sábado, 21 de abril de 2018

EL SAURIO, EL TRADUCTOR Y LA BELLA


El esfuerzo por traducir los bellos textos -esa difícil y puntillosa fidelidad a las intenciones de la obra ajena- le deparaba al traductor un goce inusual de lectura, vedado comúnmente al lector habitual que busca en las palabras su inmediato e irreflexivo disfrute. El goce para el traductor consistía en apreciar amplificado, como en una gigantesca pantalla de plasma, todo el talento, toda la musicalidad, toda la belleza que contenían, en ajustadas dosis, las palabras, frases y párrafos de los textos que traducía, merced precisamente al trabajo lento, dubitativo a veces, que acarreaba detenerse en cada vocablo o giro del original hasta conseguir los equivalentes acertados en un idioma distinto. Era por esto su empeño en contemplar, a través de los cambios cromáticos de un camaleón que poseía, todos los matices de piel de su comprensiva amante, que se tumbaba boca arriba y cerraba los ojos, dejando escapar alguna risita nerviosa al sentir al saurio, recorriendo con morosidad sensual los promontorios, las planicies y las oquedades de su cuerpo. El traductor conocía la lentitud con que el cuerpo del camaleón pasa de un color a otro, cosa que no ocurre sin que se demore en un punto haciendo visible toda una gama de colores o matices intermedios; así que se recreaba contemplando cómo era la bella... "traducida", centímetro a centímetro, en los cambios meticulosos del animal, que siempre quedaba a un palmo de los labios, sin alcanzar nunca la boca tentadora: el traductor -inclemente- lo apartaba cada vez de la mujer tendida antes de dejarlo llegar a esa zona de la cara que habla por sí misma, siempre coloreada por alguna de las variedades del carmín que se encuentran en el mercado.

Para Juan Carlos de Sancho

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