viernes, 30 de noviembre de 2018

Aquella voz, esa voz...


Reconocí tras la puerta la voz de Mónica. Después de tantos años, seguía siendo inconfundible el mismo timbre sonoro y cristalino con que ahora daba instrucciones para mi asesinato a dos matones. Les exponía un plan detallado al que no faltaban el cálculo ni la previsión. Abrí la puerta y entré, de nuevo magnetizado por  la dulzura pertubadora con que pronunciaba mi nombre, aunque esta vez fuera para sentenciar mi final. Llegué a verla apenas los segundos que tardó en salir por la otra puerta de aquel salón, en cuyo suelo yacían los cuerpos de los dos sicarios inconscientes, abatidos por los efectos narcóticos de su irresistible voz. Mónica, al parecer, me había salvado la vida, perpetuando el vínculo de amor que no habían logrado disolver los años ni la distancia, ni las misiones con intereses opuestos que a cada uno nos encomienda nuestra organización. Pese a todo, no cedí a la tentación de seguir tras ella para comprobarlo.

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