jueves, 22 de septiembre de 2016

FUEGO DE NADIE, de Verónica GARCÍA


“Cual sea mejor, amar o aborrecer.
Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro a quien mi amor maltrata;
maltrato a quien mi amor busca constante.
Al que trato de amor, hallo diamante
y soy diamante al que de amor trata;
triunfante quiero ver al que me mata
y mato a quien me quiere ver triunfante.”.  Sor Juan Inés de la Cruz, Musa Dézima,


Verónica García ha ganado recientemente el VII Premio Internacional de Poesía "Ciudad de Santa Cruz de la Palma" con el libro Fuego de nadie (Ediciones La Palma, 2016).

Es este un poemario, descarnado, con implacable intromisión de la anécdota, que sugiere poema a poema, hasta su final, el desarrollo de una pasión amorosa destructora e incontenible, compuesto según  un plan ordenado y lineal del que ya advierten desde el principio las citas introductorias de Sor Juana Inés de la Cruz y de Shakespeare.

De la crudeza sin escapatoria, presumiblemente biográfica, de estos poemas dan cuenta las innumerables referencias de insobornable naturalismo en el trágico inventario de esta "historia". La portentosa riqueza de creación de imágenes -propia de los trabajos de Verónica García- se desenvuelve en un estimulante surrealismo enérgico, rico en hallazgos tan acertados como imprevisibles.

Verónica García comenzó su andadura literaria con La mujer del cubo verde (premio de poesía Tomás Morales 1986). A este libro siguieron Sinestesia, Posibles enunciados, El universo de los náufragos, La isla del Caimán, Lapso, Atonal y Resucitar del agua. También es coautora de los poemarios colectivos De amor y locura, La fiesta innombrable y Las bocas del agua.


PEQUEÑA MUESTRA DE POEMAS

Besos que dan asco

Este es un tiempo de faroles bajo el puente,
de besos que dan asco y aceite que fluye
hasta el sí de la mirada.

El río está seco pero inunda los trigales.

Sé romper la pared con la cabeza
y desnudarme junto a los grafitis
sin respirar.

Mi corazón es un libro
que quiere ser leído, insiste en espera
de un martillo que rompa tu coraza.


Olas en celo

Desde tu ventana una bola de fuego se escapa,
la veo ascender, alejarse,
apacigua sus llamas quemando los árboles,
su luz en el callejón será tormenta mañana.

Nado sobre olas en celo

un incendio de agua besa mi locura.


Veneno

Consulté con la Mantis Religiosa, quise aprender su lenguaje,
estar a la altura de tus exigencias.

Me esmeré en darte veneno, inventé un infierno contra tu lluvia ácida.

En tu boca la Mantis probó la locura

desistió

¡Pobre Mantis drogada!


Monoloco

Hay un guión escrito en los andamios
entre hierro fundido y ventanas rotas,
habla de un mono loco que descansa
al borde de lo irreal y se deja caer
sobre los cuerpos que arden.

Monoloco que estás en fuego de nadie

¡Déjame en paz!



Sin pedir permiso

Por Gigoló, por sádico,
por monstruo te amo.

Porque me das
y tomas lo que quieres
sin pedir permiso:
mejor que morir de celos
o intentar curarme.



Sol ficticio

No soporto la terapia si me obliga a dejarte,
no quiero ver la luz al final del túnel,
mis ojos están acostumbrados a la penumbra.

Construí un castillo de arena y me aferro
a él a pesar del vaivén de la ola,
no quiero ver el fondo, prefiero la superficie
deslumbrante de este sol ficticio.

Mejor sería borrar tu contacto, no verte más,
tirar la rosa del delirio, pero dejo la terapia.



Cañaveral abierto

El duelo no se escribe, abre su cauce a los ahogados,
pinta de verde las palabras que padre talló en mi pupila.
Escuece su grava en el zapato, una noche en su desierto
es mejor que el primer día de los astros.

Vengo por la espuma, no por tu recuerdo.

Me quedo por el mar, no por el cañaveral abierto,
sólo por tus cenizas en la costa, por los pájaros
del amor que sabes darme.

Quiero flotar en la tormenta de tu nombre
y que escuches mi voz de resina.

Quiero dormir sin miedo, hazme una cuna.
Abre el océano y sumerge mi lava.

Dejo atrás la capa del deseo, un huracán blanco
me desnuda y ya no soy mujer ni paloma,
soy vórtice del ciclón que teje los planetas.

He llegado por la muerte, me conoce desde niña.

jueves, 9 de junio de 2016

APENAS UN REMANSO

En el café. Kika Selezneff 
Doña Valentina no observaba apenas a Gedeón, para qué; le era ya familiar, demasiado familiar, verlo corregir ejercicios en la sala del café, con la taza al lado, dejando con frecuencia que el cortado se le enfriara sin darse cuenta, como también era previsible verlo levantarse para recalentar el líquido en el microondas, en ocasiones más de una vez; ése era el único momento en que él alzaba la vista de los papeles, sin decir ni media, sin ocuparse de quién entraba ni de quién salía.

Don Gedeón tampoco reparaba en Valentina; estaba demasiado acostumbrado a verla calentar café nuevo de un modo resolutivo y casi automático cada vez que llegaba, y disponer sobre la mesa, en platitos de cartón con cubiertos de plástico, algunas de las galletitas, pastelillos o bombones que quedaran en la amplia alacena, haciéndolo todo con un dinamismo tan maquinal y silencioso como si pensara marcharse de inmediato después de beber un sorbo, como una ejecutiva sin tiempo. Pero esta vez Valentina, inesperadamente, detuvo en seco los pasos en una de sus vueltas entre la alacena y la cafetera eléctrica, abrió los ojos sorprendidos y se giró sobre los talones observando intrigada los ejercicios que corregía Gedeón.

-Disculpa -le dijo-, pero me he fijado cuando paso cerca y veo que las notas que pones son todas de nueves y dieces, nueves y dieces... Chico, ¿tan bien te va?

Gedeón sonrió con modestia antes de confesarle que se trataba de los exámenes de los empollones, siempre empezaba por ahí para animarse a corregir los ejercicios: "¡Ya vendrán después otras notas, ya!", pronosticó. Valentina apenas concedió un gesto de comprensión a su compañero y se dirigió de nuevo a la cafetera eléctrica. A la vuelta se sentó frente a él, le puso delante una taza con café nuevo y le acercó la lata grande que contenía una buena variedad de galletas en cestitos de papel plisado. “Para que te animes aún mas”, le dijo. Él tan sólo dirigió los ojos sobre las gafas hacia las novedades de la mesa y le dio las gracias a Valen, después continuó a lo suyo.

-A cuerpo de rey estás, ¿eh, Gedeón? -le preguntó Valentina- No es el Cafetín de Buenos Aires, ya te gustaría, pero no te falta de nada. Si acaso, la música...

Gedeón levantó la cabeza y arqueó las cejas sorprendido, por las atenciones y por la mención al histórico tango. No se lo esperaba en ella. Y Valentina sonrió como si hubiera previsto su sorpresa.

-¿Qué te creías, que sólo tú conocías de tangos? Tienen letras preciosas, soberbias, y yo soy la de Lengua y Literatura, no lo olvides. Cafetín... es para mí casi el mejor, como poema -opinó Valentina, y arrancó a canturrear con voz muy suave: “... Nací a las penas /bebí mis años /y me entregué sin luchaar”. 

-Ya veo que te gusta -le reconoció Gedeón. Y se le ocurrió proponerle, tan sólo hablando por hablar-: ¿Qué tal si montamos aquí un día del tango, tú y yo, como actividad específica de tu Lengua y Literatura? Hay días en el año para todos los asuntos, así que por qué no... Y que acabe todo el mundo hablando lunfardo, que se arme una buena. Yo aporto los discos.

Che, malevo! -replicó Valen de inmediato-, soy la de Lengua (...Castellana) y Literatura, no lo olvidés. El lunfardo es casi otro idioma y yo no soy una entendida, tal vez tú sí -dijo, y se llevó la taza de café a los labios; después le arrimó aún más el cortado a Gedeón, incitándolo a tomarlo antes de que se le enfriara.

