jueves, 24 de diciembre de 2020

OJOS

Para Beth Llarena

Si mi hermano gemelo no llegó nunca a pegar a mis padres, no fue por amor ni por compasión, ni tan siquiera por un leve asomo de vergüenza, sino por considerar ese extremo, yo así lo creo, un inconveniente innecesario. Era más práctico para él persuadirles recurriendo a la presión emocional para que le entregaran sucesivas cantidades de dinero, siempre con la excusa de emprender supuestos negocios de los que después nada se sabría. Los viejos accedían dudando y sin ningún entusiasmo, pero aferrados a la ridícula esperanza de que algún día aquel hijo se encaminara con tino y,  por qué no decirlo, intimidados también por la frialdad de sus ojos y la temible seguridad de sus modales. Si un día Arturo Manuel, que así se llamaba, no hubiera desaparecido sin dejarse ver ya para siempre, quién sabe de lo que hubiera sido capaz para acabar de saquearlos, dejándolos en la miseria. Hasta donde podía servirles mi consejo, procuraba proteger a los viejos de sablazos inasumibles para sus ahorros interponiéndome en algún irreparable exceso de generosidad. De nosotros dos, de Arturo y de mí, decía la gente que mostrábamos rasgos prodigiosamente idénticos y que sin embargo poseíamos personalidades prodigiosamente opuestas para tratarse de dos hermanos nacidos de un mismo parto. Por nuestra parte, nos manteníamos a distancia y nunca coincidíamos en la casa donde habíamos crecido y donde aún habitaban los viejos; en realidad, procurábamos no coincidir nunca en ninguna parte. Pienso que acerté siempre al intuir que tanto él como yo detestábamos que existiera el otro, el tener una copia idéntica circulando por ahí, una réplica parásita que nos arrebataba el derecho a poseer una identidad exclusiva, legítima en su integridad, y no diseñada en consonancia con algo exterior, ni del todo ajeno ni del todo propio. No es descabellado sospechar que ese odio a la copia impuesta, irremediable, fuera la explicación a tantas otras cosas. Era irritante la insistencia de la gente en nuestro parecido, engorroso que nos confundieran y que esas confusiones de los conocidos de uno y de otro dieran pie a torpes revelaciones sobre la vida y obras de cada uno en encuentros casuales; por otro lado era indignante que él aprovechara nuestro parecido para sablear a algún amigo mío o para facilitarse la seducción de alguna conocida o alguna novia mía.

¿Por qué esta mañana, en un supermercado de estación, y de improviso, he confundido mucho tiempo más tarde (años, décadas) a Arturo con mi propio reflejo en un cristal, cuando yo observaba un paquete de mascarillas antivirus que se presentaban sobre un expositor, y ha sido justo entonces, en un instante sobrecogedor, que creí ver al antiguo y olvidado gemelo encarnado en mi propio reflejo de ahora sobre el cristal de una vitrina, con estas características que el tiempo ha ido tallando: con mis gafas de ahora, mis kilos de ahora, mis ropas de ahora y mis actuales movimientos reposados, por no decir lentos. Diría que aquella aparición momentánea y el recuerdo de Arturo empezaron disolverse al tiempo de mi salida del supermercado de estación, camino del autobús, aunque yo todavía apretara el paso y desviara la mirada ante cada fugaz encuentro con mi imagen en repentinas cristaleras. Me dirigía a la guagua que me desplazaba al trabajo, y así empezaba otro día en el andén poniendo atención a los casi invariables pasajeros cotidianos, en su mayoría reconocibles a pesar de las mascarillas protectoras, efectuando de nuevo el cálculo ya maquinal de las distancias de seguridad tanto fuera del vehículo como luego al entrar y luego al sentarme, y una vez sentado y relajado, confirmando un día más al estudiar las caras, que la mítica y proverbial expresión de los ojos ha sido sobrevalorada, lo que nunca hubiera creído: esos órganos considerados universalmente los más enigmáticos o reveladores, los más seductores o amenazantes de la fisonomía, resultan ahora congelados, impenetrables, sin la colaboración del resto de la cara, al contrario de lo que podría esperarse... Lo ratifico, por ejemplo, viendo un rostro cuyos ojos parecen, sobre la mascarilla, querer cerrarse de sueño atontado unos asientos más allá, un rostro que tal vez oculte bajo esa tela una sonrisa de éxtasis sensual vibrando en la comisura de la boca, contrayendo con libertad las mejillas, una sonrisa complaciente que haría declarar a esos ojos un abandono de placer muy distinto al cansancio aturdido y soñoliento que de entrada se les puede suponer. Lo mismo podría decir de otros ojos más allá que parecen salirse de sus órbitas, sin que se sepa si es por algo que les asombra o porque son ojos de por sí desorbitados. Y vuelvo a recordar a Arturo de improviso, después de todos estos años, décadas... Razono que en este cambio global y repentino del mundo, con esta pandemia que no esperaba nadie vivir (o morir), en algún sitio tendría que recolocar el recuerdo casi siempre latente de Arturo, del que no sé apenas nada hoy en día; bueno, nada salvo que ha hecho carrera en la delincuencia, donde disfruta de una posición considerable: al parecer ha conseguido destacar en el tráfico de armas, en el de sustancias ilegales y en el de personas, según la prensa y los informativos; ha sabido, dicen, presionar y corromper a jueces, políticos y empresarios, y es de suponer con qué métodos. Ha quedado atrás el tiempo en que yo temía algún daño por su parte, que por ejemplo utilizara mi parecido con él para desviar la atención de la policía o de alguna banda criminal competidora. Hoy, cuando según se ha divulgado, mi hermano se ha sometido varias veces a la cirugía plástica, cuando cualquiera sabe si estará ya tísico o paralítico, que apenas nos quedaría el parecido de los ojos sobre unas mascarillas y tal vez ni eso, tal vez ni nuestras miradas tuvieran un brillo aproximado vistas de cerca...

