No puedo
pensar en cámaras de seguridad sin desear cometer un delito. Están
en todas partes esos ojos electrónicos que permanecen invisibles,
agazapados ante la ceguera o la indiferencia atolondrada de la gente
que no piensa que está siendo grabada, pero todas esas horas de
imágenes confusas se quedan en nada si no ocurre una paliza en un
aparcamiento, una colisión de vehículos, un asalto violento o el
enfrentamiento de dos bandas futboleras armadas hasta los dientes. Me
angustia no controlar ni aprovechar ningún plano, ningún sonido de
esa otra existencia mía, desconocida, de escenas fugaces y
fantasmales.
A veces
entro en alguna joyería sin el propósito de comprar nada, ni de
llevarme nada. Son espacios refinados y silenciosos que merece la
pena visitar para aprender y admirarse, como museos, y a los que
supongo más dotados de cámaras de seguridad que encuadran el menor
recoveco. He estado visitándolos para aproximarme a la remota
probabilidad de que yo fuera la avanzadilla de una banda de guante
blanco que esperara mi señal para entrar y desvalijar con
virtuosismo; acercarme tan sólo a la imaginaria circunstancia de que
repartiría después con los demás, tras un asalto relámpago, en la
plataforma de un gran furgón clandestino; gozar con la sabrosa
conjetura de que nos dispersaríamos después, cada uno con su parte,
hasta el destino final en alguna isla del Caribe, acompañado yo de
una joven cómplice, exótica y fatal. Así hasta esta vez, en esta
última joyería, donde la naturalidad amable, profesional y en
apariencia confiada con que me ha atendido una mujer muy bien
vestida, ha desentonado de tal manera con la intención retorcida e
inmadura que me había traído aquí que con esfuerzo he podido
reprimir una risotada nerviosa, con esfuerzo y una mueca
desconcertante. Ahí me ha dado vergüenza y habría desistido de
estos devaneos de delincuente si no llego a reconocer en el hombre
embalsamado en gomina y acompañado de un portafolios que en otro
mostrador preguntaba por un collar a M.R.P., viejo condiscípulo de
Instituto.
Desde
hacía años y años no lo veía sino en los medios de comunicación.
Se ha pasado la vida encaramado a cargos institucionales, saltando de
uno a otro. De paso, ha estado encausado por tráfico de influencias
y otros asuntos feos pero ha logrado eludir los cargos con una buena
defensa. A mí no me la da. Cuando le he oído alguna vez en televisión, le he
reconocido ese timbre de voz impostado, algo pastoso y gutural que
empleaba para ganarse a los profesores con comentarios de fingida
trascendencia, adaptados en cada caso al gusto del docente de quien
pretendía obtener un redondeo favorable de la nota o incluso un
punto de favor con el que mantener la calificación media. Con esos
talentos ha hecho carrera toda su vida. No necesito pruebas: tipos como él son la pasta o el caldo básico de lo
que después, a veces, acaba en los tribunales. Están hechos para
eso, tanto en la vida pública y asociativa como en el sector
privado, o en esas franjas turbias en que ambos mundos se confunden.
No estaría de más caerle encima, inmovilizarlo y hacerle confesar
las tropelías a cogotazos después de hacerlo chillar como a un
gorrino. Esa confesión quedaría grabada por alguna cámara de
seguridad, no sé cuál pero alguna habría. Sería delinquir, pero por una buena causa, como si yo fuera un robin
hood de los bosques
electrónicos. Habría que prepararlo bien, tendría que conseguir su
confesión con datos inequívocos, incontestables, sólo conocidos
por él, no vaya a ser que alegue haber hablado sólo por coacción.
No estaría mal, insisto. Lo prepararé todo a conciencia
siguiéndolo, aprendiéndome sus itinerarios, sus relaciones y
actividades; tendré hacerme el encontradizo explotando recuerdos escolares y
de aquí a un cierto tiempo quién sabe, quién sabe, tal vez llegue
la hora, al fin, la hora de dar cumplimiento no a uno sino a dos de
mis íntimos deseos.
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