¡Lunfardo, dices!; mirá que sos fanático, Gedeón”, continuaba ella la broma cuando empezó a oírse el tintineo seco del manojo de llaves del portero del centro, cuyos pasos parecían aproximarse aunque de momento no se pudiera precisar a qué distancia estaba ni si en realidad se dirigía a la salita. Esperaron guardando un silencio momentáneo y el sonido de las llaves fue en aumento. Serafín apareció finalmente en la puerta con su ropa de faena, el llavero abultadísimo al cinto, y saludó antes de entrar.

-Llegas a tiempo, Serafín. Hay café recién hecho -informó Valentina al portero y se dirigió a Gedeón, avivándolo-: ¡Pero don Gedeón..., ofrezca usted unas galletas a nuestro guardián de bienes, de esas que tiene ahí cerca! 

-¿A nuestro qué...?

-Se llama guardián de bienes, que no portero. Ya has aprendido algo nuevo, ¿ves? Soy la de Lengua y Literatura.

Serafín, guardián de bienes, rechazó las galletas con una sonrisa y se apoyó en un lado de la puerta con la tacita de café en la mano.

¿Sabes, Serafín? -dijo Valentina-, los porteros (los guardianes de bienes) son los
Cafetín de Buenos Aires, José Marchi
personajes más alucinantes y misteriosos de los colegios. Nunca se sabe dónde están ni por dónde van a aparecer, siempre precedidos por el ruido de sus llaves, que los anuncian pero sin descubrirlos; cuando hay silencio por esos pasillos se oyen las llaves por más tiempo y alargan el misterio. Conocen lugares del edificio donde nadie ha puesto la vista ni sabe qué puede haber, si es que a alguien le interesa: sótanos, pasadizos, desvanes, pozos... Conocen materialmente las tripas de la iluminación y la ferretería de todo este decorado. Y a eso hay que añadir (ojo) lo que van sabiendo discretamente de todos a lo largo del tiempo, la historia acumulada de los cursos y de los equipos que se han ido sucediendo, la cara oculta de los acontecimientos...

-¡Ya será menos..! -repuso Serafín, cabeceando y sin abandonar una sonrisa tímida.

-Dime una cosa -inquirió Valentina-: tú que estás en todas partes, ¿no te habrás topado en algún momento, por algún sitio, con el DRON de don Gedeón, aquí presente? Es sabido que un día vio, o creyó ver, un DRON espiando por la ventana de su clase con malas intenciones, y después por la ventana de un pasillo, y que el cacharro no se le ha vuelto a aparecer desde entonces, aunque todo el mundo se ha quedado con la duda y ya hay otras personas que fantasean mucho con el DRON de don Gedeón.

Lo había dicho así y lo había repetido: “el DRON de don Gedeón”, proclamando el fenómeno como un ser real y notorio, a cuya relación -ya del dominio público- Gedeón tendría que resignarse por un tiempo, sobrellevando la curiosidad, la desconfianza o la guasa de quien quisiera recordarle aquella aparición voladora. La misma alusión de Valen y sus preguntas del momento parecían responder a esas tres intenciones: la curiosidad, la desconfianza y la guasa, como si brincara de una a otra alternativamente y no pudiera saberse en cuál de ellas se establecería al fin.

-¿Eh, Serafín? -persistió Valentina-, ¿no has visto volando por ahí nada parecido? Ese artefacto debería llevar un cascabel, algo colgado que anunciara que está cerca, como a ti te anuncia el llavero. Claro que tal vez no sea cosa real sino imaginada, o algo mágico, o tal vez sea un enviado de poderes que están más allá de nuestro control, quién sabe, para vigilarnos. En ese caso... ¿quién le pone el cascabel al DRON?

-En ese caso -intervino Gedeón- daría escrúpulo intentarlo. Nadie pondría ese cascabel... ni al gato.

-¿Has dicho “escrúpulo”...de verdad has dicho eso? -preguntó Valentina con cierto asombro en la mirada- ¡Es curioso, es realmente muy, muy curioso..!

Miró a uno y a otro sin desvelarles qué era tan, tan curioso, manteniendo el suspense y la expresión de asombro. Gedeón y Serafín intercambiaron discretamente una mirada de desconcierto. El portero había cambiado de repente la amable y tímida sonrisa por un ademán interesado y grave. Gedeón arrugó el entrecejo fijando dos ojos como dos signos de interrogación en su compañera y, al fin escamado por la intriga, le preguntó casi ofendido si por casualidad él había empleado mal la palabra “escrúpulo.”

-Está bien empleada, pero no se trata de eso -Valentina miró a uno, después al otro, cada vez más picados por la incómoda curiosidad-. Es como si hoy todo se concatenara -explicó- y todo guardara relación de un modo sorprendente (el DRON, el llavero, el cascabel, el escrúpulo): ¿saben cómo se llama el pequeño grano interior que hace sonar un cascabel? -y volvió a hacer una pausa dramática, sin desvelarles la respuesta todavía -En realidad es prodigioso.

-Rediez, dínoslo ya... ¿Cómo se llama? -apremió Gedeón.

-¡Espera, hombre!, los estoy preparando porque esto es demasiado hermoso y aquí hay corazones sensibles -advirtió Valentina. Serafín hizo señas de que ya se tenía que marchar y ella unió sus manos en forma de ruego para que esperara un instante más-. Pues atiendan: el grano que hace sonar el cascabel por dentro se llama es,cru,pu,li,llo -dijo enfatizando cada sílaba, y finalmente repitió todo seguido-: ¡escrupulillo! ¿No es poético, no es maravilloso? -preguntó a nadie en concreto-. A mí es que esa palabra me llega al alma, a lo más hondo...

Y antes de que se le escapara un sollozo, les recordó que ella era la de Lengua y Literatura.




lunes, 6 de junio de 2016

¿PERO QUÉ LE PASA A VENUSIA?


El solajero deslumbraba hiriendo los ojos, destellaba en el suelo y difuminaba el colorido de las flores. Don Cleofás, protegido por la boina de visera, miraba preocupado al patio de recreo que ese día le tocaba vigilar; tenía la vista puesta sobre el encuentro de fútbol que disputaban alumnos de dos cursos diferentes, y se alarmaba en realidad por varios motivos. Una de sus preocupaciones, la más urgente, era de carácter solidario y exigía una inmediata intervención: veía a don Gedeón en ese momento en el centro del patio, distraído en pleno partido de fútbol, así que sin dudarlo encargó a dos alumnas le advirtieran de su parte del riesgo de recibir un pelotazo en los morros y de que sus gafas salieran volando por ahí. Y es que Gedeón no parecía percatarse en realidad de los tumultos en que se internaba durante las avanzadas y los retrocesos de los contendientes en torno a la pelota, ni de las certeras patadas o los cabezazos que la impulsaban atravesando una buena extensión del patio. Además de preservar a su compañero de un empujón o del oprobio de acabar alcanzado por un disparo futbolero, convenía a Cleofás evitar quedarse solo en la vigilancia del patio teniendo encima que atender a un Gedeón accidentado. Don Cleofás vio desde lejos a las niñas dándole el recado, y vio asimismo al advertido apartarse a un lateral del terreno de juego, donde tampoco se percató de que un niño se ocultaba detrás de él para escapar de otros con los que jugaba, usando su cuerpo como escondite.

