Hacía
mucho que no oía llorar un gato como lo oigo esta noche.
Eso quiere decir, probablemente, que en este barrio ningún vecino ha
tenido gatos durante años, hasta ahora. Los gatos lloran como bebés
roncos, dicen que atormentados por el celo. Yo no estoy tan seguro de
que esa queja desgarrada que oigo sea fruto de las ganas de aparearse
y no se deba al miedo o al desamparo, que es a lo que de verdad
suena. Primero me exaspera, como el llanto de un niño enfermo que no
ha aprendido a decir lo que le pasa y por el que no se sabe qué
hacer, y al final me entristece. Esta vez el lamento parece venir del
interior de un piso cercano, amortiguado por las paredes de alguna
casa; llega aniñado y humano. Hace tiempo que tampoco he visto a
ninguno por aquí; no he visto gatos en ninguna azotea ni en ningún
balcón; apenas he sorprendido a alguno, callejero, merodear cerca de
los contenedores de la basura o esconderse bajo la carrocería de
algún coche. No ha habido más con los gatos durante años. No he
querido criar ninguno desde que no tengo a Bonsai,
ni he cultivado la nostalgia de haberlo tenido. Pero el llanto de ese
gato me hace recordar cuando sí lo tuve y remontarme a años atrás.
Inesperadamente,
ese pelaje pardo que parece llegar ahora desde la tiniebla del
pasillo, la figura felina que recorre en silencio el salón de esta
casa, ya no es el viejo Bonsai
sino su recuerdo en mí, una réplica repentina evacuada del trastero
de mi memoria. La cabeza redonda, pequeña en proporción al cuerpo
alargado que pasea su elegancia camino del cojín sobre un sillón
vacío, es el doble perfecto de aquella hermosa cabeza que hace mucho
no habita aquí, reavivada por el llanto de ese otro gato que gime
afuera. Cuando lo tuve no me sobresaltaba que brincara sobre mí
jugando aunque no lo esperara ni lo viera venir, ni que saliera de un
escondrijo bajo una mesa para aprisionarme una pierna, ni que me
despertara recorriendo el colchón después de saltar a la cama;
sabía siempre que era él, me tenía acostumbrado a sus movimientos
inaudibles, a su tacto, a sus saltos sobre superficies mullidas. Sin
embargo, después de que se fuera y me pareciera verlo aparecer de
improviso en cualquier parte de la casa, ahí sí que me asustaba. Me
impresionaban y me entristecían esas visiones fugaces que me
asaltaban de improviso con frecuencia: lo podía confundir con un
cojín, con una chaqueta tirada sobre el sofá o con una mochila en
el suelo. Eran los fantasmas de la costumbre, de mi antigua
convivencia con él, los espectros de sus antiguas apariciones
habituales en toda la gama de sus actitudes felinas.
De
momento no puedo dormir; me vigilan y aguardan diversos Bonsais
espectrales en todo el apartamento; el gato vivo y real que una vez
tuve era uno solo pero esas réplicas imaginarias no tienen límite a
la hora de prodigarse: me espera un gato inmaterial tras la puerta de
la cocina, otro debajo de la cama o en un extremo del sofá o
escondido en la bañera. Y todos ellos me remiten a aquella noche,
una cierta noche inquietante y agorera, y la continuidad de lo que
sucedió en ella. Y es verdad que sucedieron cosas, aunque la llegada
del sueño pareciera poner fin a la jornada borrando todos sus
acontecimientos para dejar sitio al día siguiente por venir. Tras
unas horas dormido, recuerdo, desperté y noté algo así como un
felino de tamaño humano abrazado a mi cuello, repitiendo en mi oído
un ronquido sensual que finalizaba en un suspiro profundo. El fulgor
de unos ojos híbridos, a un tiempo de persona y de pantera aferrado
a mi cuello, hizo que me apartara gritando y que apenas empezara a
tomar consciencia de la realidad cuando, apartado, me senté en el
filo de la cama y respiré aliviado al percatarme de que era Sagrario
quien ocupaba sobre el colchón el mismo lugar del cruce de humana y
gato, o de gata y humano, al que creí estar abrazado un segundo
antes. Había llegado, cuando yo ya dormía, de su turno de noche en
la centralita del hotel.
-Hombre,
ya sé que me ha vuelto el catarro- dijo una voz congestionada- No
creo que te contagie otra vez, no te alarmes así- añadió la voz
quejosa que tanto me confortaba oír aunque se le notara la mocarrera
que ocupaba su nariz y confería una sonoridad indolente a su voz.
Miré el reloj; por la hora deduje que haría dos horas y algo más
que habría vuelto de su turno en la centralita del hotel.
