alfil
izquierdo, por el contrario, sucumbía al atractivo de la Reina
opuesta, la negra. Tanto el Alfil derecho como el izquierdo parecían
siempre impasibles, erguidos con gallardía sobre sus puestos, sin
dar ninguna muestra de sus tormentos interiores.
El
Alfil derecho se culpaba a sí mismo de aquella adoración tan servil
como insubordinada, ajena a la bravura de su oficio militar, y el
Alfil izquierdo juzgaba su atracción por la Reina enemiga una suerte
de deslealtad con los suyos.
Cada
uno de ellos creía que su secreto estaba bien protegido por su
silencio férreo y su rigidez inexpresiva sobre el tablero. Pero se
equivocaban los dos: la Reina blanca ya había sometido al dictamen
del Consejo de Palacio aquella atención tan inconveniente, aunque
disimulada, de su Alfil derecho; la Reina negra por su parte, cuando
no se indignaba, bajaba la cabeza conteniendo en los labios una
sonrisa vergonzosa por las ardientes miradas que desde lejos, más
allá de las filas enemigas, le lanzaba aquel caballero blanco.
Desde
las almenas de las Torres se observaban bien los sonrojos y las
muecas nerviosas de aquellas supuestas contiendas de amor y desdén;
en las columnas de la soldadesca abundaban entre los Peones rumores
que agigantaban o retorcían los hechos.
El
Alfil derecho y el Alfil izquierdo fueron desterrados por el Rey,
entregados estratégicamente a las intrigas y los intereses en liza
en el Palacio. Ni al uno ni al otro se les podía mencionar ni
incluir en las crónicas del Reino pese a sus servicios probados. Sólo
los juglares andariegos llevaban más allá de las fronteras los
cantos que delataban la eficacia de la ingratitud en contubernio con
el Poder, para memoria de los hombres y enseñanza de los siglos
(¿...o era al revés?).
(*) Para Juan Carlos de Sancho
(*) Para Juan Carlos de Sancho
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