Veo que han subido dos personas en la estación anterior y yo ni me he dado cuenta, abstraído de nuevo en mi gemelo, a quien en verdad ahora no podría ponerle cuerpo ni cara, salvo que le adjudicara los míos y por pura asociación mecánica, sin base ninguna. Me fijo de nuevo y corroboro que han sido en efecto dos personas y que se han sentado frente a mí a cierta distancia. Me atrae primero y de inmediato una mujer joven, una mujer sensacional que, a propósito, parece con su imagen desmentir mis conclusiones sobre los ojos y las mascarillas y sacudir mis reflexiones hasta dejarlas por el suelo, porque esos grandes ojos azules deslumbran con una intensidad capaz de resplandecer sobre todo lo neutro e impersonal que tienen los demás ojos en esta mañana fría y rutinaria. Eso sí, hay algo que no me rebaten esos ojos, y es que ellos tampoco expresan nada, nada concreto, nada de tanto como quieren abarcar y eso los hace, mira por donde, dispersos; intentaré explicarme: es como si esa cara se quedara dirigida por su cuenta, sin intención alguna, a un punto cualquiera (un punto cualquiera que puedo ser yo, por casualidad). Son fantasmales, esa es la palabra. Unos asientos más allá de la mujer, y más lejos de mí, se ha sentado un tipo de unos treinta años cuyos ojos muy abiertos se mueven con rapidez hacia un lado o hacia otro como un sonado, después se detienen, y por instantes parecen dirigirse a mí sobre una mascarilla de pico redondo, y eso sólo cuando yo hago algún movimiento... o a mí me ha parecido eso. En cualquier caso, habría que observar a estos dos precisamente los rasgos bajo las mascarillas, a ellos más que a nadie entre todo el pasaje porque son inquietantes y porque sus miradas a veces rozan la insolencia.

En la reciente parada ha subido un solo individuo, que llama la atención porque ha ido caminando de la puerta de entrada a la de salida y se ha quedado ahí, de pie, sin aprovechar ningún asiento vacío, agarrado a un barrote y soportando así los vaivenes y las sacudidas del trayecto, frecuentes en esta hora punta. Y, vaya por donde, también se ha dedicado a mirar, a mirarme, de un modo más incómodo y penetrante que los anteriores. Parece esforzarse en hacer memoria como si me conociera, lo que no sería extraño por la edad aproximada y por las apariencias; parece un caso de esos en los que alguien te identifica pero no se atreve a saludar porque han quedado muy lejos el tiempo y las circunstancias de una remota relación, probablemente pasajera y trivial. Aunque he desviado la mirada intentando dar esquinazo a su interés, veo que el tipo sigue observando de frente sin desistir; tal vez espera que yo me me lance a saludar primero para, entonces sí, desviar la cara; hay quien lo hace. Voy pasando de la incomodidad a otra cosa: me crece dentro una furia que me reactiva por momentos; interrogo al tipo desde lejos con movimientos desafiantes de mis brazos aunque él sigue manteniendo la grosería fastidiosa de su mirada por encima de su mascarilla negra. Me levanto congestionado y, sin precipitarme, me dirijo hacia la puerta de salida, donde se encuentra el sujeto, que aún continúa vigilándome sin preocuparse. Cuando ya estoy llegando a él, me sorprende notar a ambos lados de mi espalda, pegados a mí, dos cuerpos a los que no había visto levantarse de sus asientos; en un instante intuyo, sin saber por qué, que son la mujer de mirada azul y el hombre de ojos inquietos de momentos antes. Compruebo que en efecto se trata de ellos dos al mirarlos alternativamente, en tanto cada uno me sujeta por un brazo. Y el que esperaba al fondo del pasillo ha quedado ahora frente a mí con una calma autoritaria; me enseña la credencial que ha sacado mecánicamente de un bolsillo y con una entonación rutinaria recita mis derechos constitucionales llamándome Arturo Manuel, como a mi gemelo, y añadiendo mis apellidos ciertos.

