domingo, 8 de noviembre de 2015

Tinto de verano. NOSOTROS, LOS DEL DOMINÓ


El ajedrez es silencioso. Las damas también se juegan, y se miran jugar, casi en el mismo silencio; son largos silencios que encarnizan los malos humos en secreto: en esas partidas donde nadie dice esta boca es mía, gritan los pensamientos de cada cual desahogando en su interior los fracasos y las viejas humillaciones por antiguas que sean. La cabeza es traicionera si se la deja en libertad, se tensa en las dudas de los jugadores que hacen esperar un movimiento y se vuelve estridente en cada paso en falso irreparable, reavivando los propios errores vergonzosos. El silencio no deja olvidar. Es demasiada mala sangre para que se deje criar en un lugar donde los puños han golpeado con ira a un rival que podía ser -o haber sido- tu mejor amigo, donde han brillado las hojas de las navajas desenfundadas o se han roto contra el borde de la barra botellas cuyos filos rotos han ido dirigidos al cuello de cualquier bebedor.
Los que juegan a las cartas sí que hablan, incluso en alto, la mayor parte del tiempo. Anuncian a voces el resultado de las jugadas y hasta sus intenciones (pido, envido...) con palabras terminantes. También son ruidosos con las manos, golpeando con el borde del mazo sobre la mesa, barajando con violencia, lanzando las cartas sobre los montones al repartir como si golpearan con ellas la superficie, con un ímpetu rabioso y dedos desproporcionados, dejándolas curvadas al poco tiempo de estrenarlas, ásperas y oscurecidas por el sudor de sus dedos. Desde la barra, o desde las otras mesas, resultan extraños cuando se callan; en esos casos se les ve vigilar con enorme gravedad, ceñudos, la baraja y a los demás jugadores. Tanta rudeza advierte a quien pueda confundirse con la interpretación de las apuestas o poner en duda las maniobras de algún otro, aunque no haya entre ellos quien venga con cartas marcadas o escondidas ni se pase de listo a claras.
Nosotros, los del dominó, contamos con fichas saltarinas que no paran de hacer ruido sin dejar pensar; hacen ruido cuando se las remueve boca abajo antes del juego, cuando el jugador las coloca delante como una muralla y cuando, durante el la partida, se las pone una tras otra formando figuras imprevisibles. Podemos hablarnos sin distraernos del juego y en los descansos comentamos nuestras cosas. Hacíamos falta en un lugar así, con este juego olvidado. Hemos vuelto atraídos por el timbre de un teléfono que suena como los de antes y por los cascos de los caballos que se oyen pasar afuera. El bar conserva su antiguo nombre y sigue en el lugar de siempre, aunque ha sustituido el viejo decorado de calendarios y fotos deportivas por paisajes en grandes ampliaciones. La barra ya no es de madera de roble con aquel posapié plateado que ayudaba a estabilizar la posición sobre los altos taburetes. Ahora todo lo tienen geométrico y artificial. Abundan las mujeres cuando antes sólo entraban para llevarse a algún marido borracho. Nosotros, los del dominó, nos retiramos cuando otros ocupan nuestra mesa y las sillas donde nos sentamos, no porque físicamente nos estorben sino porque no está bien que el dominó de los espectros se entrometa en el trato de los vivos, así que salimos del bar apaciblemente, como entramos, sin saber cuándo regresaremos. El viejo ring-ring del teléfono -ya nos hemos dado cuenta- sale imitado de alguno de esos aparatitos con pantalla que todos tienen en la mano y miran sin parar, y los cascos de los caballos son los de unas pocas tartanas que están haciendo circular como antiguallas para los turistas.

Ilustración bajada de wallpoper.com

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