La
observé. Me había hablado inmóvil, tendida sobre el costado, con
los ojos cerrados y la barbilla cerca del pecho. La posición era la
de alguien dormido. Hasta ahora no había hecho falta que se
identificara nunca las noches en que entraba en la cama mientras yo
ya dormía. Como al gato, que también usaba cama, la deducía por
las costumbres, la reconocía por su peso sobre el colchón o por su
roce con mi cuerpo, y no me confundía con ninguno de los dos. Tuve
un difuso mal presagio por la quiebra de aquellos reconocimientos
implícitos que tanta seguridad daban a nuestra convivencia, la de
los tres. Me tendí sobre el costado mirando a la pared, aliviado de
que no fuera verdad que un fenómeno de la naturaleza me hubiera
tenido atrapado por el cuello. Me tendí sobre el borde de la cama en
el que me había sentado, casi en el filo, para permitir que Sagrario
recuperara el sueño cuanto antes pero ella insistió en preguntar
por qué me había apartado así de ella, por qué me encontraba tan
inquieto. Me coloqué boca arriba y vi a Bonsai
sentado sobre las patas traseras, atento a la escena. Contesté a
Sagrario que nada, nada de importancia al menos, tal vez el efecto de
una pesadilla, y me volví de costado hacia mi lado de la cama.
-¡Eh,
cariño...! -insistió, presionando levemente con el índice en mi
espalda; yo ya sabía que iba a insistir- ¿Qué pesadilla extraña
fue esa?... Dime-. Quería escuchar y enterarse. Estaba acostumbrada
a escucharlo todo y de todo en su trabajo, me había dicho: escuchaba
las consultas de las llamadas internas y externas de los clientes del
hotel, sus peticiones y sus encargos; atendía preguntas sobre
habitaciones libres, sobre precios, sobre números de teléfonos,
masajes,
comedores o lavanderías. Orientaba por teléfono a los ya hospedados
sobre teatros, organismos, floristerías, coches de alquiler,
transportes públicos, restaurantes o comercios renombrados.
Programaba las horas a las que algunos decían querer ser
despertados, comunicaba el adelanto de la factura a los que lo
solicitaban...
Su
cuerpo permanecía relajado, abandonado del todo a la comodidad del
colchón. Su respiración y los músculos de su cara seguían
pareciendo engullidos por las profundidades del sueño. Era como si
me estuviera entendiendo con dos mujeres: una, Sagrario, cansada y
amante de placeres como dormir; otra, la telefonista de hotel, que no
dormía, acostumbrada a todo tipo de voces y a algunos idiomas,
siempre atenta a lo que ocurriera o lo que quisieran contarle. Por un
momento, lo recuerdo, no supe si seguir hablando o si abandonarme al
sueño y dejar que transcurriera así el resto de la noche. No podía
saber si ella estaba a punto de dormirse o todavía esperaba más
detalles sobre lo sucedido.
-
No sé -respondí al fin sin saber si ella me escuchaba-. Una
pesadilla, ya te digo. Algo desconocido se me aferraba al cuello. No
recuerdo más.
El
gato se había ovillado a su lado de la cama y ronroneaba en sueños.
Dormía con la cabeza apoyada sobre el bulto de los pies de Sagrario.
Y seguiría durmiendo o se levantaría por su cuenta para beber
agua, desahogar alguna urgencia o sencillamente merodear en alguna
parte de la casa, en cualquier momento de la noche.
-Anda,
duerme- juraría que dijo ella en un susurro débil y lejano, pero
cómo asegurarlo si momentos antes había estado despierta y hablando
con aquella inmovilidad relajada de todo el cuerpo y su voz me había
llegado como desde otra mujer, sin que yo viera sus labios moverse
debajo del cabello negro y ensortijado que cubría su boca. La poca
luz de la calle que se colaba entre las cortinas iluminaban su pijama
de satén con lunares rojos. Ahora, además, emitía desde la hondura
de sus cuerdas una especie de gemido sonoro, nasal, propio de quien
celebra una nueva postura sobre la cama, que sonaba a máxima
placidez. Ella gemía, el gato ronroneaba sobre sus pies, el
despertador se sumaría a la fanfarria en poco tiempo.
“Anda,
duerme”, había dicho. Pero faltaba poco para el amanecer y las
primeras luces que se filtrarían a través de las cortinas.
Desactivé el despertador para que el sueño de Sagrario no se viera
innecesariamente interrumpido y la contemplé un momento flotar en el
sueño al que parecía haberse entregado por fin. Se volteó de
improviso desprendiendo otro gemido de goce inocente. Tenía una mano
sobre la cabeza del gato, que se había desplazado hasta su cintura.
