Tendido
aún sobre la toalla con los ojos cerrados, me podía creer que el
mar ya había desaparecido, al menos en aquella playa
extensa, y que el líquido que ocupaba su lugar era el sudor de los
bañistas, que no dejaban de transpirar ni cuando se daban el
chapuzón. No se recordaba una temperatura igual y parecía que la
Tierra se hubiera acercado más al Sol. Pero abrí los ojos y
comprobé que el mar seguía allí, como siempre, con un azul
definido bajo aquella luz cegadora que amenazaba con decolorarlo
todo. Sólo había cambiado la orilla, ocupada por cientos de
personas que habían preferido tenderse al borde del mar a seguir
tomando el sol sobre la arena seca. Vi innumerables toallas vacías,
extendidas sobre el playón junto a bolsos de playa y sin gente. Los
bañistas que aún seguían ocupando sus toallas, aislados, parecían
náufragos aferrados a la tela como a una balsa que les evitaba
achicharrarse.
Giré
la vista a la izquierda para echar un vistazo a Gladis, que aún se
enjuagaba el cuerpo a lo lejos bajo un chorro de agua sin sal. La luz
era cegadora y el sol dejaba en las retinas espectros rojizos que
destellaban formando dibujos. Aún así la veía con claridad,
girando bajo el chorro, volviendo a remojarse la palma de un pie,
luego la del otro, ahora los empeines, más tarde las rodillas; la
veía estirarse las partes de arriba y de abajo del bikini para para
que el agua entrara en su interior y, finalmente, remojarse el pelo
ladeando la cabeza bien a la derecha, bien a la izquierda. Atríbuí
a un error óptico explicable por el deslumbramiento y la distancia
que aquella melena húmeda y oscura me pareciera menos espesa que
otras veces. Para ser el día que era, el chorro estaba muy lejos de
donde nos habíamos situado. La gente que abandonaba la arena pasaba
delante de mí con las chanclas puestas para protegerse los pies, y
los papás extendían las toallas en lo alto, como doseles, para
proporcionar en el camino sombra a sus niños. Gladis debió aceptar
cuando le propuse apenas poco antes marcharnos de la playa andando
calzados y, al menos por aquella vez, quitarnos la
arena del cuerpo a base de toallazos antes de llegar al coche. Pero
no cedió.
Sólo
cerré un momento los ojos, tan sólo un momento, para descansar la
vista. Los abrí de nuevo pensando si ella habría reanudado toda la
operación de enjuague de su cuerpo de arriba a abajo, de abajo a
arriba, o si ya vendría de camino como pudiera, sobre la arena
ardiente. Ni una cosa ni la otra: estaba paralizada sin atinar a
salir de la plataforma bajo el chorro de agua. Tuve la impresión de
que faltaba aún más cabello en su melena oscura y que toda ella se
había reducido. Sin creérmelo cabalmente pero alarmado, me puse en
pie sobre mis chancletas para ir a su encuentro, llevando en una mano
las de ella. Creí que, con los pies protegidos, iba a ser del todo
practicable caminar sobre la arena pero bastó dar los primeros pasos
para sentir que el calor estaba traspasando las suelas de mi calzado.
La vaharada espesa que me envolvía dificultaba respirar a pleno
pulmón; sobre la cabeza y los hombros parecía tener el efecto de
una una lupa gigante que aumentara los rayos del sol sobre toda la
playa. Caminé acelerado y torpe, intentando mirar al mismo tiempo
hacia ella, sorteando las toallas abandonadas a mi paso y las que aún
tenían encima a sus dueños. Tropezaba con los objetos dejados acá
y allá y con las pequeñas elevaciones de arena. Hacía visera con
las manos sobre mis ojos y comprobaba que Gladis seguía
reduciéndose. El chorro de agua del que aún no salía humeaba visiblemente sobre
su cuerpo. Precipité el paso lo que me fue posible, trastabillando,
jadeando, cayendo alguna vez de rodillas y levantándome con
dificultad. Lo que fuera que le ocurría a Gladis aceleraba sus
efectos a cada paso mío; consternado, ya no sólo resoplaba por el
esfuerzo físico sino también por la preocupación. Alcancé la
plataforma bajo el chorro cuando apenas quedaba de ella una amasijo
caído entre las prendas de bikini. Se había derretido.
Cuando
alcé la vista escudriñando a un lado y a otro para participar mi
desolación con el semblante desencajado -a aquella gran concurrencia
dispersa e indiferente- divisé sobre la extensión de arena una
colectividad de seres reducidos, como una raza nueva que hubiera
sustituido a la anterior, arrastrando prendas de ropa y objetos que
les quedaban enormes. Yo mismo sentí como un abrigo denso la camisa
abierta que me había puesto encima y tuve de repente que sujetarme
el slip para que no se me deslizara piernas abajo. El mar seguía tan
azul.
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