Por su apariencia y estilo, seguro que
aquel viejo café tenía una historia ilustre, una historia de culto
repleta de nombres propios, aunque en sus paredes no hubiera
fotografías que lo acreditaran. Era un café discreto y por eso me
gustaba aún más, no deseaba conocer su pasado. Los camareros te
dejaban en paz después de atenderte; si no los llamabas, tenían la
buena costumbre de no acercarse a preguntar cómo estaba todo, o si
deseabas algo más. Eran silenciosos, antañones, uniformados con
chaquetillas blancas y entrenados en sostener con elegancia las
enormes, redondas bandejas plateadas. Era el mejor lugar para agotar
el periódico saboreando un coñac.
No sólo no había televisión. Nadie
sacaba un móvil ni una tablet allí dentro, aunque no hubiera
prohibición expresa de hacerlo, y nadie hablaba en voz alta. Cada
mesa -mármol y arabescos- era un islote aparte y apartado, una
historia única entretenida con un café, una infusión o una copa;
conversaciones susurradas o reservados silencios de concentración y
olvido.
Yo respondía con discreción a la
discreción del establecimiento. No le decía a nadie que iba allí,
ni que frecuentaba el distrito. Quería mantener mi relación con el
local al margen del trabajo que ya sabía no me darían por contrato
al final del periodo de pruebas por el que llegué a la ciudad.
Tampoco lo mencionaba en mi correo ni en mis mensajes online,
en tanto que sí daba noticias con detalle de todos mis demás
movimientos y rutinas. Llegaba, respondía al saludo de algún camarero, o
de la señora que controlaba tras la registradora antigua, y escogía
una mesa. Me sentaba, me deshacía del abrigo, desplegaba el
periódico y cuando venían a preguntarme pedía mi coñac, siempre
la misma marca. Aunque la secuencia era invariable, me agradaba que
no me preguntaran nunca “¿Va a
ser lo de siempre?”. Siempre se dirigían a uno como si todo empezara en cada ocasión y nada hubiera que darse por supuesto; me parecía el modo más distinguido de evitar
una familiaridad innecesaria, y se compadecía mejor con la anónima
simpatía no sujeta a compromisos de un viajero de paso con la ciudad
que descubre.
Al principio, cada vez, dejaba divagar la mirada de los titulares del
periódico a los ocupantes de las otras mesas, sus gestos, sus
bisbiseos por momentos reconocibles, formando una estampa intemporal; ya
reconocía en ellos a algunos habituales: dos señoras mayores que se
sentaban una junto a la otra y se escuchaban inclinando siempre la
cabeza hacia la que hablaba, como si se estuvieran confesando. En un
grupo de hombres con aire bohemio estaba siempre presente una
guitarra acústica que ninguno hacía sonar. Los de mayor gravedad
era una pareja chico y chica que lucían prendas oscuras, incluso en
días de calor; no abandonaban la seriedad en todo el tiempo de sus encuentros,
a veces acompañados de cuartillas escritas sobre las que se intercambiaban comentarios.
Cuando al fin
entraba de lleno en la lectura del diario, página a página,
favorecida por un agradable estado de concentración, lo hacía
removiendo suavemente el coñac, cubriendo el fondo de la copa con
la palma de la mano para mantenerlo en la buena temperatura durante
unos diez minutos, lo saboreaba y dejaba la copa sobre la
mesa, hasta la próxima. Sin proponérmelo, llegaba siempre al final
del periódico coincidiendo con el último de los espaciadísimos
sorbos que daba al brandy, en una sincronización que parecía
confirmar una tácita armonía establecida entre el local antiguo, el
coñac, el periódico, el personal, los ocupantes de las mesas, la
apacible hora, yo mismo, y todos estos elementos entre sí.
Formábamos, a nuestro modo, un coro a bocca chiusa, un coro a boca cerrada, como el de Madame Butterfly.
La
última vez que abrí el periódico en aquel café me topé con el
reportaje de una sección veraniega que hablaba de aquel local, de su
historia, de viejas tertulias, de artistas bohemios, de escritores y
de algún que otro conspirador. No eran muchos los nombres y a la
mayoría de ellos se les podía relacionar con otros cafés más
famosos, por lo que -imagino- habrían estado allí de paso alguna
vez, si no abandonaron el lugar en favor de otros establecimientos
con más pujanza. Daba igual, nada sería lo mismo después de la
lectura de aquel artículo. También me enteraba, por la lectura, de
los fundadores y de los sucesivos propietarios del sitio. Acababa de
ocurrir algo desconsolador: el periódico, uno de los integrantes de
aquel coro a boca cerrada,
había cargado contra los demás: contra aquel espacio, contra mí...
traicionando. El café y sus ratos en él habían pasado a engrosar
el mundo del dato y de la anécdota; ya podría hablar de todo ello, entretener e ilustrar, tenerlo como referencia de mis itinerarios de viaje, pero se había
perdido lo inefable. Para siempre.
Antes de marcharme, me
giré en la puerta para ver por última vez a los camareros, el mostrador, el
biombo, los percheros de madera, los grupos en torno a las mesas, y
me agradó pensar que había escogido aquel antro de calma por las
mismas razones que lo prefirieron sus primeros parroquianos. Salí afuera, a
la tarde soleada, y aquella ciudad que habitaba aún por unos
pocos días, la ciudad que me aprendía a base de perderme en ella
mirando a un lado y a otro, se veía más completa: había recuperado
un hueco en el plano, una zanja de valor histórico -el café antiguo- como un rico yacimiento bajo una construcción derruida, el tesoro que yo le había
estado disputando.
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