El
ajedrez es silencioso. Las damas también se juegan, y se miran
jugar, casi en el mismo silencio; son largos silencios que encarnizan
los malos humos en secreto: en esas partidas donde nadie dice esta
boca es mía, gritan los pensamientos de cada cual
desahogando en su interior los fracasos y las viejas humillaciones por antiguas que
sean. La cabeza es traicionera si se la deja en libertad, se tensa en
las dudas de los jugadores que hacen esperar un movimiento y se
vuelve estridente en cada paso en falso irreparable, reavivando los
propios errores vergonzosos. El silencio no deja olvidar. Es
demasiada mala sangre para que se deje criar en un lugar donde los
puños han golpeado con ira a un rival que podía ser -o haber sido-
tu mejor amigo, donde han brillado las hojas de las navajas
desenfundadas o se han roto contra el borde de la barra botellas
cuyos filos rotos han ido dirigidos al cuello de cualquier bebedor.
Los
que juegan a las cartas sí que hablan, incluso en alto, la mayor
parte del tiempo. Anuncian a voces el resultado de las jugadas y
hasta sus intenciones (pido,
envido...)
con palabras terminantes. También son ruidosos con las manos,
golpeando con el borde del mazo sobre la mesa, barajando con
violencia, lanzando las cartas sobre los montones al repartir como si
golpearan con ellas la superficie, con un ímpetu rabioso y dedos
desproporcionados, dejándolas curvadas al poco tiempo de
estrenarlas, ásperas y oscurecidas por el sudor de sus dedos. Desde
la barra, o desde las otras mesas, resultan extraños cuando se
callan; en esos casos se les ve vigilar con enorme gravedad, ceñudos,
la baraja y a los demás jugadores. Tanta rudeza advierte a quien
pueda confundirse con la interpretación de las apuestas o poner en
duda las maniobras de algún otro, aunque no haya entre ellos quien venga
con cartas marcadas o escondidas ni se pase de listo a claras.
Nosotros,
los del dominó, contamos con fichas saltarinas que no paran de hacer
ruido sin dejar pensar; hacen ruido cuando se las remueve boca abajo
antes del juego, cuando el jugador las coloca delante como una
muralla y cuando, durante el la partida, se las pone una tras otra
formando figuras imprevisibles. Podemos hablarnos sin distraernos del
juego y en los descansos comentamos nuestras cosas. Hacíamos falta
en un lugar así, con este juego olvidado. Hemos vuelto atraídos por
el timbre de un teléfono que suena como los de antes y por los
cascos de los caballos que se oyen pasar afuera. El bar conserva su
antiguo nombre y sigue en el lugar de siempre, aunque ha sustituido
el viejo decorado de calendarios y fotos deportivas por paisajes en
grandes ampliaciones. La barra ya no es de madera de roble con aquel
posapié plateado que ayudaba a estabilizar la posición sobre los
altos taburetes. Ahora todo lo tienen geométrico y artificial.
Abundan las mujeres cuando antes sólo entraban para llevarse a algún
marido borracho. Nosotros, los del dominó, nos retiramos cuando
otros ocupan nuestra mesa y las sillas donde nos sentamos, no porque
físicamente nos estorben sino porque no está bien que el dominó de
los espectros se entrometa en el trato de los vivos, así que salimos
del bar apaciblemente, como entramos, sin saber cuándo regresaremos.
El viejo ring-ring
del teléfono -ya nos hemos dado cuenta- sale imitado de alguno de
esos aparatitos con pantalla que todos tienen en la mano y miran sin
parar, y los cascos de los caballos son los de unas pocas tartanas
que están haciendo circular como antiguallas para los turistas.
Ilustración bajada de wallpoper.com
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