El segundo motivo de interés era la frecuencia con que algunos pequeños jugadores, demasiados en realidad, se llevaban el pulgar a la boca imitando el gesto que últimamente repetía más de un jugador famoso, o la forma en que señalaban con los índices al cielo después de haber realizado una jugada -como también hacían Messi y otros cuantos más- y, sobre todo, la persistencia y facilidad con que escupían sobre el terreno de juego, andando o parados con las manos en la cintura. Pensó que, al menos en lo relativo a escupitajos, algo se debería hacer “en el terreno educativo”. Vio a otra persona que también parecía imitar a la gente destacada del fútbol, y no era esta vez ningún niño ni ninguna niña, y ése era su tercer motivo de preocupación: doña Venusia, de 1º E, caminaba por los alrededores del patio hablando por el móvil, sola, cubriéndose la boca con la mano libre a la manera de las celebridades, en especial los entrenadores y los presidentes de clubs de fútbol. ¿A qué venía aquel gesto? Al parecer ella había salido del edificio central para hablar a solas por el móvil, se podía entender, pero ahora no parecía que hubiera nadie atento a ella y menos capaz de una lectura de labios a distancia: los alumnos estaban a sus juegos y Gedeón probablemente ni la viera. “Está claro”, concluyó Cleofás, “que con un gesto así más bien se arriesga a que se fijen en ella”. ¿Pero quién?
Doña Venusia, sin apartar la mano izquierda de su boca, y sosteniendo aún el celular con la derecha, empezó a mirar con suspicacia hacia los edificios cercanos cuyas ventanas daban al patio del colegio, una multitud de ventanas, también de balcones, del vecindario donde nunca se veía a nadie asomado -curiosamente- ni limpiando los cristales, pero tras los que, con seguridad, habría ojos escudriñando las entradas y salidas, los recreos, la cuesta empedrada, el jardín, el emparrado bordeado de pequeñas columnas y los movimientos de todo el mundo; alguien oculto detrás de unas cortinas o retirado unos pasos, velado por la sombra. Ella contraía los párpados para afinar la vista y fruncía los labios en un rictus de desconfianza mirando hacia aquellas viviendas. Cleofás ya no pudo seguir distrayéndose con ella; una encendida bronca por un gol confuso había hecho que el niño árbitro se retirara, intimidado, y había en ese momento dos adversarios desafiándose, a punto de resolver la cuestión a trompetazos, jaleados alrededor por sus respectivos partidarios. Se dirigió al lugar del altercado pero en el camino vio que ya Gedeón intervenía con prontitud disolviendo el mogollón y enfriando los ánimos.
Aunque quiso estar más atento al patio a partir de entonces, no pudo evitar fijarse en don Atilio, de Educación Física, que era quien deambulaba ahora por los alrededores del espacio de recreo hablando por su móvil. Buscó con la vista a doña Venusia y de momento no la supo ver; ella se reveló a sus ojos de repente saliendo del bosquecillo conformado con plantas autóctonas en un extenso parterre lateral, un jardín muy formativo cuya vegetación abuntante era ya lo suficientemente tupida como para perderse en ella. Su vestido veraniego de falda larga, de color amarillo claro, le había permitido camuflar su figura entre las flores de risco (amarillas) los matos de risco (amarillos) las orejas de gato (amarillas) y también entre los cardos yesca, los cardos crito y los girasoles, todas flores de un deslumbrante amarillo. A Atilio se le notaba en la cara que veía llegar a Venusia hasta él encandilado por tanta amarillez esplendorosa, luego incómodo por tener que entender lo que ella le decía sin dejar de atender la voz al otro lado de su teléfono móvil y, finalmente, asombrado de que su compañera le cubriera la boca con su mano cuando él intentaba hablar por el teléfono. Ella, por toda explicación, llamó su atención sobre las ventanas del propio colegio señalándolas con el índice. ¿Qué le preocupaba ahora de esas dependencias escolares tras las ventanas: aulas, oficinas y despachos hacia donde por costumbre tampoco se mira nunca pero que posiblemente tengan dentro alguien que tal vez sí observe, o vigile, incluso en horas de recreo? Imposible no seguir curioseando cuando Venusia agarró a Atilio por una de las mangas del chándal intentando llevarlo de la mano acá o allá para señalarle, al parecer, todos los lugares desde donde podían verlo anónimos espectadores, dentro y fuera del recinto. Tampoco fue posible no fijarse en cómo Atilio, con rostro alucinado, incluso asustado, se zafaba de la mano Venusia retirándole su antebrazo con energía para escapar enseguida hacia el bosquecillo, perdiéndose entre los tajinastes, dragos, cardones, cedros y las flores plantadas entre ellos.
La algarabía motivada por el único gol indiscutible de aquel encuentro devolvió su atención al campo de juego. Vio cómo el ímpetu de unos cuantos abrazos sucesivos hizo tambalearse al goleador, que perdía el equilibrio. También había alumnos corriendo eufóricos por todo el patio al tiempo que se quitaban la camiseta para dejar al descubierto otra interior, a lo Iniesta; se incrementaron los escupitajos al suelo, lanzados por ganadores y perdedores, así como proliferaron de inmediato los jugadores que se chupaban los pulgares antes de reubicarse en el terreno. Gedeón, por su parte, cumplía con su cometido vigilante, sin distraerse lo más mínimo, y hasta parecía complacido con el desarrollo del partido. El juego se reanudó con un saque reglamentario en los últimos minutos del recreo; ya se jugaba serenamente por cumplir, sólo por agotar el tiempo destinado al fútbol.
Volvió a mirar a los alrededores del patio. Ya no había rastro de doña Venusia ni de don Atilio; era de suponer que habrían entrado los dos en el edificio, cada uno por su lado. Miró de nuevo hacia todas aquellas paredes y ventanas en las que rutinariamente nadie reparaba nunca, él al menos no les había prestado atención hasta ese momento en que la extraña agitación de Venusia se las hizo notar. Eran, en realidad, demasiados probables espectadores con los ojos puestos sobre uno, a diario, ojos que sumar a los de los alumnos en las clases, que era el público visible y permanente. Siempre estaban expuestos los profesores -pensaba- siempre actuando ante alguien, para alguien, la imagen y la voz siempre entregadas... en un constante escenario. No era de extrañar que cualquiera más susceptible a la atención ajena -alguien tal vez muy perfeccionista, o muy vanidoso- se preocupara tanto como Venusia lo había hecho por tanta supuesta expectación, o como él iba a tener que preocuparse sin remedio por el pelotazo inesperado en la barriga que acababa de recibir; ¡cómo dolía! Desde quién sabe qué ventanas, y tras qué cristales, lo estarían viendo doblarse sobre sí, caminar torpemente con el tronco inclinado hacia adelante y las manos en el estómago, con la boina de visera caída sobre el suelo y pisada por los alumnos que en su auxilio lo rodeaban, que le preguntaban cómo se sentía, que comentaban entre ellos sobre su palidez indudable. Deseaba calmarlos, deseaba recuperar resuello para poder decirles no es nada, se irá pasando, dejen ahora que me apoye en este poste, no me rodeen de esta manera porque necesito aire, un poco de aire nada más... Y no le gustaba que le vieran así. La luminosidad de las primeras horas se iba convirtiendo en agotamiento y bochorno de día carbonizado, en pieles sudadas y excitación nerviosa que enconaría los ánimos hasta la hora de salida, y también en aquella sensación de presión sobre sus sienes caldeadas, confundida ahora con el dolor, ya que en las tripas aún le pesaba el impacto doloroso como una como un bloque de algo sólido y con aristas. Cerca de él repiqueteaban los últimos botes a ras de suelo de la pelota que lo alcanzó. Levantó la cabeza para intentar decirles gracias a todos, ya estoy mejor, no se me echen encima, y vio venir hacia él a don Gedeón apresurado dando largas zancadas, estudiándole con preocupación el semblante tras los reflejos de sus gafas.
-Rediez, don Cleofás -oyó que exclamaba Gedeón-, rediez, reonce y redoce elevados al cubo, ¿estás bien? ¡Vaya cañonazo directo al hígado!... Hay que fijarse más, hay que estar más al loro, compañero. Como yo.

miércoles, 18 de mayo de 2016

ASÍ HABLÓ SARA TRASTO, según Tina Suárez Rojas


La falta de noticias fiables sobre Sara Trasto hace imaginar lo peor al leer de improviso versos como los siguientes: "Aquí yace Sara Trasto/ que renegó del espejo, que robó liras en Delos, que truncó doce cronopios, que mató al Comendador", aunque tranquilice la casi total certeza de que se trata de unos versos más de la misma Sara, incluidos en los papeles que aporta Tina Suárez Rojas (su albacea, testaferra, biógrafa y, quién sabe, tal vez coautora o coculpable de sus poemas).

