A
don Gedeón no sólo le sobrevenían evocaciones del tango cuando
intentaba enseñar Matemáticas; también le ocurría al revés, que
se le colaban en la sesera los decimales o la suma de ángulos
durante sus sesiones de baile. En esas ocasiones se ofuscaba,
renunciaba a bailar y simplemente observaba sentado a una mesa de su
local favorito, un bar nocturno en la zona portuaria que acogía sesiones
de tango para aficionados y curiosos. Se limitaba entonces a escuchar
la música. “Es otra forma de llevarlo”, se decía él. De todos
modos, recordaba, el tango había empezado gustándole más bien como
canto -¡esas melodías y esas letras inolvidables!- y sentado podía
saborear aún más la belleza de esas joyas conocidas, y de algunas
otras desconocidas que él no había descubierto ni en los discos de
antes ni en el Youtube
de
ahora.
Con
la copa delante, se dedicaba a mirar cómo iban llegando ellas al
baile, locuaces y encantadoras, dispuestas a entregarse a unas
cuantas horas de pasos ensayados, giros y casi contorsiones. Llegaban
vestidas de calle, llevando en la mano el bolso ancho donde traían
el vestido y los zapatos para la danza. Después las observaba entrar
al baño o a un cuartito que el local había dispuesto y de ahí las
veía salir transformadas, seductoras y más serias, a tono con el
rito de pasión y tragedia que sus cuerpos iban a oficiar. Ellos,
por su parte, solían llegar de la calle ya trajeados para la
ocasión, algunos con ropa convencional y otros casi disfrazados con
el sombrero ladeado, un pañuelo cruzado sobre el pecho y la chaqueta
ceñida, como compadritos
de antes; casi no saludaban ni miraban al llegar y permanecían callados con
semblantes severos como estatuas precolombinas, hasta que ellas
reaparecían a su lado deslumbrantes y misteriosas.
Gedeón
era de los que prescindían de tanta impenetrable rigidez; saludaba,
conversaba al llegar y, cuando no bailaba, daba rienda a que sus ojos
se le fueran a un punto y a otro del estimulante espectáculo que le
rodeaba. Sabía de todos modos que llegado el momento de bailar,
entonces sí, tocaría hacerlo como si en cada pareja hombre y mujer
no se vieran, ni les importara verse, convirtiendo el rostro en una
máscara altanera extraña al deseo del cuerpo, a su estremecimiento
o a su sudor.
Sólo
rara vez alguna bailarina se dejaba llevar por el éxtasis de la
música y el movimiento -cuando no del amor- evidenciando la emoción
en su cara con los ojos entrecerrados y los labios fruncidos. Así lo
hacía la última noche en el local una muchacha menuda de pelo corto
y negro que bailaba sola; que lo hiciera vestida con suéter rojo y
unos jeans
corrientes permitía suponer que había venido en principio sin
intención de bailar y que finalmente, aficionada sin remedio, había
acabado cediendo a la fascinación del ambiente. Don Gedeón andaba
todavía ocupado en repeler de su mente las últimas intromisiones
matemáticas y tardó en darse cuenta de que aquella chica del suéter
rojo bailaba con zapatillas de deporte, manteniéndose todo el tiempo
de puntillas sobre sus pies para compensar la falta de tacones altos.
Y distraído con los atuendos, los estilos y las proezas que se
exhibían de un lado a otro, tardó aún más en verle la cara y
darse cuenta de que, mira por dónde, se trataba de doña Rocío, la
profesora de 3ºB.
Gedeón
tuvo una reacción involuntaria: desplazó su silla un poco más allá
de la mesa para ocultarse en la sombra de una pared cercana. ¿Qué
intentaba ocultar? Él mismo se respondió que nada, por supuesto.
¿Rechazaba a doña Rocío, le caía mal? No, en absoluto. ¿Entonces,
Gedeón, no te agrada este encuentro, que es toda una sorpresa?
Uhmmm... no sé. Pues aclárate, se conminó. Ah, pues... es que
Rocío (doña Rocío) pertenece al mundo del día y la
obligación, ese mundo de niños, familias y convenciones forzadas;
por el contrario, este otro mundo nocturno es el mío personal, esto
es mi reino, o era mío hasta hace un momento y acaban de asaltarlo,
ya no será lo mismo... ¡Gedeón, mira que eres maniático!, se
recriminó él solito.