ESTÁNMETIENDOLAPAAAATA

El grito, que ha recorrido la guagua y se ha expandido a la calle al abrirse la puerta hidráulica, ha sido mi gran desahogo explosivo, no tanto por la detención errónea sino por cierto temor camuflado y soportado casi toda una vida, la confirmación de que nunca puede existir pacíficamente eso que llaman otro yo; no: o es otro o es yo afirmándose de las más diversas formas. Grito más veces pero los tres desconocidos me ignoran mientras me van conduciendo a la calle; tan sólo estudian mis ojos sobre la mascarilla como si éstos les interesaran por sí solos, como si me estuvieran examinando pericialmente una irritación, un glaucoma o una dilatación de las pupilas.


Las Palmas de Gran Canaria, 12/12/20

 

Foto de CostumeSpecialiste

domingo, 13 de diciembre de 2020

BONSAI



Hacía mucho que no oía llorar un gato como lo oigo esta noche. Eso quiere decir, probablemente, que en este barrio ningún vecino ha tenido gatos durante años, hasta ahora. Los gatos lloran como bebés roncos, dicen que atormentados por el celo. Yo no estoy tan seguro de que esa queja desgarrada que oigo sea fruto de las ganas de aparearse y no se deba al miedo o al desamparo, que es a lo que de verdad suena. Primero me exaspera, como el llanto de un niño enfermo que no ha aprendido a decir lo que le pasa y por el que no se sabe qué hacer, y al final me entristece. Esta vez el lamento parece venir del interior de un piso cercano, amortiguado por las paredes de alguna casa; llega aniñado y humano. Hace tiempo que tampoco he visto a ninguno por aquí; no he visto gatos en ninguna azotea ni en ningún balcón; apenas he sorprendido a alguno, callejero, merodear cerca de los contenedores de la basura o esconderse bajo la carrocería de algún coche. No ha habido más con los gatos durante años. No he querido criar ninguno desde que no tengo a Bonsai, ni he cultivado la nostalgia de haberlo tenido. Pero el llanto de ese gato me hace recordar cuando sí lo tuve y remontarme a años atrás.
Inesperadamente, ese pelaje pardo que parece llegar ahora desde la tiniebla del pasillo, la figura felina que recorre en silencio el salón de esta casa, ya no es el viejo Bonsai sino su recuerdo en mí, una réplica repentina evacuada del trastero de mi memoria. La cabeza redonda, pequeña en proporción al cuerpo alargado que pasea su elegancia camino del cojín sobre un sillón vacío, es el doble perfecto de aquella hermosa cabeza que hace mucho no habita aquí, reavivada por el llanto de ese otro gato que gime afuera. Cuando lo tuve no me sobresaltaba que brincara sobre mí jugando aunque no lo esperara ni lo viera venir, ni que saliera de un escondrijo bajo una mesa para aprisionarme una pierna, ni que me despertara recorriendo el colchón después de saltar a la cama; sabía siempre que era él, me tenía acostumbrado a sus movimientos inaudibles, a su tacto, a sus saltos sobre superficies mullidas. Sin embargo, después de que se fuera y me pareciera verlo aparecer de improviso en cualquier parte de la casa, ahí sí que me asustaba. Me impresionaban y me entristecían esas visiones fugaces que me asaltaban de improviso con frecuencia: lo podía confundir con un cojín, con una chaqueta tirada sobre el sofá o con una mochila en el suelo. Eran los fantasmas de la costumbre, de mi antigua convivencia con él, los espectros de sus antiguas apariciones habituales en toda la gama de sus actitudes felinas.
De momento no puedo dormir; me vigilan y aguardan diversos Bonsais espectrales en todo el apartamento; el gato vivo y real que una vez tuve era uno solo pero esas réplicas imaginarias no tienen límite a la hora de prodigarse: me espera un gato inmaterial tras la puerta de la cocina, otro debajo de la cama o en un extremo del sofá o escondido en la bañera. Y todos ellos me remiten a aquella noche, una cierta noche inquietante y agorera, y la continuidad de lo que sucedió en ella. Y es verdad que sucedieron cosas, aunque la llegada del sueño pareciera poner fin a la jornada borrando todos sus acontecimientos para dejar sitio al día siguiente por venir. Tras unas horas dormido, recuerdo, desperté y noté algo