Se conoce que Sara Trasto llevaba tiempo recibiendo por todos lados y que aumentaban sus sañudos detractores, como aquel académico que llegó a decir: "Si todos son como ella, no den de comer a los poetas.". También se topaba con el elaborado regodeo de quien componía, por ejemplo, lo siguiente (aunque muy probablemente esté reelaborado por la misma Trasto, pues parece tener su sello):

"A una tal Sara Trasto, barda de burda cepa
ni quevedina ni gongoreta, con sídrome de benengeli
lirófora pretensiosa y poetonta de las dehesas
una de avitaminosis lírica
y luces matapoéticas."

Aunque nos consta igualmente que ella tampoco era manca a la hora de dirigirse a sus adversarios maldicientes, como se puede ver (y valga apenas como botón) en las lindezas siguientes:

"Aristócratas como tú
escuchan al Mendelssohn en los días de lluvia
se inventan una tristeza que haga juego con su sofá
emulan la languidez del más cretino de sus gatos persas."

O también:

"A poeta laureado
no le mires el diente.
Mírale más bien el vientre
de canapés inflamado."

Con aires del Siglo de Oro, menudean en las páginas de este libro (Así habló Sara Trasto, 2014.  Ed. Vitruvio) el talento denigratorio y las disputas injuriosas de aquel mundo letrado con descaro ajeno a estos tiempos políticamente correctos; también con un inagotable ingenio contorsionista que apura los conceptos con versiones fulminantes de los adagios populares, las citas literarias y el mismo léxico.

Tina Suárez Rojas es también autora de los libros Pronóstico Reservado, Huellas de Gorgona, Una mujer anda suelta, Que me corten la cabeza, El principio activo de la oblicuidad (premio Carmen Conde), Los ponientes, Las cosas no tienen mamá y Brevísima relación de la destrucción de June Evon. Para quienes aún no se hayan aproximado a algunos de sus textos, sirva la visita a la siguiente página web:


Pequeña selección de textos

POÉTICA DEL MARTES Y TRECE

En martes y trece se abren los circos de pulgas
se visitan los jardines helados
se pasea por las tierras impías de Magdala.

En martes y trece se bautizan los ogros.

Sólo en martes y trece se asoman al cielo las vacas del sol.

En martes y trece compra sus almas remendadas el diablo
instrumentan su cúbica armonía los geómetras
traman sus milenarias conspiraciones las flores
admiten las ballenas sus polizones
publicitan su cara oculta los espejos
incendian corazones las onanistas zurdas
y escriben los homicidas sus cartas de amor.

Al martes y trece pertenecen la fata morgana y el rayo verde.

El martes y trece nació el bueno de Huckleberry Finn.

Si dices te quiero en martes y trece sacudes el polvo de las leyes cósmicas.

Fue en martes y trece que se originó el Big Bang.

El martes y trece es para celebrar a Jantipa que no a Sócrates
para estudiar patafísica que no gramática
para gritarle al mundo "Je suis Napoleon!"

El martes es un milagro de la naturaleza y el trece el más fiel animal de compañía.

Un almanaque sin martes y trece es una estafa, es un fraude ilegítimo.

Colgar un almanaque sin martes y trece resulta indiscutiblemente una vulgaridad.
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POETAS EN ABRIL

Mermelada de vos en boca fresca.

Abril abre sus alas de calandria
adorna su perfil en las sombrillas
airea sobre el puente sus engaguas
enreda a los amantes en el brezo
relame de sosiego las estancias
dedica a los poetas madrigales
arroba las heridas del espanto.

En las noches de retórica estrellada,
cómplice delicuescente de sus púberes jadeos
las muchachas centellean con abril entre las piernas.

Sátiros embelesados en parques municipales,
tierno abril de caramillos, vicio de peripatéticos.

¿Qué racimo de latidos desdeñará su querencia?
La crueldad de su dulzura brinda un verso al viejo Eliot.

Mermelada de vos en boca fresca.
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PRINCIPIO Y FIN DE SARA TRASTO

Sara Trasto resplandeció en las tinieblas
mas las tinieblas no la comprendieron.

Las tinieblas no comprendieron a Sara Trasto
tan entrañameblente acacrónica y desfasada
no sucumbieron a su  traje de luciérnaga
ni a las cuerdas irisadas de su ukelele.

Portaba Sara Trasto sus meteoros cromáticos
con airosos ademanes de farola ambulante
pero las tinieblas se agrietaron al decir su nombre
y alborotaron paranoicas los vestíbulos del cosmos.

Sara Trasto ofreció apenas un puñadito de atardeceres
un trozo incandescente del año de la espiga
una caja antigua de galletas alumbradas
y un retoño de soles anidado de peces
pero fue en vano;
las tinieblas  prefirieron al ornitólogo anodino
que cultivaba pajaritas en los agujeros negros.

Y así por más que Sara Trasto resplandeció en las tinieblas
las tinieblas no la comprendieron.

Ella que sólo pretendía asilvestrar rutinas
hoy reposa su congoja a la sombra de los recuerdos
hiperbóreamente sola y sitibunda
con su desordenada colección de horas muertas.
_________


EL VENDEDOR DE DÉCIMAS

Tonta imbécil presumida
frívola torpe llorona
melancólica bribona
absurda ruin consentida
necia falaz engreída
grisácea cual cenicero
anodina sin esmero
burda precaria indolente
fugaz lasciva incoherente
mal bicho cuánto te quiero!

(50 céntimos)

domingo, 15 de mayo de 2016

EL PRINCIPITO HA VUELTO, O ESO PARECE. (M.J.Alvarado y T. Correa)

Foto de Teresa Correa

"...Si entonces un niño llega hacia vosotros, si ríe, si tiene cabellos de oro, si no contesta cuando se le pregunta, adivinaréis quién es. ¡Sed amables entonces! No me dejéis tan triste. Escribidme enseguida, decidme que el principito ha vuelto."
(Antoine de Saint Exupéry, El Principito).

"...Quizás pasara algún coche o alguna caravana, pero no era probable. Así que comenzamos a valorar la posibilidad de no avanzar más, pasar la noche allí y confiar en que las estrellas nos ayudarían a definir el rumbo que deberíamos tomar por la mañana...
Y entonces lo vi".
(María Jesús Alvarado, El principito ha vuelto).


El principito ha vuelto (Libros de las Malas Compañías, 2015) es la crónica viajera de una corta expedición sobre las arenas del Sáhara, corta si medimos el tiempo por la simple acumulación de horas. Por inmensidad, grandeza y variedad casi oculta que brinda la permanente sorpresa del camino, es más bien un largo periplo que conduce con naturalidad a la aparición del prodigio inexplicable. Con el mismo verbo terso y sencillo con que compone sus poemarios, cálidamente despojados de adorno, el texto de María J. Alvarado se debate en el espacio aparentemente uniforme del desierto, el oscuro esplendor de sus noches, las pinturas rupestres de sus cuevas, que conservan figuras de bailarines de hace miles de años, o las formaciones rocosas que se interponen en el camino sin que se sepa cómo pudieron llegar ahí, sin una sola montaña alrededor de la que haberse desprendido.

En la segunda parte del libro -alertada por la relectura de El principito de Saint Exupéry- la autora rememora y refiere la aparición misteriosa de un hombre solo que cavaba en la soledad casi absoluta del desierto. Recuerda su aspecto, su vestimenta, las confidencias hechas en una única noche de conversación en vela y cada detalle de su recuerdo le remite a las descripciones, los sentimientos y dibujos del personaje-niño ya clásico.

María Jesús Alvarado es ensayista, poeta, autora de cuentos, directora teatral, cineasta, editora y tal vez me quede aún algo por mencionar. Lo importante para esta reseña es constatar los géneros y títulos de su obra escrita. Por ejemplo: Isla Truk, Suerte mulana, Sorimba, Geografía accidental,  Extraña estancia, Grietas, Bubisher y Cuentos antiguos de Gran Canaria, escritos a solas o en colaboración.

