El esfuerzo por traducir los bellos
textos -esa difícil y puntillosa fidelidad a las intenciones de la
obra ajena- le deparaba al traductor un goce
inusual de lectura, vedado comúnmente al lector habitual que busca
en las palabras su inmediato e irreflexivo disfrute. El goce para el
traductor consistía en apreciar amplificado, como en una gigantesca
pantalla de plasma, todo el talento, toda la musicalidad, toda la
belleza que contenían, en ajustadas dosis, las palabras, frases y
párrafos de los textos que traducía, merced precisamente al trabajo
lento, dubitativo a veces, que acarreaba detenerse en cada vocablo o
giro del original hasta conseguir los equivalentes acertados en un
idioma distinto. Era por esto su empeño en contemplar, a través de
los cambios cromáticos de un camaleón que poseía, todos los
matices de piel de su comprensiva amante, que se tumbaba boca arriba
y cerraba los ojos, dejando escapar alguna risita nerviosa al sentir
al saurio, recorriendo con morosidad sensual los promontorios, las
planicies y las oquedades de su cuerpo. El traductor conocía la
lentitud con que el cuerpo del camaleón pasa de un color a otro, cosa
que no ocurre sin que se demore en un punto haciendo visible toda
una gama de colores o matices intermedios; así que se recreaba
contemplando cómo era la bella... "traducida", centímetro a
centímetro, en los cambios meticulosos del animal, que siempre
quedaba a un palmo de los labios, sin alcanzar nunca la boca
tentadora: el traductor -inclemente- lo apartaba cada vez de la
mujer tendida antes de dejarlo llegar a esa zona de la cara que
habla por sí misma, siempre coloreada por alguna de las variedades
del carmín que se encuentran en el mercado.
Para Juan Carlos de Sancho
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