-Tienes una sombra aquí, a este lado
de la frente- le dijo alguien a la mesa, interrumpiendo sus palabras,
y le apartó con la mano una mancha sombría de la sien derecha; él
quedó traspuesto, alelado, con el hilo de su disertación perdido
sin remedio, incluso cuando se la mostraron: “Mira, ¿la ves? : Era
esto”. Pero él les había estado hablando de algo vital, les había
hablado interesado en el resultado final de la conversación,
preocupado por el efecto de sus razones en los oyentes comensales,
totalmente dispuesto a ampliarles lo que quisieran, a recalcarles o a
matizarles lo necesario y más, sometiéndose con el mismo afán y
sin reservas a las preguntas y las objeciones que quisieran oponerle.
Tan comprometido hablaba hacía un momento que no habría prestado
atención al calor en aquella terraza donde se cocinaban las
espaldas, ni al amargor del café si hubiera estado amargo ni a que
le hubieran proporcionado sal en vez de azúcar; habría ignorado
incluso posibles insectos zumbones que lo acosaran o que el viento le
arrebatara el sombrero panamá del que estaba olvidado, tan
concentrado en cada palabra que decía, avanzando dato a dato las
circunstancias del caso que exponía a sus oyentes que lo turbó,
incluso le ofendió un poco, que alguien lo interrumpiera para
retirarle de la cara una sombra. La debía de conservar todavía del
paseo bajo el reciente eclipse; algunas otras sombras se le habían
disuelto en diversos puntos del cuerpo, aquella debía de haber
quedado, minúscula, imperceptible con las prisas, afincada en una
sien. En principio era un acto de gentileza apartársela, ya, pero
con lo que se estaba tratando en aquel momento, con el énfasis
entregado con que él abordaba aquella cuestión trascendente,
enrevesada, prestar atención a una sombra de su cara era restarle
importancia a él, a lo que hablaba, a todo. Por eso quedó mudo,
desarmado de golpe, como si la propia madeja de sus argumentos lo
hubiera atrapado privándole de reacción. La mancha de sombra fue a
parar a la mesa que compartía con sus acompañantes, enseñoreándose,
ampliando su diámetro, convertida en una novedad flamante mientras
él se desinflaba, no sabía cómo seguir. Aquella mancha oscura lo
había desplazado disolviendo en un instante la trascendencia de
aquel asunto interrumpido. La pequeña sombra concentraba ahora todo
lo importante: el calor, la fuerte brisa, los platos que un camarero
retiraba de la mesa, los restos de licor, de café o de vino espumoso
que quedaban en las copas y los vasos, la hebra vegetal que el viento
trajo de repente a la camiseta de una acompañante o los restos de
yema de huevo que otro comensal conservaba en la comisura; y todavía
más: atestiguaba la crisis financiera en China, el declive de
Brasil, la presión sobre Grecia, los incendios del verano, el
separatismo, la continuación de los desahucios... todo lo real, lo
que de modo fehaciente podía influir en torno a aquella mesa y más
allá de ella.
-¡Pero sigue hablando! -le propusieron
devolviéndole la atención. Él miraba la sombra sobre la mesa y le
acercaba la punta del diente de un tenedor.
-Estabas diciéndonos que...- le
insistieron.
Sobre la oscuridad de la mancha sombría, con el tenedor, trazaba palabras blancuzcas en letra de molde sobre el mantel: YIHADISMO, CAMBIO CLIMÁTICO...
Sobre la oscuridad de la mancha sombría, con el tenedor, trazaba palabras blancuzcas en letra de molde sobre el mantel: YIHADISMO, CAMBIO CLIMÁTICO...
-¿Qué está escribiendo ahí?-
acabaron preguntándose entre todos, ya que él no respondía; tan
sólo escribía palabras sueltas, o más bien las rasgaba, en la
pequeña sombra: CORRUPCIÓN, NARCOTRÁFICO. Unos tenían que leerlas
de frente y otros descifrarlas desde otros ángulos, silabeando en
voz alta para sí y para los demás: VIO-LEN-CIA-DE-GÉ-NE-RO,
ES-PE-CU-LA-CIÓN-FI-NAN-CIERA...
-¿El señor está seguro de que no
rayar la mesa con esas letras? -le preguntó un camarero que, sin
mayor motivo, puso delante de él la cuenta común. Él acalló al
camarero con la palma de la mano abierta. “No soporto que
me interrumpan”, le respondió. El camarero adoptó un aire
digno y contenido mirando a su cliente. Una mancha de
sombra le cubría el ojo izquierdo, como un parche. Sin más respuesta, el
cliente siguió escribiendo -o dibujando, o tallando- sobre la mancha
oscura lo último que se disponía a expresar antes de pagar y
levantarse, ahora con la punta de un palillo de dientes: 67, 32€ A PAGAR ENTRE TODOS Y TODAS.
Él
habría deseado hablarles del eclipse, hasta el final. De la
inconveniencia de pasear bajo el eclipse.
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