Teresa Correa es una experimentada artista de la  imagen que escudriña con su cámara en el espacio geográfico y ritual de estas islas y de sus contornos. Las fotos en blanco y negro que acompañan esta crónica del desierto retratan tanto la impresionante negrura estrellada de un cielo limpio que se impone sobre quien lo mira, como también la claridad cegadora que durante el día abrasa la inacabable extensión de arena indefensa ante la insolación. Años después del viaje relatado en el libro, la fotógrafa expuso un conjunto de trabajos bajo el título Habitar el fuego, donde la oscuridad contrasta con el fulgor de las hogueras. Se me antoja pensar que esa exploración en los límites de la luz y  la oscuridad le debe mucho a la odisea saharaui que compartió un día con su amiga.

sábado, 7 de mayo de 2016

EXTRAÑA SESIÓN DE CLAUSTRO

Lección de anatomía. Rembrandt


Siendo ya las quince y diecisiete, habían llegado casi todos los profesores a la sala y se iba a abrir la sesión con la lectura del acta anterior. Sentada a un extremo de la larga mesa cuadrangular, Doña Sole observaba a un lado y a otro con qué ánimo entraban por la puerta los demás. Se había situado, como era su costumbre desde hacía un tiempo, cerca del extremo que ocupaba la Junta Directiva del colegio. Se le notaba insegura como pocas veces, confusa, intentando disimular una incómoda indecisión. No sabía cómo pronunciarse sobre el asunto que se sometería aquella tarde al juicio de los profesores. Era un tema nuevo, sorprendente y espinoso del que tampoco el grupo directivo parecía tener una posición tomada... y, si la tenía, bien la disimulaba de momento, por eso doña Sole no paraba de dirigir miradas en oblicuo a las caras de la Directora, del Jefe de Estudios y del Secretario de actas, a ver si les adivinaba las intenciones y por algún mínimo gesto que les pillara al vuelo supiera al fin a qué atenerse: no era frecuente tener que deliberar y decidir sobre si llevar o no llevar a los alumnos, como a actividad cultural externa, a presenciar la realización de una verdadera autopsia, primera vez que les pasaba. Doña Sole solía optar por lo que quisiera en cada caso el equipo directivo, y lo apoyaba en las polémicas si lo veía en apuros a base de subir la voz irrumpiendo en los turnos de palabra contrarios, frivolizando sobre las objeciones mejor fundadas cuando era necesario y también defendiendo, si era menester, las posiciones oficiales incluso hasta en la total falta de argumentos o el evidente ridículo, pero aquella vez su semblante al menos parecía desmentir tanto enérgico arrojo.

Don Cleofás se preguntaba, observando la gravedad en la cara del secretario de actas, cómo trasladaría éste más tarde al papel la endiablada controversia que se avecinaba, y cómo la pasaría a limpio en el libro oficial. Doña Frasca, por su parte, parecía experimentar una evidente congestión de cuello para arriba; cuando leyó el día anterior la convocatoria y orden del día de la reunión en curso, pensó que aquel punto que se proponían discutir era una broma de mal gusto, o un error. A a doña Lidia, profesora de Música se le cruzaban las letras escritas con tiza verde en la pizarra de la sala, y veía turnos de disección en vez de los horarios de biblioteca y de ordenadores allí consignados. Sólo don Gedeón tenía cara de no enterarse. Conociéndolo, estaría abstraído en cualquier elucubración matemática, o tal vez rememorara un tango: aquella mañana le habían oído cantar por los pasillos uno nuevo, Naranjo en flor. En general, todos parecían esperar prudentemente a que fuera otro, u otra, quien hablara primero.
"¿Pero eso sería legal?", preguntó, abriendo fuego, doña Nieves, la más escaldada por la experiencia. La Directora respondió que lo habían consultado y que "más bien sí", que legal lo era. A doña Sole no le gustó nada aquel más bien sí tan apocado, que no la sacaba de dudas sobre qué opción apoyar o qué opción combatir. Sospechaba que el grupo directivo estaba catando el ambiente antes de pronunciarse abiertamente, pero a ella la tenían en ascuas. Hubo más segundos de silencio indeciso y miradas que no se detenían en lugar alguno. Casi todos giraban a un lado y a otro las cabezas interrogándose entre sí. Se sintieron aliviados por fin cuando don Atilio, de Educación Física, requirió el consejo cualificado de doña Paloma, la Orientadora pedagógica: por fin había alguien a quien cargar el muerto, y nunca mejor dicho.
"Pues...", pretendió responder doña Paloma, la orientadora. Vio las caras dirigidas a ella, más deseosas de ver cómo saldría del paso que interesadas cabalmente en la respuesta. "Pues, en fin...", dijo en otro intento de ofrecer sus orientaciones, esta vez cabeceando un poco. No se había esperado aquella situación, la convocatoria del debate dos días antes había coincidido con su visita a otro colegio. La expectación aumentó y se hizo más incómoda. Cuando algunos ojos empezaban a quitarle la vista de encima, decepcionados, y se oyeron resoplidos de incomodidad entre los presentes por la disertación que no empezaba nunca, doña Paloma encontró un socorro inesperado en los programas oficiales: habló de los seres vivos y de los inertes, de la anatomía, del valor educativo de la observación directa, de la recogida y organización de datos, de la formulación de preguntas, de aprender a aprender, y en fin... 