Parecían ya inseparables. Y eso que al principio les costó
acostumbrarse el uno a la otra. Sagrario acortaba las estancias en la
casa cuando la visitaba, nerviosa por las carreras del gato de un
lado a otro, por sus saltos entre los muebles, por los lanzamientos
de juguetes que apartaba de sí con las patas para después lanzarse
sobre ellos, y por la vigilancia recelosa del animal que sentía
sobre ella. El gato, por su parte, le soltaba resoplidos de rechazo
si ella intentaba acercarse o acariciarlo y, con la misma, se perdía
de vista; maullaba protestando cuando Sagrario y yo nos abrazábamos
o nos sentábamos uniendo nuestras cabezas. Sin embargo, después de
la vez en que ella se agripó y acabó instalándose con nosotros
para ser cuidada, el gato fue su compañía vigilante a los pies de
la cama y ella no dejó de mostrarle agradecimiento hablándole,
acariciándolo cuando se acercaba, imitando sus maullidos y sus
ronroneos. Convaleciente aún, cuando ya pudo levantarse de la cama,
permanecía largos momentos sobre el sofá acompañada del gato, al
que no dejaba de rascar suavemente en el cuello o en la panza
admirando la pelambre casi rubia bajo las manchas marrones, redondas
como anillos en el costado y las alargadas rayas oscuras lo largo del
cuerpo. Desde entonces, Bonsai
reservaba para mí el juego más gimnástico y competitivo -con dosis
de brutalidad- mientras a ella se acercaba para dedicarle largas
miradas con parpadeos ostentosos, le empujaba el cuello o la mejilla
con su hocico o se restregaba en una de sus piernas con la cola en
vertical. Ante estas muestras de adoración casi permanentes,
Sagrario no sólo respondía con agrado: desperezaba el cuerpo y se
atusaba el cabello entregándose a un ligero éxtasis de vanidad, con
sonrisas que se me antojaban triunfales. Ya le había oído decir a
ella en un reciente desayuno: “No puede haber muchas mujeres en el
mundo adoradas por un gato bengalí”. Ciertamente, era difícil
conseguir ejemplares de esa raza y, en ciertos lugares del mundo su
venta suele ser exclusiva,
pero
al principio pensé que su comentario era trivial, incluso irónico.
Sin embargo hacía tiempo que se habían afilado sus rasgos, las
recientes ondulaciones de su cabello negro, el rímel que le confería
misterio y profundidad, y el lápiz de ojos con que estiraba sus
contornos hasta la sienes habían dejado atrás un rostro más
redondeado e infantil, con las olvidadas gafas de lente circular y
aquel cabello liso dividido sin sofisticación por una simple raya a
la mitad. Ahora solía mostrarse ufana y rozagante, sonriendo a
menudo para sí. A la vista de lo que estaba ocurriendo tuve que
admitir en esos días que algo se estaba transformando, que la hasta
entonces escasa vanidad de Sagrario, henchida aparentemente por la
devoción de Bonsai,
se le desbordaba por todo el cuerpo.
***
El
llanto de ese gato anónimo pareció haber desaparecido hace tan solo
un breve rato, pero vuelvo a oírlo, esta vez más seco y lejano, y
me recuerda el maullido casi inaudible -apenas un hilillo de voz
suplicante- del Bonsai
que entró en esta casa y en mi vida siendo un bebé desvalido: las
primeras tomas de leche, la botella de agua tibia en la cajita donde
le tocaría dormir, la instalación precipitada de comedero, bebedero
y bandeja de arena. Cuando lo veía hacerse poco a poco con el
espacio de la casa y cuando compartía los primeros juegos con él,
poco me importaba que su raza se hubiera originado en un cruce de
gato doméstico y de gato
bengala
o leopardo
asiático,
como también le llaman, ni cualquier otro antecedente suyo: era tan
sólo mi gato, ni más ni menos. A pesar de eso, lo llamé Bonsai
por considerarlo la miniatura de un felino grande, aunque eso apenas
fuera una concesión a su figura peculiar y al exotismo de su
procedencia. Debo decir, sin embargo, que aquella mañana en que me
levanté antes de la hora -desvelado por la pesadilla que me hizo
creerme aprisionado por un ser híbrido de felino y humano-, el
animal me acompañó a la cocina como siempre esperando una ración
leche, pero no me rodeó con sus juegos, no se restregó en la
pernera de mi pijama ni me miró dirigiéndome los primeros maullidos
del día: se limitó a acompañarme erguido y observándolo todo con
ojos de renovado asombro. Me pareció de golpe mucho más corpulento
y mayor, también más lejano y extraño, como si hubiera asumido en
pocas horas que era un producto de la selva, un prodigio reclamado y
cotizado en círculos donde no faltarían estafadores y traficantes
de ejemplares valiosos, todo eso de lo que había quedado a salvo en
las alturas de nuestro apartamento, que era todo su espacio conocido.