así como un felino de tamaño humano abrazado a mi cuello, repitiendo en mi oído un ronquido sensual que finalizaba en un suspiro profundo. El fulgor de unos ojos híbridos, a un tiempo de persona y de pantera aferrado a mi cuello, hizo que me apartara gritando y que apenas empezara a tomar consciencia de la realidad cuando, apartado, me senté en el filo de la cama y respiré aliviado al percatarme de que era Sagrario quien ocupaba sobre el colchón el mismo lugar del cruce de humana y gato, o de gata y humano, al que creí estar abrazado un segundo antes. Había llegado, cuando yo ya dormía, de su turno de noche en la centralita del hotel.
-Hombre, ya sé que me ha vuelto el catarro- dijo una voz congestionada- No creo que te contagie otra vez, no te alarmes así- añadió la voz quejosa que tanto me confortaba oír aunque se le notara la mocarrera que ocupaba su nariz y confería una sonoridad indolente a su voz. Miré el reloj; por la hora deduje que haría dos horas y algo más que habría vuelto de su turno en la centralita del hotel.
La observé. Me había hablado inmóvil, tendida sobre el costado, con los ojos cerrados y la barbilla cerca del pecho. La posición era la de alguien dormido. Hasta ahora no había hecho falta que se identificara nunca las noches en que entraba en la cama mientras yo ya dormía. Como al gato, que también usaba cama, la deducía por las costumbres, la reconocía por su peso sobre el colchón o por su roce con mi cuerpo, y no me confundía con ninguno de los dos. Tuve un difuso mal presagio por la quiebra de aquellos reconocimientos implícitos que tanta seguridad daban a nuestra convivencia, la de los tres. Me tendí sobre el costado mirando a la pared, aliviado de que no fuera verdad que un fenómeno de la naturaleza me hubiera tenido atrapado por el cuello. Me tendí sobre el borde de la cama en el que me había sentado, casi en el filo, para permitir que Sagrario recuperara el sueño cuanto antes pero ella insistió en preguntar por qué me había apartado así de ella, por qué me encontraba tan inquieto. Me coloqué boca arriba y vi a Bonsai sentado sobre las patas traseras, atento a la escena. Contesté a Sagrario que nada, nada de importancia al menos, tal vez el efecto de una pesadilla, y me volví de costado hacia mi lado de la cama.
-¡Eh, cariño...! -insistió, presionando levemente con el índice en mi espalda; yo ya sabía que iba a insistir- ¿Qué pesadilla extraña fue esa?... Dime-. Quería escuchar y enterarse. Estaba acostumbrada a escucharlo todo y de todo en su trabajo, me había dicho: escuchaba las consultas de las llamadas internas y externas de los clientes del hotel, sus peticiones y sus encargos; atendía preguntas sobre habitaciones libres, sobre precios, sobre números de teléfonos, masajes, comedores o lavanderías. Orientaba por teléfono a los ya hospedados sobre teatros, organismos, floristerías, coches de alquiler, transportes públicos, restaurantes o comercios renombrados. Programaba las horas a las que algunos decían querer ser despertados, comunicaba el adelanto de la factura a los que lo solicitaban...
Su cuerpo permanecía relajado, abandonado del todo a la comodidad del colchón. Su respiración y los músculos de su cara seguían pareciendo engullidos por las profundidades del sueño. Era como si me estuviera entendiendo con dos mujeres: una, Sagrario, cansada y amante de placeres como dormir; otra, la telefonista de hotel, que no dormía, acostumbrada a todo tipo de voces y a algunos idiomas, siempre atenta a lo que ocurriera o lo que quisieran contarle. Por un momento, lo recuerdo, no supe si seguir hablando o si abandonarme al sueño y dejar que transcurriera así el resto de la noche. No podía saber si ella estaba a punto de dormirse o todavía esperaba más detalles sobre lo sucedido.
- No sé -respondí al fin sin saber si ella me escuchaba-. Una pesadilla, ya te digo. Algo desconocido se me aferraba al cuello. No recuerdo más.
El gato se había ovillado a su lado de la cama y ronroneaba en sueños. Dormía con la cabeza apoyada sobre el bulto de los pies de Sagrario. Y seguiría durmiendo o se levantaría por su cuenta para beber agua, desahogar alguna urgencia o sencillamente merodear en alguna parte de la casa, en cualquier momento de la noche.