"Me parece una guarrada", juzgó doña Valen, Apoyo y Francés, a la que se quedaron mirando todos. "Me parece una guarrada y una indecencia ofertar a los alumnos una actividad como esa", añadíó. "Y no tengo nada más que decir". Valen era la primera que se mojaba y abría así el camino para que en adelante los demás se atrevieran a elucubrar, preguntar o protestar lo que quisieran en voz alta. Cleofás por su parte se había fijado en el secretario y en cómo éste había escrito casi al dictado cada palabra de Valentina, sin levantar la vista del papel; él, que había sido secretario de actas tiempo atrás en otro colegio, solía extraer un borrador imaginario de todo lo que se manifestaba en las reuniones, como haría esta vez con cada intervención que oyó. A saber:
Don Moisés pregunta qué provecho educativo puede haber en asistir a una autopsia real cuando en la actualidad se dispone de vídeos y de herramientas virtuales que pueden simular paso a paso una operación de esas características.
Doña Nuria recuerda que se ha cansado de pedir un aula para el laboratorio de Naturaleza. Dice que si se le hubiera hecho caso tendríamos ya un espacio y un instrumental donde introducir a los alumnos en ciertas interioridades despiezando insectos y abriendo en canal ranas, perenquenes o lagartijas, incluso piezas mayores. Que ella misma podía haberlo realizado, por lo que aprovecha la ocasión e insiste en la necesidad de montar un laboratorio cuanto antes. La Directora le propone presentar un proyecto para tal fin.
Doña Luz advierte de la posibilidad, más que probable, de que una actividad como esa anime a los alumnos a diseccionarse entre ellos, y ellas: dedos y cosas. El Jefe de Estudios le replica que habría una preparación previa, por parte de los organizadores, para mentalizar seriamente de la finalidad de ese ejercicio y de los peligros de realizarlo en casa o en el colegio, por lo que a él le han informado.
Doña Vicky hace constar que el colegio cuenta con alguna imitación del cuerpo humano, desmontable y sintética, con todas sus vísceras al aire, que nadie utiliza, y que si se acuesta a esos maniquís o muñecos boca arriba y se les cubre con una sábana, pues ya tienes así como cadáveres sobre los que trabajar en clase, y no hace falta ir a por tanta sangre y tanta casquería pringosa a ningún lugar desagradable.
A todas luces estaba ganando el no, el no más rotundo, y a don Salvador -interesado por algún motivo en probar esa experiencia innovadora- se le abombaban las órbitas oculares viendo a un lado y a otro de la concurrencia cómo permanecían en una irritante pasividad algunas personas a las que él suponía interesadas en ampliar horizontes pedagógicos, y que por lo tanto podrían inclinar la balanza del lado de sus preferencias. No comprendía que afectaran una recatada indiferencia y menos aún que exhibieran inalterables aquellas solemnes caras de póquer, así que finalmente se decidió a levantar la mano él mismo para pedir su turno de palabra, según consta:
Don Salvador se lamenta de que los alumnos vean ya en la televisión numerosos ejemplos fantasiosos y deformantes de semejantes labores en las series de policías, por lo que más que vídeos y herramientas virtuales,piensa que lo que más educa en su opinión es la verdad desnuda, la verdad de la vida, o sea, acercarse a esa realidad sin prejuicios, desmitificándola, como lo más normal del mundo.
Doña Basilia alega que basta ir al mercado y detenerse en la carnicería, o en la pescadería, niños o mayores, para encontrar ahí piel y carne troceadas y hasta sangre chorreando en las bandejitas precintadas de los filetes. Que lo otro es un paso más, nada más.
Doña Yoya dice que piensa en su infancia, cuando sus hermanos y primos, y ella misma, ponían bajo la lente del microscopio patas y alas de mosca, y hasta algún pelo arrancado a alguien para mirar su raíz bajo los aumentos, todo por la natural necesidad de descubrir, y que esto que se discute esta tarde es algo así pero más amplio, más complejo y elaborado, de lo que no está bien privar a aquellos entre quienes debemos fomentar la inquietud de la experimentación.
Doña Valentina desea reiterar que le parece una guarrada y no tiene más que añadir.
Don Cleofás desistió de trasladar a su acta imaginaria lo que se dijeron cuando en la sala por fin se enzarzaron en una polémica abierta los partidarios de una y otra postura. En medio de la refriega sólo retenía las interrupciones, las reiteraciones, los titubeos en frases entrecortadas, los “pues yo digo y repito”, los “no he acabado”, los “no me malinterpretes” o “no tergiverses lo que digo”, los “no se peleen, parecen políticos”... Se veía que ya le faltaba práctica. Sólo pudo atender por completo un comentario de don Atilio, claro por lo corto y por lo coincidente con un silencio casual e inesperado en medio de la trifulca, y por lo tanto apto para cualquier acta ficticia en condiciones:
Don Atilio pregunta que, a todas éstas, qué padres o madres autorizarían a sus niños ese tipo de visita “cultural”. Dice que estamos discutiendo para nada.
La Directora salió repentinamente de su prolongado mutismo institucional para responder a don Atilio que esta actividad ya había sido organizada por numerosos centros- aunque al principio se recibiera con la lógica aprensión- “precisamente por el furor que está haciendo en toda la comunidad educativa, también en padres y madres”. Ahí tuvo doña Sole el anhelado indicio para decidir en qué dirección lanzarse en medio de la refriega claustral; al fin la Dirección le dejaba atisbar discretamente la consigna a seguir, y con uno de los argumentos mejor utilizados por doña Sole: era frecuente que pusiera de su parte el supuesto parecer de los padres -considerados así, en bloque- como última palabra . En este caso, sus frases le salieron en tromba por el nerviosismo acumulado, su vozarrón perdió firmeza y se dio de lleno con la oposición persistente de los partidarios del no, así que el asunto en discusión quedó sin remedio en unas agotadoras tablas.
Frustrado y sin energías, don Salvador reparó en Gedeón, cuyo embelesado rostro revelaba una indiferencia insultante a todo lo que se había tratado, si es que se había enterado de algo. Sus ojos parecían gozar, en algún lugar de su mente, del blanco resplandor de las flores del naranjo, de la sonrosada piel de sus frutos y de la verdura de sus troncos. Aún permanecía sentado a la mesa, tal vez sin percatarse de que ya se había cerrado la sesión y de que algunos empezaban a levantarse. Por despecho o por envidia, Salvador lo arrebató de su nirvana sonámbulo interpelándolo en voz alta:
 "¿Y tú no tenías nada que decir, Gedeón, no te interesa esto?, le preguntó casi con aspereza. "Estábamos hablando al fin y al cabo de lo tuyo, Matemáticas y Ciencias Naturales, y tú en la inopia..." Y remató: "¡Qué feliz eres, jodío!"
Gedeón respondió apenas con miradas ausentes a través de pestañas soñolientas; movía los labios musitando algo en voz muy baja, no se sabía qué. Varios a su lado de la mesa tensaron el cuello para poder oírle declamar lo que esperaban fuera otra letra de tango, tal vez inoportuna. Pero Gedeón, subiendo la voz hasta hacerla totalmente audible, hizo notar al fin que esta vez, en consonancia con la inquietud ambiente, desempolvaba los versos románticos de don José de Espronceda:
“...Me agrada un cementerio
de muertos bien relleno,
manando sangre y cieno
que impida el respirar,
y allí un sepulturero
de tétrica mirada
con mano despiadada
los cráneos machacar.”




jueves, 5 de mayo de 2016

DE LOS QUE NADIE HABLA, de Evelyn de Lezcano

Fotograma de El cielo sobre Berlín, de Wim Wender

"Ángel de luz, ardiendo,
¡oh, ven!, y con tu espada
incendia los abismos donde yace
mi subterráneo ángel de las nieblas."
(Rafael ALBERTI. Sobre los ángeles) 

"... Y aun si de repente algún ángel
me apretara contra su corazón, me suprimiría
su existencia más fuerte. Pues la belleza no es
sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces
de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente
desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible.
(Rainer Maria RILKE, Elegías del Duino)

"Ángel que miraste con la ira de un cíclope
y al abrazarme fuiste montaña que se derrumba,
Ángel-Yo indigente
entre piedras y barro."
(Evelyn de LEZCANO. De los que nadie habla)


Se diría que la aparición del ángel en la poesía, al margen la época, el estilo y la mentalidad de cada poeta, alude de una forma u otra a un misterio tremendo, al estremecimiento del miedo sobrecogedor junto a la fascinación por lo que, al menos simbólicamente, supera a los mortales. No es vano especular con la hipótesis de que la poesía debió de ser el primer cauce elaborado que el lenguaje tuvo para dar cuenta de los primitivos asombros y los inciales temblores. Sus repeticiones serían, no un recurso estético entre otros, sino tal vez la expresión de ese ritmo  que es “uno de los más profundos si no el más decisivo de todos los fenómenos que constituyen la vida y muy especialmente la extraña vida que se deposita en las obras de humana creación. En la aurora de la humana historia fue el ritmo el descubrimiento inicial en cuanto al conocimiento íntimo de las cosas (María Zambrano, Poema y sistema). “Color de amanecer,/color de atardecer contra la piedra,/un mantra a cada paso./El paso y el mantra./Color de amanecer,/ color de atardecer...” (Evelyn de Lezcano).
En el poemario De los que nadie habla (Huerga y Fierro editores, 2015) se dan cita ángeles iracundos o indigentes, dioses caducos, astros que nos miran, días en que caen los cirios en todas las catedrales, estrellas que se rebelan contra la noche, brisas que se desgajan del huracán... entre otros síntomas de un orbe en ebullición apocalíptica, donde tiene presencia el ángel atemorizando, o asimilándose a la naturaleza humana o creando el vacío y la desolación con su ausencia. Que este paisaje cósmico en constante angustia se pueda alternar con referencias al ámbito más humanamente cercano, incluso con pinceladas de cotidianidad casi hogareña, se debe atribuir a la especial sensibilidad de la autora y a la capacidad de irnos dejando en cualquier caso en la retina imágenes que traspasan la imaginación. Eso sin contar con el dominio expresivo en que no siempre reparará el lector de forma consciente aunque le cautive. Por ejemplo, la fuerza visual de sus imágenes (“...las oraciones se pegan a los muros,/ como el hollín/a la máscara/de quien rinde sus manos/a la ceniza”). Por ejemplo, admoniciones como bienaventuranzas invertidas (“Abominados los que traducen/la señales de humo entre las sombras...”) o el elocuente uso de repeticiones salmódicas. 
Es el libro que nos ocupa una creación infrecuente y arriesgada, en el que el lector transita entre indirectas resonancias bíblicas e intuyendo paso a paso símbolos que le involucran más allá de la razón, pero forjado en la solidez de una autora indiscutible. Evelyn de Lezcano ha publicado anteriormente en revistas literarias y en 2014 entregó a la imprenta su primer libro, Hombre. También es la creadora de los textos del blog La aurora del orfebre. 

BREVE MUESTRA DE TEXTOS 

Sigue aquí la sombra del ángel gris.
Busca que pronuncie esa palabra
que sólo él conoce,
la palabra que viaja sola.
La palabra aventada,
grano de sus alas negras.
No quiere que cruce puentes.
Sólo una palabra. Una:
escrita sobre la piedra que amasa muros,
los muros de la ciudad escondida.
Ángel gris, ¿Cuál es su sonido?
Ángel, déjame escuchar aunque sólo sea el eco,
el eco que evite a la boca ser un pozo de escombros
y a los ojos charca seca de la que huyen las ranas.
Evítame el grito del búho frente a la luna áspera.

