Belahí Mohamed Tahá regresó furioso
al cuartel la noche de aquel domingo, no porque se hubiera acabado su
pase de fin de semana sino porque las cosas no habían ido bien con
su chica, allá en Barcelona, a donde había vuelto a visitarla desde
nuestro cuartel en Campamento (Madrid); lo había hecho ilusionado,
desesperando de los kilómetros, las estaciones y los paisajes que lo
separaban de ella. Y todo para, finalmente, regresar decepcionado. Lo
vi volver aquella noche acelerando el paso, recorriendo rabioso la
extensa nave llena de literas y armarios hasta llegar a su taquilla.
Lo vi levantar en lo alto, con las dos manos, el gigantesco
radiocassette de los de antes que había prestado a otro soldado durante su
ausencia y estrellarlo con furia contra el suelo sin aparente motivo.
No respondió a preguntas y, después de pasar retreta, se fue
tranquilizando solo hasta dormirse, sin necesidad de que nadie lo
ayudara a serenarse.
Al día siguiente, cuando por fin se
animó a dar explicaciones, nos confesó a los de confianza que su
chica lo había vuelto a recibir con un apremio sexual predador y sin alma, incompatible con aquel romanticismo suyo, aquel
embeleso blandengue que lo mantenía atontado cada día de la mili,
así hiciera guardias, cocinas o maniobras, o así tragara kilómetros
para encontrarse con ella en cada pase de fin de semana. “¡Yo,
queriendo hacerlo bien, despacito. Hablar..!”, se quejaba Belahí.
Y ella, nos decía, siempre cortándole el rollo, reprochándole:
“Pero coño, ¿tú no eres moro?..., pues lo moros, bastante fama
tienen de estar siempre salidos y dispuestos.” Eso es un mito,
claro, nos reflexionaba en voz alta Belahí -a quien sólo ella podía llamar moro-, desmoronado por que su
chica lo redujera a semental de ocasión sin casi dar lugar a la
comunicación ni a la empatía.
Todos habíamos reparado pronto en
Belahí Mohamed, melillense, desde la primera vez que nos pasaron
lista en el Cuartel, dado que el teniente al mando le preguntó si
era musulmán y si había solicitado dieta acorde a sus creencias; le
oímos contestar afirmativamente a las dos preguntas con la voz y el
acento que después se nos harían tan familiares. Yo empecé a
tratarlo el día en que descubrió por el rabillo del ojo que yo guardaba algún libro de
poesía en la taquilla. Enseguida me pidió prestado
uno, el primero de cuantos le fui prestando a partir de entonces. Se
los llevaba con el mismo entusiasmo con que me los devolvía, con
caluroso agradecimiento. A la segunda o tercera ocasión me confesó
que no era por necesidad de lectura sino para aprovechar de los
poemas ideas y palabras con que embellecer las cartas para su chica.
Me aseguraba que todos le habían servido de mucho, aunque entre
ellos hubiera alguno tan duro de pelar como Huesos de sepia,
de Eugenio Montale.
A los de confianza nos reveló un día
que su chica se llamaba Montserrat Caballé. “Pero no la famosa, no
la que canta”, nos aclaró, “sino una chica joven que es ahijada
suya, ¿entendéis?” Entenderlo, no lo entendíamos mucho, la
verdad; de hecho, no fui yo el único en preguntarle oye, Mohamed,
explícame una cosa: si la relación es sólo de madrina-ahijada, ¿a
qué viene que tengan las dos el mismo apellido? Él se quedaba
pensando y contestaba: “No lo sé”. Nos había dejado a todos
confusos, cuando no escépticos, con el caso de su Montserrat
Caballé, pero no se lo decíamos a las claras. Alguna vez, si acaso,
le tomábamos el pelo si lo veíamos de buen humor: “Belahí,
¿cuando la dejas satisfecha... te canta un aria?”
Tal vez fue que le escamara tanta
desconfianza mal disimulada, pero el caso es que un buen día se
sentó con el grupo durante un descanso, en un banco metálico al
fondo de la nave. Traía en las manos unos sobres de correos; nos
enseñó los remites: Montserrat Caballé, se leía en todos,
y una dirección de Barcelona. Sacó las cartas de cada sobre y con
vehemencia nos incitó a leerlas. “¡No me importa, hay
confianza!”, insistía. Nos fuimos pasando aquellas cartas y las
leímos una a una en medio de un grave silencio, sin compartir
codazos ni miradas cómplices, sólo curiosidad y mucho asombro. Sin
saludo, sin encabezado, sin preliminares ni advertencias, cada una de
aquellas cartas de aproximadamente dos cuartillas empezaba y seguía
hasta su final con la expresión abrupta de los deseos de la mujer,
desvelando a Belahí las veces que se masturbaba pensando en él y en
qué distintos modos. Le escribía también lo que quería hacerle y
lo que quería que él le hiciera en sus próximos encuentros, desde
la coronilla hasta la punta de los pies, con un repertorio extenso de
posibilidades eróticas expresadas con detalles explícitos, con
palabras trazadas como si la tinta del su bolígrafo estuviera dotada
de una lubricidad insólita; había cambios bruscos en la grafía y
el tamaño de las letras en algunas líneas sorprendentes y, por
supuesto, sin puntuación: aquel frenesí desbordante no podía ser
encerrado entre pausas ni signos de orden lógico. Lo más curioso
era que, en medio de toda aquella pasión incontenible, volcada sobre
los papeles como fruto de un solo impulso desenfrenado, en medio de
una cuartilla, sorprendía encontrar a veces una coma, una coma sola,
aislada y sin motivo entre palabra y palabra, como un intento estéril
de la remitente por administrarse una momentánea dosis de control o
de cordura. Pasados los días, una vez superada la sorpresa del
frenesí de las cartas, lo más comentado en nuestras conversaciones
era aquella coma flotante, tan imprevista.
Hubiera sido lo natural, pero nunca le
puse en mi mente cuerpo ni rostro a la Montserrat de mi amigo,
ni siquiera en las fantasías de los insomnios, en la soledad de la
cama litera. Por otra parte, Mohamed nunca aportó detalles de su
aspecto físico, a pesar de habernos revelado tanta intimidad. Los
demás no supimos cómo podía ser su talle, sus andares o
sus tetas; nunca supimos si era rubia, morena o castaña y no
preguntábamos a Belahí nada que por su cuenta él no nos dijera.
Pero alguna que otra noche, antes de que el sueño me pudiera, se me
representaba en el recuerdo aquella caligrafía desordenada, con los
cambios en el tamaño y la calidad de las letra. Eso me perturbaba,
sobre todo si además me imaginaba aquella coma insensata y rebelde brincando entre las líneas de una carta. A veces me sorprendía
el primer relevo del centinela nocturno llamado imaginaria en
la oscuridad de la nave, despierto aún, atrapado en el recuerdo de
la puta coma, aquella pobre coma mal parida.
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