-Anda, duerme- juraría que dijo ella en un susurro débil y lejano, pero cómo asegurarlo si momentos antes había estado despierta y hablando con aquella inmovilidad relajada de todo el cuerpo y su voz me había llegado como desde otra mujer, sin que yo viera sus labios moverse debajo del cabello negro y ensortijado que cubría su boca. La poca luz de la calle que se colaba entre las cortinas iluminaban su pijama de satén con lunares rojos. Ahora, además, emitía desde la hondura de sus cuerdas una especie de gemido sonoro, nasal, propio de quien celebra una nueva postura sobre la cama, que sonaba a máxima placidez. Ella gemía, el gato ronroneaba sobre sus pies, el despertador se sumaría a la fanfarria en poco tiempo.
Anda, duerme”, había dicho. Pero faltaba poco para el amanecer y las primeras luces que se filtrarían a través de las cortinas. Desactivé el despertador para que el sueño de Sagrario no se viera innecesariamente interrumpido y la contemplé un momento flotar en el sueño al que parecía haberse entregado por fin. Se volteó de improviso desprendiendo otro gemido de goce inocente. Tenía una mano sobre la cabeza del gato, que se había desplazado hasta su cintura. Parecían ya inseparables. Y eso que al principio les costó acostumbrarse el uno a la otra. Sagrario acortaba las estancias en la casa cuando la visitaba, nerviosa por las carreras del gato de un lado a otro, por sus saltos entre los muebles, por los lanzamientos de juguetes que apartaba de sí con las patas para después lanzarse sobre ellos, y por la vigilancia recelosa del animal que sentía sobre ella. El gato, por su parte, le soltaba resoplidos de rechazo si ella intentaba acercarse o acariciarlo y, con la misma, se perdía de vista; maullaba protestando cuando Sagrario y yo nos abrazábamos o nos sentábamos uniendo nuestras cabezas. Sin embargo, después de la vez en que ella se agripó y acabó instalándose con nosotros para ser cuidada, el gato fue su compañía vigilante a los pies de la cama y ella no dejó de mostrarle agradecimiento hablándole, acariciándolo cuando se acercaba, imitando sus maullidos y sus ronroneos. Convaleciente aún, cuando ya pudo levantarse de la cama, permanecía largos momentos sobre el sofá acompañada del gato, al que no dejaba de rascar suavemente en el cuello o en la panza admirando la pelambre casi rubia bajo las manchas marrones, redondas como anillos en el costado y las alargadas rayas oscuras lo largo del cuerpo. Desde entonces, Bonsai reservaba para mí el juego más gimnástico y competitivo -con dosis de brutalidad- mientras a ella se acercaba para dedicarle largas miradas con parpadeos ostentosos, le empujaba el cuello o la mejilla con su hocico o se restregaba en una de sus piernas con la cola en vertical. Ante estas muestras de adoración casi permanentes, Sagrario no sólo respondía con agrado: desperezaba el cuerpo y se atusaba el cabello entregándose a un ligero éxtasis de vanidad, con sonrisas que se me antojaban triunfales. Ya le había oído decir a ella en un reciente desayuno: “No puede haber muchas mujeres en el mundo adoradas por un gato bengalí”. Ciertamente, era difícil conseguir ejemplares de esa raza y, en ciertos lugares del mundo su venta suele ser exclusiva, pero al principio pensé que su comentario era trivial, incluso irónico. Sin embargo hacía tiempo que se habían afilado sus rasgos, las recientes ondulaciones de su cabello negro, el rímel que le confería misterio y profundidad, y el lápiz de ojos con que estiraba sus contornos hasta la sienes habían dejado atrás un rostro más redondeado e infantil, con las olvidadas gafas de lente circular y aquel cabello liso dividido sin sofisticación por una simple raya a la mitad. Ahora solía mostrarse ufana y rozagante, sonriendo a menudo para sí. A la vista de lo que estaba ocurriendo tuve que admitir en esos días que algo se estaba transformando, que la hasta entonces escasa vanidad de Sagrario, henchida aparentemente por la devoción de Bonsai, se le desbordaba por todo el cuerpo.
***