La
observó con mayor detenimiento bajo la sombra protectora, primero
con aprensión de asediado, después con curiosidad. Doña Rocío
recorría la pista con pasos y posturas admirables sobre la punta de
sus pies y sin bajar los talones al suelo, con una resistencia
muscular considerable. Se habían esfumado por fin los últimos
rastros de ángulos, decimales y fracciones, como por ensalmo. La
muchacha giraba sola, en un desafío frente al absurdo de bailar sin
pareja y sin la ropa adecuada. Seguía exteriorizando el entusiasmo
íntimo que la embargaba con los ojos entrecerrados y la barbilla
alzada. Tendrás que reconocer, Gedeón, que el tango no te pertenece
en exclusiva, que ella gira en un mundo también propio y extraño,
tal vez más que el tuyo. ¿Como no había sabido don Gedeón que
doña Rocío tuviera tanta ley a aquella música, a aquellos
movimientos? Es que en realidad no la conocía, reflexionó. Cada vez
que él iba a hablarle, o que ella se dirigía a él para algo
trivial o necesario, aparecía doña Sole, la de 4ºA, interrumpiendo; hablaba en
su lugar o les cortaba el diálogo con arrumacos dedicados a Rocío:
“¡Ay, con lo que vale y no tiene novio!”, exclamaba por ejemplo,
haciendo prensa con la punta de los dedos en los mofletes de la
muchacha, o regalaba en voz alta cualquier otra majadería, íntima
o no (tanto le daba), que retraía a la chica hasta donde la joven no
parecía reparar. Desde
que doña Sole se le adhirió como una gemela, Rocío se había
dejado proteger por ella anulándose, reduciendo el contacto espontáneo con el
resto del mundo y haciéndose más frágil, ganada por las dádivas y las intrigas en que la ceñía la otra, más resuelta y astuta.
Gedeón recelaba de doña Sole, a la que veía labrarse una interesada influencia en
todos los asuntos administrando con pericia cuchufletas, adulaciones y
enredos.
Algo
frágil y hermoso había en aquella danza en soledad, a pesar del
valor decidido con que Rocío se exponía y a pesar del aguante de
sus pantorrillas. Los focos móviles que recorrían la suave penumbra de la sala, recorriendo su cuerpo y su rostro la confirmaban como Rocío, la profesora, y la revelaban también como un insondable tesoro por descubrir. “Un cometa perdido en el planetario”, pensó
Gedeón, que sin darse cuenta iba mudando su disposición de ánimo.
Cambió el tema musical y doña Rocío no descansó: permaneció en la pista
esperando lo compases de lo que sonó enseguida, el viejo y
querido A media luz.
Corrientes
tres, cuatro, ocho,
segundo
piso ascensor,
no
hay porteros ni vecinos.
Adentro
cocktail y amor.
“...no
hay porteros ni vecinos”,
prometían los versos de Carlos Lenzi, acentuados por los compases
melancólicos de la orquesta, y resultaban persuasivos en aquellas circunstancias.
Doña Rocío seguía evolucionando con fluidez sobre la pista, en
apariencia dueña del curso de su trayectoria, sola pero libre del
argot del trabajo, del sesgo reglamentario de cada jornada y de la masa
de niños en fila o en avalancha; tan libre como él.
Juncal
doce, veinticuatro,
telefoneá
sin temor.
De
tarde, té con masitas;
de
noche; tango y cantar.
Ya no podía ser de otro modo. Quedaba al
fin el camino franco para el encuentro de dos libertades, por lo que
pudiera suceder, o no, en la reserva de la media luz, entre giros
solitarios que habrían de coincidir por casualidad en el Universo,
sin más guía ni testigo que la voz que cantaba. Se levantaría de
la silla, abandonaría el escondite y se le haría visible.¿Qué
otra cosa cabía sino eso?
Los
domingos, tés danzantes;
los
lunes, desolación.
“Los
lunes desolación”,
recordaba la letra; pues había que combatirlos, sí señor, había
que ganarles la partida. Gedeón emprendió el camino hacia doña
Rocío (o Rocío) despacio, sorteando las parejas y sus contorsiones,
aproximándose como quien quiere evitar la brusquedad de una sorpresa
y complaciéndose en el espacio, más reducido a cada paso, que
faltaba para acercarse. Se detuvo clavado en el piso cuando vio aparecer de
repente a doña Sole, que llegó antes que él a Rocío.
“¡Rediez, la que faltaba!”, berreó Gedeón internamente. No la
había visto venir. Tenía los hombros esquinados y el culo
contraído, la Doña Sole. Estaba trajeada de hombre, de compadrito,
con el sombrero a un lado, el pecho bajo un pañuelo ostentoso, las
manos en los bolsillos de la chaqueta y los codos como quillas
atropellando a un lado y a otro. Cogió a Rocío de un brazo y
empezaron un tango a dos. Doña Sole no tenía la gracia ni la
cadencia que sobraban a Rocío, que giraba delante de ella, la
envolvía con una pierna, deslizaba los pies a un lado y a otro
hasta abrir casi del todo las piernas,cargando coon el esfuerzo del
baile. Las dos, pétreas y glaciales en apariencia; las dos, jugando
a no verse ni reconocerse, con el ademán de una obstinación ciega e
inconsciente, daban el espectáculo más inesperado, sobre todo para
don Gedeón.
Camino
a casa, rehuyó especular sobre las probabilidades estadísticas de
que algo así pudiera pasarle a uno, como a él le había pasado. Se
había desvanecido un cometa a pocos metros de sus narices. Le
empezaba a doler la cabeza y le atormentaba amargamente la duda sobre
sus futuras noches de tango. Cómo podría afrontar en adelante, y en
su local amigo, lo que iba a ser ya sin duda una invasión colectiva,
la contaminación de su aire y la pérdida del íntimo sabor de cada
copa.
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