sábado, 21 de noviembre de 2015

Tinto de verano. OJO CON PASEAR BAJO EL ECLIPSE


-Tienes una sombra aquí, a este lado de la frente- le dijo alguien a la mesa, interrumpiendo sus palabras, y le apartó con la mano una mancha sombría de la sien derecha; él quedó traspuesto, alelado, con el hilo de su disertación perdido sin remedio, incluso cuando se la mostraron: “Mira, ¿la ves? : Era esto”. Pero él les había estado hablando de algo vital, les había hablado interesado en el resultado final de la conversación, preocupado por el efecto de sus razones en los oyentes comensales, totalmente dispuesto a ampliarles lo que quisieran, a recalcarles o a matizarles lo necesario y más, sometiéndose con el mismo afán y sin reservas a las preguntas y las objeciones que quisieran oponerle. Tan comprometido hablaba hacía un momento que no habría prestado atención al calor en aquella terraza donde se cocinaban las espaldas, ni al amargor del café si hubiera estado amargo ni a que le hubieran proporcionado sal en vez de azúcar; habría ignorado incluso posibles insectos zumbones que lo acosaran o que el viento le arrebatara el sombrero panamá del que estaba olvidado, tan concentrado en cada palabra que decía, avanzando dato a dato las circunstancias del caso que exponía a sus oyentes que lo turbó, incluso le ofendió un poco, que alguien lo interrumpiera para retirarle de la cara una sombra. La debía de conservar todavía del paseo bajo el reciente eclipse; algunas otras sombras se le habían disuelto en diversos puntos del cuerpo, aquella debía de haber quedado, minúscula, imperceptible con las prisas, afincada en una sien. En principio era un acto de gentileza apartársela, ya, pero con lo que se estaba tratando en aquel momento, con el énfasis entregado con que él abordaba aquella cuestión trascendente, enrevesada, prestar atención a una sombra de su cara era restarle importancia a él, a lo que hablaba, a todo. Por eso quedó mudo, desarmado de golpe, como si la propia madeja de sus argumentos lo hubiera atrapado privándole de reacción. La mancha de sombra fue a parar a la mesa que compartía con sus acompañantes, enseñoreándose, ampliando su diámetro, convertida en una novedad flamante mientras él se desinflaba, no sabía cómo seguir. Aquella mancha oscura lo había desplazado disolviendo en un instante la trascendencia de aquel asunto interrumpido. La pequeña sombra concentraba ahora todo lo importante: el calor, la fuerte brisa, los platos que un camarero retiraba de la mesa, los restos de licor, de café o de vino espumoso que quedaban en las copas y los vasos, la hebra vegetal que el viento trajo de repente a la camiseta de una acompañante o los restos de yema de huevo que otro comensal conservaba en la comisura; y todavía más: atestiguaba la crisis financiera en China, el declive de Brasil, la presión sobre Grecia, los incendios del verano, el separatismo, la continuación de los desahucios... todo lo real, lo que de modo fehaciente podía influir en torno a aquella mesa y más allá de ella.
-¡Pero sigue hablando! -le propusieron devolviéndole la atención. Él miraba la sombra sobre la mesa y le acercaba la punta del diente de un tenedor.
-Estabas diciéndonos que...- le insistieron. 
Sobre la oscuridad de la mancha sombría, con el tenedor, trazaba palabras blancuzcas en letra de molde sobre el mantel: YIHADISMO, CAMBIO CLIMÁTICO...
-¿Qué está escribiendo ahí?- acabaron preguntándose entre todos, ya que él no respondía; tan sólo escribía palabras sueltas, o más bien las rasgaba, en la pequeña sombra: CORRUPCIÓN, NARCOTRÁFICO. Unos tenían que leerlas de frente y otros descifrarlas desde otros ángulos, silabeando en voz alta para sí y para los demás: VIO-LEN-CIA-DE-GÉ-NE-RO, ES-PE-CU-LA-CIÓN-FI-NAN-CIERA...
-¿El señor está seguro de que no rayar la mesa con esas letras? -le preguntó un camarero que, sin mayor motivo, puso delante de él la cuenta común. Él acalló al camarero con la palma de la mano abierta. “No soporto que me interrumpan”, le respondió. El camarero adoptó un aire digno y contenido mirando a su cliente. Una mancha de sombra le cubría el ojo izquierdo, como un parche. Sin más respuesta, el cliente siguió escribiendo -o dibujando, o tallando- sobre la mancha oscura lo último que se disponía a expresar antes de pagar y levantarse, ahora con la punta de un palillo de dientes: 67, 32€ A PAGAR ENTRE TODOS Y TODAS.
Él habría deseado hablarles del eclipse, hasta el final. De la inconveniencia de pasear bajo el eclipse.

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