El llanto de ese gato anónimo pareció haber desaparecido hace tan solo un breve rato, pero vuelvo a oírlo, esta vez más seco y lejano, y me recuerda el maullido casi inaudible -apenas un hilillo de voz suplicante- del Bonsai que entró en esta casa y en mi vida siendo un bebé desvalido: las primeras tomas de leche, la botella de agua tibia en la cajita donde le tocaría dormir, la instalación precipitada de comedero, bebedero y bandeja de arena. Cuando lo veía hacerse poco a poco con el espacio de la casa y cuando compartía los primeros juegos con él, poco me importaba que su raza se hubiera originado en un cruce de gato doméstico y de gato bengala o leopardo asiático, como también le llaman, ni cualquier otro antecedente suyo: era tan sólo mi gato, ni más ni menos. A pesar de eso, lo llamé Bonsai por considerarlo la miniatura de un felino grande, aunque eso apenas fuera una concesión a su figura peculiar y al exotismo de su procedencia. Debo decir, sin embargo, que aquella mañana en que me levanté antes de la hora -desvelado por la pesadilla que me hizo creerme aprisionado por un ser híbrido de felino y humano-, el animal me acompañó a la cocina como siempre esperando una ración leche, pero no me rodeó con sus juegos, no se restregó en la pernera de mi pijama ni me miró dirigiéndome los primeros maullidos del día: se limitó a acompañarme erguido y observándolo todo con ojos de renovado asombro. Me pareció de golpe mucho más corpulento y mayor, también más lejano y extraño, como si hubiera asumido en pocas horas que era un producto de la selva, un prodigio reclamado y cotizado en círculos donde no faltarían estafadores y traficantes de ejemplares valiosos, todo eso de lo que había quedado a salvo en las alturas de nuestro apartamento, que era todo su espacio conocido.
Cuando abrí la puerta para salir de casa, lo vi observando desde lejos sin acercarse corriendo a despedirme; permanecía a pocos metros quieto, noble, majestuoso y -me traspasó otro presagio impreciso y doloroso- parecía dedicarme un último reconocimiento.
Las horas en el trabajo disiparon la rareza y las últimas congojas de la pasada noche. Regresé al medio día pensando que encontraría a Sagrario desperezada y activa, ordenando ropa y reubicando objetos mientras oía música en la radio; y a Bonsai, por su parte, siguiéndola por curiosidad o bien por el contrario desaparecido, oculto en uno de sus recovecos secretos.
El día era luminoso y colorista, como para ahuyentar recuerdos tenebrosos y malos augurios. Aprecié un tráfico pintoresco y variado de personas en mi vuelta al barrio, que recobraba el aspecto cosmopolita que le habían arrebatado los peores años de la crisis. Me percaté de muchas caras desconocidas que ocupaban el lugar de antiguos habitantes que un día dejaron atrás sus casas, sus comercios, sus restaurantes o sus talleres. Observé los negocios nuevos, abiertos con esperanza o temeridad a un futuro incierto, entre ellos una clínica veterinaria recién inaugurada, donde entré para comprar a Bonsai una nueva pelotita de las que botan endiabladamente hasta el techo y un cojín con rascador. En una tienda de delicatessen compré un vino artesanal para alegrar la próxima cena que tuviera en casa con Sagrario.
En contra de todas mis previsiones, el apartamento estaba en silencio cuando llegué. No había rastro de actividad alguna a la vista. Ni la mujer ni el gato respondieron cuando cuando pregunté por ellos en voz alta. No percibí ningún rastro de vida a mi paso por el recibidor, por el baño o por la cocina. Abrí con delicadeza la puerta ya entreabierta del dormitorio. De lo que entonces vi sobre la cama puedo desconfiar todavía por lo sorprendente de la escena y por los pocos segundos que soporté observarla. Sagrario estaba boca arriba como poseída, mirando a las alturas y con el pantalón corto del pijama de satén sobre la almohada, abandonado junto a su oreja. Por debajo de su cintura, había un gran bulto activo y oculto bajo la colcha que ocultaba la pierna derecha de la mujer; la pierna izquierda sobresalía desnuda de la frazada, y sobre ella una pata de Bonsai que abría y cerraba con lentitud su zarpa sobre el muslo de ella. Todo lo demás ocurría bajo la ropa de cama.
Tanto Bonsai como Sagrario debieron notar mi presencia por la respiración o por alguna sombra que proyecté. Yo estaba enmudecido y petrificado. Ella me dirigió unos ojos de criatura extraña y enajenada que parecieron desconocerme y Bonsai asomó su pequeña cabeza para lanzarme una mirada temible, acompañada de uno de esos resoplidos de rechazo o advertencia que reservaba para visitas particularmente odiosas. Sin proponérmelo, me di enseguida la vuelta y recorrí el apartamento hasta la puerta de la calle. Deambulé en la calle sin rumbo, incapaz de sacudirme la incredulidad ni la tristeza por todo lo que presentía. Podría desconfiar todavía, después de tanto tiempo, de aquello que vi si no fuera porque a mi vuelta ya no estaba ninguno de los dos; tampoco el coche de Sagrario. Ella nunca me contestó al teléfono móvil y había abandonado su piso sin dejar señas nuevas. También intenté dar con ella, sin resultado, en el hotel donde había trabajado. Tampoco sirvió de nada denunciar sus desapariciones.