Cuando
abrí la puerta para salir de casa, lo vi observando desde lejos sin
acercarse corriendo a despedirme; permanecía a pocos metros quieto,
noble, majestuoso y -me traspasó otro presagio impreciso y doloroso-
parecía dedicarme un último reconocimiento.
Las
horas en el trabajo disiparon la rareza y las últimas congojas de la
pasada noche. Regresé al medio día pensando que encontraría a
Sagrario desperezada y activa, ordenando ropa y reubicando objetos
mientras oía música en la radio; y a Bonsai, por su parte,
siguiéndola por curiosidad o bien por el contrario desaparecido,
oculto en uno de sus recovecos secretos.
El
día era luminoso y colorista, como para ahuyentar recuerdos
tenebrosos y malos augurios. Aprecié un tráfico pintoresco y
variado de personas en mi vuelta al barrio, que recobraba el aspecto
cosmopolita que le habían arrebatado los peores años de la crisis.
Me percaté de muchas caras desconocidas que ocupaban el lugar de
antiguos habitantes que un día dejaron atrás sus casas, sus
comercios, sus restaurantes o sus talleres. Observé los negocios
nuevos, abiertos con esperanza o temeridad a un futuro incierto,
entre ellos una clínica veterinaria recién inaugurada, donde entré
para comprar a Bonsai
una nueva pelotita de las que botan endiabladamente hasta el techo y
un cojín con rascador. En una tienda de delicatessen
compré un vino artesanal para alegrar la próxima cena que tuviera
en casa con Sagrario.
En
contra de todas mis previsiones, el apartamento estaba en silencio
cuando llegué. No había rastro de actividad alguna a la vista. Ni
la mujer ni el gato respondieron cuando cuando pregunté por ellos en
voz alta. No percibí ningún rastro de vida a mi paso por el
recibidor, por el baño o por la cocina. Abrí con delicadeza la
puerta ya entreabierta del dormitorio. De lo que entonces vi sobre la
cama puedo desconfiar todavía por lo sorprendente de la escena y por
los pocos segundos que soporté observarla. Sagrario estaba boca
arriba como poseída, mirando a las alturas y con el pantalón corto
del pijama de satén sobre la almohada, abandonado junto a su oreja.
Por debajo de su cintura, había un gran bulto activo y oculto bajo
la colcha que ocultaba la pierna derecha de la mujer; la pierna
izquierda sobresalía desnuda de la frazada, y sobre ella una pata de
Bonsai
que abría y cerraba con lentitud su zarpa sobre el muslo de ella.
Todo lo demás ocurría bajo la ropa de cama.
Tanto
Bonsai
como Sagrario debieron notar mi presencia por la respiración o por
alguna sombra que proyecté. Yo estaba enmudecido y petrificado. Ella
me dirigió unos ojos de criatura extraña y enajenada que parecieron
desconocerme y Bonsai
asomó su pequeña cabeza para lanzarme una mirada temible,
acompañada de uno de esos resoplidos de rechazo o advertencia que
reservaba para visitas particularmente odiosas. Sin proponérmelo, me
di enseguida la vuelta y recorrí el apartamento hasta la puerta de
la calle. Deambulé en la calle sin rumbo, incapaz de sacudirme la
incredulidad ni la tristeza por todo lo que presentía. Podría
desconfiar todavía, después de tanto tiempo, de aquello que vi si
no fuera porque a mi vuelta ya no estaba ninguno de los dos; tampoco
el coche de Sagrario. Ella nunca me contestó al teléfono móvil y
había abandonado su piso sin dejar señas nuevas. También intenté
dar con ella, sin resultado, en el hotel donde había trabajado.
Tampoco sirvió de nada denunciar sus desapariciones.
Ojalá
no llorara más ese gato afuera, ojalá no me los recordara
insistentemente, y su maullido acabara disipándose de una vez en el
viento o en la lejanía. En el insomnio que me espera por su causa me
cabe apenas pensar, como consuelo, que los dos desaparecidos habían
estado siendo objeto de una transformación de la que no me di
cuenta, un cambio que más tarde o más temprano tendría que
consumarse, incluso involuntariamente. También es verdad que tanto
vale acogerse a esa explicación como creerse cualquier otra, dadas
las circunstancias. Cualquier especulación me servirá esta noche,
acaso, para distraer a duras penas el desgarro de una duermevela
interminable y despiadada como un remordimiento.
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