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Detrás de las sombras,
en la sombras del ojo abierto
que la catedral inventa,
las oraciones se pegan a los muros,
como el hollín
a la máscara
de quien rinde sus manos
a la ceniza.

_______


Y esos árboles que lloran
y crispan sus hojas contra el viento.
Ese incomprendido viento
que busca cobijo entre las ramas,
las abraza y ruega un hospedaje
donde liberarse del murmullo
y de los gestos petrificados
en el latido de los relojes
que el Ángel abandonó.

_______


Abominados los que traducen
las señales de humo entre las sombras.
Los que del zumbido de los claustros
entresacan la voz muda del verdadero éxodo.
Aquellos que tocan el acuchillado paredón
y silban la canción de la luz.
Los que huelen la sangre herviente
en el rescoldo abandonado de la hoguera.
Abominados los que sobreaguan
entre cascos de hielo glacial,
el frío polar sin horizonte.
Tal vez, un día, el gran ojo sin rostro los mire.

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Tú,
llanto desnudo,
grito
al Dios envejecido,
preguntas si vuelve de algún viaje,
si partió alguna vez.
Y al filo de la amnesia
le susurras:
que no te mire,
que no te enseñe
cómo danzan
los caballos fustigados.
Y le pides que se arrodille entre los adobes,
que escarbe de una vez
que te ayude a encontrar
el escondido reloj,
el fruto de la arena,
la duna donde todo se confunde.

_______


Siempre está el húmedo gris
bajo el dintel
de lo astros que nos miran
y al quitarnos el sombrero ante el asombro de su luz,
como una hormiga en la noche verde,
olvidamos
que bajo los parasoles de la congoja
hay Ángeles que arquean vértebras,
que entre los húmedos paraguas,
el secreto,
ronda oculto en las oquedades.

domingo, 1 de mayo de 2016

JARDÍN MUERTO, PÁJARO ROJO (Mª José Vidal Prado)



Oh, beldad mía, entonces di a los crueles gusanos
que contigo tendrán un festín de besos,
que conservo la forma y la esencia divina
de estos amores míos que son polvo.
(Charles BAUDELAIRE)

Había conocido algo de la poesía de María José Vidal Prado por las frecuentes piezas sueltas que esta escritora ofrece generosamente en las redes sociales y en su blog. Me había acostumbrado ya al sorprendente dominio de la expresión que le permite, con una magistral condensación de lenguaje, arriesgar en ocasiones cierto tono de desenfado, y hasta rozar la trivialidad con leve dejo de humor, sin restar en nada el alcance conmovedor o trágico de muchos versos suyos. Por este juego hábil y heterodoxo entre registros diversos, casi en cada poema María José suspende el ánimo del lector verso tras verso haciéndolo esperar un lacónico cierre propio del epigrama, un inseguro escape hacia el ensueño o la persistencia del suspense expresivo.

En su libro poético Historia de un jardín muerto y un pájaro rojo (Ed. Vibrubio, Madrid, 2015) María José Vidal Prado, que también es narradora, nos ofrece con toda su capacidad poética justamente lo que anuncia el título, una historia, una vaga narración subyacente que empieza en el esplendor de la hierba juvenil, como un mundo irrecuperable:

De repente todos nos miramos: teníamos una belleza alucinante,
una belleza demencial, una belleza que nunca antes
habíamos tenido.
Besamos nuestros fríos labios.
La ventana se abrió.

A partir de ese momento, se habita página tras página un jardín donde el amor, el lenguaje, la infancia se ven cercados por una literalidad mortuoria en espantosa concreción. Apenas puedo ahora mismo encontrar un antecedente del apogeo de tanta sensibilidad vital en coexistencia con la muerte si no es en algunos poemas de Baudelaire.

Historia de un jardín muerto y un pájaro rojo y su autora han atraído la atención de autores y reseñistas en varios puntos de la geografía editorial, sobre el papel y en la Red. El escritor Santiago Gil dice de ella: Su poesía está llena de imágenes que te hacen levantar los ojos del libro sobre la marcha; pero al mismo tiempo es sentenciosa y precisa, a veces casi visionaria, otras oscura, y siempre sorprendente y profunda. Y no hay verso que no lleve un mundo debajo de cada una de sus letras. Te acerca al humor y a la ironía valleinclanesca o se adentra entre las sombras de Leopoldo María Panero, tiene un poco de Silvia Plath y de Pizarnik y hubiera querido ser la hermana que no tuvo Hamlet cuando salió del castillo de Elsinor. Y el crítico José Alonso Girgado, en párrafos certeros, garantiza que en este libro se encuentra “ una voz culta, pues, que ha esperado y ha vivido antes de entregar, sin alharaca publicitaria alguna, este primer fruto: algo más de sesenta poemas breves (alguno mínimo) configurados en cuatro apartados de equilibrada extensión. El conjunto se atiene a la forma general del tema con variaciones. La summa lírica se ancla en una conciencia en crisis que busca y se busca entre mucha tiniebla y alguna pálida luz. La voz poética, ante la muerte, se hace fría serenidad o inútil pugna por sobrevivir. Cualquier tentativa de retorno de los seres y las cosas no pasa de un doloroso espejismo”.

Breve muestra de textos

DESPUÉS
Buceo en la tierra de tus huesos.
En la médula
de tu mirada antigua.
Las hojas
cuando nos consumimos,
somos una.
Algún insecto canta tu canción.


Ya la vida me arroja fuera de tu cuerpo,
arrasando ciudades enteras,
aplastando de un manotazo al mosquito.
Cada uno sigue a lo suyo,
acariciando un cabello sedoso o
acarreando ladrillos.
Y el zumbido ha cesado.


Yo no era más que una sombra en el jardín,
sobre la que picoteaban los pájaros
todo lo que caía del mantel
cuando volaba,
las huellas de los dedos, la malicia,
alguna vez el pan.
Mi sombra
crecía tanto
que llegaba a parecer un árbol dormido,
soñando a los que trepan por sus ramas,
ajenos a las sombras.


REESCRITURA
Si la desintegrada mente
pudiera fabular otro final.
Sin principio
ni narrador,
sin ninguna intención
esta vez.

Anidó en la piedra muerta.
Me recordó que aún no me cubría la tierra.
Pero yo le dije
mira la tarde inmóvil,
mira la sombra del roble exactamente igual que entonces,
mira las sábanas
sobre los muebles detenidas.

martes, 1 de marzo de 2016

DON GEDEÓN Y EL COMETA


A don Gedeón no sólo le sobrevenían evocaciones del tango cuando intentaba enseñar Matemáticas; también le ocurría al revés, que se le colaban en la sesera los decimales o la suma de ángulos durante sus sesiones de baile. En esas ocasiones se ofuscaba, renunciaba a bailar y simplemente observaba sentado a una mesa de su local favorito, un bar nocturno en la zona portuaria que acogía sesiones de tango para aficionados y curiosos. Se limitaba entonces a escuchar la música. “Es otra forma de llevarlo”, se decía él. De todos modos, recordaba, el tango había empezado gustándole más bien como canto -¡esas melodías y esas letras inolvidables!- y sentado podía saborear aún más la belleza de esas joyas conocidas, y de algunas otras desconocidas que él no había descubierto ni en los discos de antes ni en el Youtube de ahora.

Con la copa delante, se dedicaba a mirar cómo iban llegando ellas al baile, locuaces y encantadoras, dispuestas a entregarse a unas cuantas horas de pasos ensayados, giros y casi contorsiones. Llegaban vestidas de calle, llevando en la mano el bolso ancho donde traían el vestido y los zapatos para la danza. Después las observaba entrar al baño o a un cuartito que el local había dispuesto y de ahí las veía salir transformadas, seductoras y más serias, a tono con el rito de pasión y tragedia que sus cuerpos iban a oficiar. Ellos, por su parte, solían llegar de la calle ya trajeados para la ocasión, algunos con ropa convencional y otros casi disfrazados con el sombrero ladeado, un pañuelo cruzado sobre el pecho y la chaqueta ceñida, como compadritos de antes; casi no saludaban ni miraban al llegar y permanecían callados con semblantes severos como estatuas precolombinas, hasta que ellas reaparecían a su lado deslumbrantes y misteriosas.

