jueves, 24 de diciembre de 2020

OJOS

Para Beth Llarena

Si mi hermano gemelo no llegó nunca a pegar a mis padres, no fue por amor ni por compasión, ni tan siquiera por un leve asomo de vergüenza, sino por considerar ese extremo, yo así lo creo, un inconveniente innecesario. Era más práctico para él persuadirles recurriendo a la presión emocional para que le entregaran sucesivas cantidades de dinero, siempre con la excusa de emprender supuestos negocios de los que después nada se sabría. Los viejos accedían dudando y sin ningún entusiasmo, pero aferrados a la ridícula esperanza de que algún día aquel hijo se encaminara con tino y,  por qué no decirlo, intimidados también por la frialdad de sus ojos y la temible seguridad de sus modales. Si un día Arturo Manuel, que así se llamaba, no hubiera desaparecido sin dejarse ver ya para siempre, quién sabe de lo que hubiera sido capaz para acabar de saquearlos, dejándolos en la miseria. Hasta donde podía servirles mi consejo, procuraba proteger a los viejos de sablazos inasumibles para sus ahorros interponiéndome en algún irreparable exceso de generosidad. De nosotros dos, de Arturo y de mí, decía la gente que mostrábamos rasgos prodigiosamente idénticos y que sin embargo poseíamos personalidades prodigiosamente opuestas para tratarse de dos hermanos nacidos de un mismo parto. Por nuestra parte, nos manteníamos a distancia y nunca coincidíamos en la casa donde habíamos crecido y donde aún habitaban los viejos; en realidad, procurábamos no coincidir nunca en ninguna parte. Pienso que acerté siempre al intuir que tanto él como yo detestábamos que existiera el otro, el tener una copia idéntica circulando por ahí, una réplica parásita que nos arrebataba el derecho a poseer una identidad exclusiva, legítima en su integridad, y no diseñada en consonancia con algo exterior, ni del todo ajeno ni del todo propio. No es descabellado sospechar que ese odio a la copia impuesta, irremediable, fuera la explicación a tantas otras cosas. Era irritante la insistencia de la gente en nuestro parecido, engorroso que nos confundieran y que esas confusiones de los conocidos de uno y de otro dieran pie a torpes revelaciones sobre la vida y obras de cada uno en encuentros casuales; por otro lado era indignante que él aprovechara nuestro parecido para sablear a algún amigo mío o para facilitarse la seducción de alguna conocida o alguna novia mía.