Ojalá no llorara más ese gato afuera, ojalá no me los recordara insistentemente, y su maullido acabara disipándose de una vez en el viento o en la lejanía. En el insomnio que me espera por su causa me cabe apenas pensar, como consuelo, que los dos desaparecidos habían estado siendo objeto de una transformación de la que no me di cuenta, un cambio que más tarde o más temprano tendría que consumarse, incluso involuntariamente. También es verdad que tanto vale acogerse a esa explicación como creerse cualquier otra, dadas las circunstancias. Cualquier especulación me servirá esta noche, acaso, para distraer a duras penas el desgarro de una duermevela interminable y despiadada como un remordimiento.

jueves, 30 de abril de 2020

GEDEÓN EN CUARENTENA


A quienes conozcan a don Gedeón, maestro de Primaria (en este mismo blog), no necesitaré advertirles de que el tipo es un ardiente devoto del tango, la danza de los grandes abrazos y restregones, esto es, el baile menos apropiado para esta época precavida y puritana a fuerza de malos contagios. Después de tantos días de clausura, ya no encuentra entusiasmo para acometer online el baile de alguna pieza apasionada: esas ganas ya han desfallecido en él y en las compañeras de la Academia de baile con las que mantiene el contacto virtual. Eso sí, ya con cierto vicio rutinario, se prometen en cada comunicación fogosos reencuentros artísticos para cuando llegue finalmente el día, el ansiado día, en el que se prodigarán mutuamente los mayores esfuerzos de entrega y virtuosismo, dispuestos a bailar mejor que nunca.
Como ya ha empezado a sentir el peso del tanto aislamiento, y aprovechando que no lo ve nadie, en algún arranque repentino baila con una fregona sin usar; le ha clavado con grapas en el palo un rostro de cartulina con ojos imposibles y le ha puesto de nombre Malena. Sobre la cartulina ha pegado una mascarilla de fabricación propia, con lo que los ojos de Malena, como los de mucha gente en estos días, adquieren la inquietante intensidad de la alerta y también la responsabilidad de expresar la emoción por sí solos, sin el complemento facial de la boca y las mejillas. “¿Decías algo, Malena?”, le pregunta alguna vez bajándole la mascarilla para saber si sonríe o se entristece, o si sigue teniendo la “voz de sombra” que dice el canto. Aunque al principio sólo bailaba con ella, ahora incluso le habla alguna vez y la sienta a su lado a ratos mientras él trabaja intentando relajarse. Tiene que preparar varias clases digitalizadas para cinco grupos de niños y enviarlas a la dirección web indicada, corregir por ese medio los trabajos que le remiten los alumnos y asimismo atender telemáticamente las observaciones y consultas que llegan a su ordenador, frente al que vive.
Ya ha observado que las pruebas y los trabajos de algunos alumnos no llegan y, en otros casos, no se corresponden con su rendimiento ejemplar. No sabe a cuáles de ellos se les habrá llevado un familiar el peligroso virus que nos tiene a todos en la trinchera ni en cuáles de sus familias se habrá ensañado el descalabro. De improviso los ve a todos en la playa caminando sobre un mundo mejor, con bolsos de coronavirus, gorritos de coronavirus, flotadores de coronavirus de varios colores, y con pelotas de playa que tienen pintadas en su esfera esas trompetillas alarmantes tan caracterís…  De repente l
o saca de su ensoñación una llamada al móvil, de la directora de su colegio: “Oye, Gedeón, ¿me oyes?.. No sabes la jarana que has provocado al dar la clase telemática al lado de esa fregona con cara que aparece ahí sentada. Me han llamado las familias, me ha llamado la Inspección Educativa... Ten más cuidado, ya sé que estás siempre en las nubes pero mira que ahora expones en carne viva tu intimidad, que no quiero saber cómo es, por cierto. ¡Tanguero!..”






jueves, 23 de abril de 2020

¡Pero qué estará pasando afuera!



Llevaba no sé cuántos minutos abstraído frente a la ventana, así que no supe en qué momento aterrizó sobre el alféizar aquella polilla negra. Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba sin ver ninguna polilla inquietante, ni negra ni blanca, así que -sin ser decididamente supersticioso- cedí a una aprensión repentina que me hizo relacionar su aparición con la actualidad del  virus y la pandemia de su p... madre. Se tiene a la polilla negra por mensajera de la muerte, la muerte de quien la ve, y se le achaca la responsabilidad de las desgracias que recaen sobre la casa que invade..."¿Ya vienes a por mí?", le pregunté de inmediato. No respondió la tía; siguió como la encontré, callada, inmóvil y amenazante tras el cristal.
Pasado el susto me planteé su presencia bajo otra óptica y consideré, como vengo haciendo, los cambios que los animales estarán sufriendo en sus costumbres y en sus recorridos, y hasta qué punto se habrán verificado en los incluso en los insectos por todo lo que está pasando. La ausencia de una humanidad confinada en sus casas ha mejorado el aire del planeta en gran medida. Supongo que también estará aseando y relajando muchas costas; y así se llegan noticias de ballenas cerca de La Laja en la Palmas de Gran Canaria y cerca del muelle de la Palma, de delfines pasándolo cañón en la Bahía de Santa Cruz de Tenerife y en el Puerto de Mogán.
En mi encierro he pensado más de una vez en esas segundas residencias temporalmente abandonadas, y en esos locales de negocios clausurados, a merced delincuentes, de tribus de okupas y de manadas improvisadas de animales fugitivos o abandonados y, en efecto, las cabras que se han visto disfrutando de un hotel en Fuerteventura, o de un instituto de en Corralejo pueden ser un botón de muestra de lo que se encuentre en los posibles regresos.
Pero, volviendo a la polilla negra y otros bichos inquietantes, aún quedaría por oír -creyéndolo o no- qué habrá del mundo esotérico, incluso satánico: en qué ha afectado este vacío planetario a diablos, diablesas, íncubos, súcubos y todo ese personal incordiante en una dimensión paralela. Aún me queda por saber si mi polilla era una siniestra emisaria del inframundo y sus infiernos o si la pobre -en vista de la desolación de las calles- sólo pretendía ser mascota.


