sábado, 12 de enero de 2019

OJO CON EL CHISTE



Como pequeñas formas narrativas -que creo lo son- el chiste y el minicuento (o microrrelato) mantienen por igual parecidos y distancias dolorosamente aceptadas... puesto que cuesta reparos reconocerles ciertos parecidos, ya que no un parentesco de género. Es verdad que el microrrelato literario -incluso el humorístico- tiene, o debe tener, un desarrollo más escrito que oral y no se agota en el estallido final de una carcajada colectiva; se le puede disfrutar a solas con un entendimiento depurado y silencioso, sin que importe haberlo oído o leído anteriormente; y en su disfrute interviene mucho más la calidad formal del lenguaje en la expresión y la omisión inteligente que la situación colectiva o el garbo de quien sabe contarlos. En general no es necesario argumentar mucho para convenir que el minicuento es, en sus formas más breves, un género o minigénero literario.

Sin embargo, el chiste no es considerado ni siquiera género... de algo; se le conoce desde siempre y desde siempre se le ha disfrutado o padecido. Se le ha estudiado incluso: ha merecido páginas ilustres en la Filosofía (1) o en el Psicoanálisis (2), pero no se le presta atención ni siquiera como género narrativo oral con formas tradicionales propias; viene a ser un pariente descastado y vulgar que perdura con una celebridad imperdonable y peyorativa. El chiste -dicho sea con la venia general- es un minigénero narrativo oral con sus señas de identidad lingüísticas y extralingüísticas; es algo más que un texto, es también un contexto grupal: una ceremonia a cargo de partícipes ya predispuestos no sólo a la risa, que recibirán como grato desahogo, sino a la sorpresa final tomada como un reto al ingenio y a la reconfortante burla, más o menos benévola o malévola, de asuntos humanamente comprometidos.

El chiste tiene mucho de acertijo susceptible de una sola interpretación -por eso tiene el encanto de la adivinanza-, y la risa más o menos ruidosa, pero espontánea, con que finalmente se le celebra es la señal de que se le ha entendido, que se ha “cogido” su intención y así se ha llegado a su final con éxito colectivo para todos los celebrantes, especialmente para aquellos que los han contado, sus oficiantes máximos. Pues hay quienes son capaces de arruinar los chistes más garantizados, y hay quienes, por el contrario, tienen el indescriptible donaire necesario para provocar carcajadas incluso con invenciones chistosas lamentables. No olvidemos que es un género sustancialmente oral y narrativo, por lo tanto, indicado para quienes manejan recursos de contadores de historias, o bien para quienes poseen la llamada “gracia”, ese carisma indescriptible, incluso envidiable, que convierte a sus poseedores en las estrellas del momento cómico.

Unas pocas convenciones introducen y mantienen ese momento chistoso de una reunión: alguien atrae la atención de los oyentes (que puede ser uno solo) diciendo, por ejemplo: “Va un borracho...”, o “Dicen que va un borracho...”. Ese comienzo inequívoco equivale a la letra mayúscula inicial en un texto escrito. Un momento mayúsculo. A partir de ahí, cuando haya que presentar los diálogos en esa pequeña narración que es el chiste, se recurrirá a los repetidos “Dice...”, o “Y dice...”, que funcionan como los guiones en un diálogo escrito, y así hasta la catarsis final de la esperada carcajada, que de no lograrse será suplantada por algún rictus artificial y desangelado que intentará sustituir la frustrada gracia final en esperado contagio.

Ni que decir tiene que no es lo mismo oír el chiste que leerlo, a solas y en frío; desde luego que no se disfruta igual ni produce las mismas reacciones. Pero en cambio, un libro de chistes considerados como documentos para una lectura atenta puede deparar momentos literarios, incluso filosóficos, nada despreciables. Al observarlos en conjunto, leídos con calma, se comprueba que son todos ellos historias crueles o dolorosas, esos mismos que nos hacen estallar de risa como anécdotas inofensivas. Y no sólo porque en ellos tenga licencia la burla de la desgracia, la marginación, la ignorancia, la frustración o la desgarrada impotencia, sino porque todas esas circunstancias son presentadas desde el ángulo ajeno al verdadero protagonista de la anécdota: la víctima, esto es, quien incurre en sus despistes, atropellos, disparates o equívocos cuando menos bochornosos, si no humillantes. Y con ello llegamos a lo que creo es el requisito imprescindible y definitorio del chiste, prevaleciendo incluso sobre lo que en él se cuenta y sobre sus recursos formales, que no es otra cosa que su punto de vista, su despiadado enfoque. El chiste y el momento cómico en que se representa no admiten la empatía, ni la consideración del dolor o el fracaso como protagonistas a tener en cuenta. Aunque dándoles la vuelta compongan un nutrido filón de ideas argumentales a desarrollar en películas o en narraciones literarias,digamos, serias.

A pesar de los poderosos motivos que le hacen todavía perdurar en los usos sociales, es posible que el chiste, como momento excepcional con licencia para la burla deshinibidora, sea pronto superado y desintegrado por el predominio agresivo, paleto y constante de los trolls informáticos -ya que esos van en serio- o por la empobrecedora y sesgada bajeza de debates públicos de todo tipo. O bien por la aparición y triunfo de auténticos chistes vivientes como los Trump o los Bolsonaro, que amenazan entre otras cosas con relegarlo haciéndolo innecesario, con no dejar lugar para el asombro ni la sorpresa final en las narraciones de ocasión.

(1) Sigmund FREUD. El chiste y su relación con el inconsciente
(2) Henri BERGSON. La Risa

lunes, 7 de enero de 2019

El mar también...

















El mar también es inclemente en la calma más azul:
no se puede tragar tanta belleza a sorbos...
El mar, ya sabes,
jamás será civilizado, estético, proporcional.

Ámalo fuera del canon
y acepta el naufragio.