El
discurso de los políticos acostumbra a contener, entre otras
lindezas, pares de palabras que en realidad significan cosas muy
distintas como si estas fueran gemelas idénticas. Así sucede con los términos vergonzoso
y vergonzante
cuando se refieren a hechos: vergonzoso
es algo indigno o ridículo a la vista de los demás;
vergonzante,
en
cambio, lo que cada cual hace con disimulo y reparo por propia
inseguridad y vergüenza. Pues a pesar de eso se usan con desparpajo
y muy a menudo en parejas redundantes, como si significaran lo mismo.
Lo que más me sorprende es la insistencia en este tipo de
confusiones por parte de líderes y autoridades a quienes se supone
auxiliados por equipos de asesores con cargo al Presupuesto.
Por
mi parte he pensado -primero como ocurrencia de dudosa gracia- en la
posibilidad de restringir por mandato judicial el uso público de la
palabra a todos estos profanadores, incluso en establecer para ellos
una especie de carnet por puntos para sancionar patadas al idioma así
de inexplicables y vergonzosas, un carnet semejante al
que tan buenos resultados ha dado para disuadir de la mala conducción
en el tráfico rodado. Pero después he recapacitado y pienso que no
sería tan cómico ni descabellado multar a los que, desde la
influencia socialmente privilegiada, infringen daño frívolo a un
patrimonio colectivo tan añejo y respetable, que compete a tantos
millones de almas, como es el idioma que hablamos, nuestro sacudido y
pateado idioma: una lengua de siglos en la que se han escrito una
buena proprción de las joyas de la cultura, usada por 442 millones
de hablantes nativos, tecera en Internet y en la producción de
información. Pero pateada.
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