Gedeón era de los que prescindían de tanta impenetrable rigidez; saludaba, conversaba al llegar y, cuando no bailaba, daba rienda a que sus ojos se le fueran a un punto y a otro del estimulante espectáculo que le rodeaba. Sabía de todos modos que llegado el momento de bailar, entonces sí, tocaría hacerlo como si en cada pareja hombre y mujer no se vieran, ni les importara verse, convirtiendo el rostro en una máscara altanera extraña al deseo del cuerpo, a su estremecimiento o a su sudor.

Sólo rara vez alguna bailarina se dejaba llevar por el éxtasis de la música y el movimiento -cuando no del amor- evidenciando la emoción en su cara con los ojos entrecerrados y los labios fruncidos. Así lo hacía la última noche en el local una muchacha menuda de pelo corto y negro que bailaba sola; que lo hiciera vestida con suéter rojo y unos jeans corrientes permitía suponer que había venido en principio sin intención de bailar y que finalmente, aficionada sin remedio, había acabado cediendo a la fascinación del ambiente. Don Gedeón andaba todavía ocupado en repeler de su mente las últimas intromisiones matemáticas y tardó en darse cuenta de que aquella chica del suéter rojo bailaba con zapatillas de deporte, manteniéndose todo el tiempo de puntillas sobre sus pies para compensar la falta de tacones altos. Y distraído con los atuendos, los estilos y las proezas que se exhibían de un lado a otro, tardó aún más en verle la cara y darse cuenta de que, mira por dónde, se trataba de doña Rocío, la profesora de 3ºB.

Gedeón tuvo una reacción involuntaria: desplazó su silla un poco más allá de la mesa para ocultarse en la sombra de una pared cercana. ¿Qué intentaba ocultar? Él mismo se respondió que nada, por supuesto. ¿Rechazaba a doña Rocío, le caía mal? No, en absoluto. ¿Entonces, Gedeón, no te agrada este encuentro, que es toda una sorpresa? Uhmmm... no sé. Pues aclárate, se conminó. Ah, pues... es que Rocío (doña Rocío) pertenece al mundo del día y la obligación, ese mundo de niños, familias y convenciones forzadas; por el contrario, este otro mundo nocturno es el mío personal, esto es mi reino, o era mío hasta hace un momento y acaban de asaltarlo, ya no será lo mismo... ¡Gedeón, mira que eres maniático!, se recriminó él solito.

La observó con mayor detenimiento bajo la sombra protectora, primero con aprensión de asediado, después con curiosidad. Doña Rocío recorría la pista con pasos y posturas admirables sobre la punta de sus pies y sin bajar los talones al suelo, con una resistencia muscular considerable. Se habían esfumado por fin los últimos rastros de ángulos, decimales y fracciones, como por ensalmo. La muchacha giraba sola, en un desafío frente al absurdo de bailar sin pareja y sin la ropa adecuada. Seguía exteriorizando el entusiasmo íntimo que la embargaba con los ojos entrecerrados y la barbilla alzada. Tendrás que reconocer, Gedeón, que el tango no te pertenece en exclusiva, que ella gira en un mundo también propio y extraño, tal vez más que el tuyo. ¿Como no había sabido don Gedeón que doña Rocío tuviera tanta ley a aquella música, a aquellos movimientos? Es que en realidad no la conocía, reflexionó. Cada vez que él iba a hablarle, o que ella se dirigía a él para algo trivial o necesario, aparecía doña Sole, la de 4ºA, interrumpiendo; hablaba en su lugar o les cortaba el diálogo con arrumacos dedicados a Rocío: “¡Ay, con lo que vale y no tiene novio!”, exclamaba por ejemplo, haciendo prensa con la punta de los dedos en los mofletes de la muchacha, o regalaba en voz alta cualquier otra majadería, íntima o no (tanto le daba), que retraía a la chica hasta donde la joven no parecía reparar. Desde que doña Sole se le adhirió como una gemela, Rocío se había dejado proteger por ella anulándose, reduciendo el contacto espontáneo con el resto del mundo y haciéndose más frágil, ganada por las dádivas y las intrigas en que la ceñía la otra, más resuelta y astuta. Gedeón recelaba  de doña Sole, a la que veía labrarse una interesada influencia en todos los asuntos administrando con pericia cuchufletas, adulaciones y enredos.

Algo frágil y hermoso había en aquella danza en soledad, a pesar del valor decidido con que Rocío se exponía y a pesar del aguante de sus pantorrillas. Los focos móviles que recorrían la suave penumbra de la sala, recorriendo su cuerpo y su rostro la confirmaban como Rocío, la profesora, y la revelaban también como un insondable tesoro por descubrir. “Un cometa perdido en el planetario”, pensó Gedeón, que sin darse cuenta iba mudando su disposición de ánimo. Cambió el tema musical y doña Rocío no descansó: permaneció en la pista esperando lo compases de lo que sonó enseguida, el viejo y querido A media luz.

Corrientes tres, cuatro, ocho,
segundo piso ascensor,
no hay porteros ni vecinos.
Adentro cocktail y amor.

...no hay porteros ni vecinos”, prometían los versos de Carlos Lenzi, acentuados por los compases melancólicos de la orquesta, y resultaban persuasivos en aquellas circunstancias. Doña Rocío seguía evolucionando con fluidez sobre la pista, en apariencia dueña del curso de su trayectoria, sola pero libre del argot del trabajo, del sesgo reglamentario de cada jornada y de la masa de niños en fila o en avalancha; tan libre como él. 

Juncal doce, veinticuatro,
telefoneá sin temor.
De tarde, té con masitas;
de noche; tango y cantar.

Ya no podía ser de otro modo. Quedaba al fin el camino franco para el encuentro de dos libertades, por lo que pudiera suceder, o no, en la reserva de la media luz, entre giros solitarios que habrían de coincidir por casualidad en el Universo, sin más guía ni testigo que la voz que cantaba. Se levantaría de la silla, abandonaría el escondite y se le haría visible.¿Qué otra cosa cabía sino eso?

Los domingos, tés danzantes;
los lunes, desolación.

Los lunes desolación”, recordaba la letra; pues había que combatirlos, sí señor, había que ganarles la partida. Gedeón emprendió el camino hacia doña Rocío (o Rocío) despacio, sorteando las parejas y sus contorsiones, aproximándose como quien quiere evitar la brusquedad de una sorpresa y complaciéndose en el espacio, más reducido a cada paso, que faltaba para acercarse. Se detuvo clavado en el piso cuando vio aparecer de repente a doña Sole, que llegó antes que él a Rocío. “¡Rediez, la que faltaba!”, berreó Gedeón internamente. No la había visto venir. Tenía los hombros esquinados y el culo contraído, la Doña Sole. Estaba trajeada de hombre, de compadrito, con el sombrero a un lado, el pecho bajo un pañuelo ostentoso, las manos en los bolsillos de la chaqueta y los codos como quillas atropellando a un lado y a otro. Cogió a Rocío de un brazo y empezaron un tango a dos. Doña Sole no tenía la gracia ni la cadencia que sobraban a Rocío, que giraba delante de ella, la envolvía con una pierna, deslizaba los pies a un lado y a otro hasta abrir casi del todo las piernas,cargando coon el esfuerzo del baile. Las dos, pétreas y glaciales en apariencia; las dos, jugando a no verse ni reconocerse, con el ademán de una obstinación ciega e inconsciente, daban el espectáculo más inesperado, sobre todo para don Gedeón.

Camino a casa, rehuyó especular sobre las probabilidades estadísticas de que algo así pudiera pasarle a uno, como a él le había pasado. Se había desvanecido un cometa a pocos metros de sus narices. Le empezaba a doler la cabeza y le atormentaba amargamente la duda sobre sus futuras noches de tango. Cómo podría afrontar en adelante, y en su local amigo, lo que iba a ser ya sin duda una invasión colectiva, la contaminación de su aire y la pérdida del íntimo sabor de cada copa.