viernes, 17 de abril de 2020

ÉCHAME DE TU CASA DE MUÑECAS

   
  











   ÉCHAME de tu casa de muñecas
si me demoro mucho en el calor
del dormitorio lleno de colores.
Échame, te insistí después sobre el sofá
donde veía tu cuerpo de mujer
excediendo tu bata de niña.
Y como no me expulsabas,
y como no mirabas el reloj
y la tarde pasaba y era noche,
yo mismo dejé el lecho
y yo mismo me alcé, después, de aquel sofá
de epílogos y abrazos
donde, como la tarde, se alargaban tus piernas.
Y repetí que me echaras
mientras me echaba yo,
yo solo,
al frío de la calle,
en retirada, absorto, y sin tu ayuda.



Moraleja: QUÉDATE EN CASA

domingo, 29 de marzo de 2020

De crisis y mascotas




No invento nada: el último jueves fue detenido un hombre en Lanzarote porque salió a pasear con su gallina; lo refería micrófono en mano una corresponsal de la cadena de televisión autonómica. El tipo pensaría que el animal le iba a valer como mascota para excusar el paseo y así burlar el confinamiento decretado; la policía no pensó igual.

Y este es casi el único aspecto por el que se suele mencionar de momento a los animales en esta crisis, con oportuno sesgo humorístico: se presume que están sirviendo en algunos casos de salvoconducto para salir a la calle. En alguna que otra ocasión futura, más adelante, alguien los recordará, alguien dará cuenta de lo que se hizo con ellos y de cómo también se vieron afectados mascotas, animales de granja o ganado por las consecuencias de esta pandemia.

Por su parte, y según estoy leyendo, Giovanni Bocaccio los tuvo en cuenta en el Decamerón, su libro de novelitas cortas escrito tras la epidemia de peste que asoló Florencia en 1348, de cómo fueron abandonados o directamente comidos los destinados a la cría o a la obtención de piel o alimento. Eso, entre las demás atrocidades que se dieron cita entre humanos, causa y consecuencia a su vez de un clima de descomposición social presidido por el miedo, en el que el autor nos introduce sin ahorrar ningún rasgo importante pero sin recargar las tintas en ninguno de ellos, con el mismo equilibrio con el que logra conjugar la recriminación serena a las conductas reprochables con la conmiseración solidaria por las víctimas de la epidemia, la invocación tanto a la piedad como a la actuación comunitaria y al conocimiento científico. 

El Decamerón fue escrito apenas unos años después de esos hechos, ya a toro pasado, pero aún así valgan como perspectiva humana y talante estético tanto esa cruda introducción a la obra como el variado muestrario pícaro y juguetón -en ocasiones, erótico- que representan las narraciones que le suceden. En un registro y en el otro es de agradecer la mesura que aquilata la expresión elegante y la perspectiva, en espera del tiempo en que sin olvidar el desgarro de estos días, rememoremos algún día el paseo, ocurrente aunque fallido, de un hombre y de su gallina.


La imagen es obra de la ilustradora MELI VALDÉS SOZZANI para una edición reciente del DECAMERÓN

miércoles, 26 de febrero de 2020

CONDICIONES PARA UN VALS



Para Inma, por bailona

Vale, seré paciente con tu tía,
daré las medicinas a tu abuela,
me dejaré engañar por tu gemela
y sacaré a tu perro, vida mía.

Muy bien, asistiré a tus cumpleaños,
daré conversación a tus amigas,
a los vecinos con los que haces migas
y a tus dos sobrinitos más huraños.

Oiré los consejos de tu padre,
devoraré los guisos de tu madre
y me atendré al libreto en tu teatro


con tal que juntos -aunque acompañados-
al fin sobre la pista y abrazados
giremos al compás de un tres por cuatro.