¿Por qué esta mañana, en un supermercado de estación, y de improviso, he confundido mucho tiempo más tarde (años, décadas) a Arturo con mi propio reflejo en un cristal, cuando yo observaba un paquete de mascarillas antivirus que se presentaban sobre un expositor, y ha sido justo entonces, en un instante sobrecogedor, que creí ver al antiguo y olvidado gemelo encarnado en mi propio reflejo de ahora sobre el cristal de una vitrina, con estas características que el tiempo ha ido tallando: con mis gafas de ahora, mis kilos de ahora, mis ropas de ahora y mis actuales movimientos reposados, por no decir lentos. Diría que aquella aparición momentánea y el recuerdo de Arturo empezaron disolverse al tiempo de mi salida del supermercado de estación, camino del autobús, aunque yo todavía apretara el paso y desviara la mirada ante cada fugaz encuentro con mi imagen en repentinas cristaleras. Me dirigía a la guagua que me desplazaba al trabajo, y así empezaba otro día en el andén poniendo atención a los casi invariables pasajeros cotidianos, en su mayoría reconocibles a pesar de las mascarillas protectoras, efectuando de nuevo el cálculo ya maquinal de las distancias de seguridad tanto fuera del vehículo como luego al entrar y luego al sentarme, y una vez sentado y relajado, confirmando un día más al estudiar las caras, que la mítica y proverbial expresión de los ojos ha sido sobrevalorada, lo que nunca hubiera creído: esos órganos considerados universalmente los más enigmáticos o reveladores, los más seductores o amenazantes de la fisonomía, resultan ahora congelados, impenetrables, sin la colaboración del resto de la cara, al contrario de lo que podría esperarse... Lo ratifico, por ejemplo, viendo un rostro cuyos ojos parecen, sobre la mascarilla, querer cerrarse de sueño atontado unos asientos más allá, un rostro que tal vez oculte bajo esa tela una sonrisa de éxtasis sensual vibrando en la comisura de la boca, contrayendo con libertad las mejillas, una sonrisa complaciente que haría declarar a esos ojos un abandono de placer muy distinto al cansancio aturdido y soñoliento que de entrada se les puede suponer. Lo mismo podría decir de otros ojos más allá que parecen salirse de sus órbitas, sin que se sepa si es por algo que les asombra o porque son ojos de por sí desorbitados. Y vuelvo a recordar a Arturo de improviso, después de todos estos años, décadas... Razono que en este cambio global y repentino del mundo, con esta pandemia que no esperaba nadie vivir (o morir), en algún sitio tendría que recolocar el recuerdo casi siempre latente de Arturo, del que no sé apenas nada hoy en día; bueno, nada salvo que ha hecho carrera en la delincuencia, donde disfruta de una posición considerable: al parecer ha conseguido destacar en el tráfico de armas, en el de sustancias ilegales y en el de personas, según la prensa y los informativos; ha sabido, dicen, presionar y corromper a jueces, políticos y empresarios, y es de suponer con qué métodos. Ha quedado atrás el tiempo en que yo temía algún daño por su parte, que por ejemplo utilizara mi parecido con él para desviar la atención de la policía o de alguna banda criminal competidora. Hoy, cuando según se ha divulgado, mi hermano se ha sometido varias veces a la cirugía plástica, cuando cualquiera sabe si estará ya tísico o paralítico, que apenas nos quedaría el parecido de los ojos sobre unas mascarillas y tal vez ni eso, tal vez ni nuestras miradas tuvieran un brillo aproximado vistas de cerca...

Veo que han subido dos personas en la estación anterior y yo ni me he dado cuenta, abstraído de nuevo en mi gemelo, a quien en verdad ahora no podría ponerle cuerpo ni cara, salvo que le adjudicara los míos y por pura asociación mecánica, sin base ninguna. Me fijo de nuevo y corroboro que han sido en efecto dos personas y que se han sentado frente a mí a cierta distancia. Me atrae primero y de inmediato una mujer joven, una mujer sensacional que, a propósito, parece con su imagen desmentir mis conclusiones sobre los ojos y las mascarillas y sacudir mis reflexiones hasta dejarlas por el suelo, porque esos grandes ojos azules deslumbran con una intensidad capaz de resplandecer sobre todo lo neutro e impersonal que tienen los demás ojos en esta mañana fría y rutinaria. Eso sí, hay algo que no me rebaten esos ojos, y es que ellos tampoco expresan nada, nada concreto, nada de tanto como quieren abarcar y eso los hace, mira por donde, dispersos; intentaré explicarme: es como si esa cara se quedara dirigida por su cuenta, sin intención alguna, a un punto cualquiera (un punto cualquiera que puedo ser yo, por casualidad). Son fantasmales, esa es la palabra. Unos asientos más allá de la mujer, y más lejos de mí, se ha sentado un tipo de unos treinta años cuyos ojos muy abiertos se mueven con rapidez hacia un lado o hacia otro como un sonado, después se detienen, y por instantes parecen dirigirse a mí sobre una mascarilla de pico redondo, y eso sólo cuando yo hago algún movimiento... o a mí me ha parecido eso. En cualquier caso, habría que observar a estos dos precisamente los rasgos bajo las mascarillas, a ellos más que a nadie entre todo el pasaje porque son inquietantes y porque sus miradas a veces rozan la insolencia.

En la reciente parada ha subido un solo individuo, que llama la atención porque ha ido caminando de la puerta de entrada a la de salida y se ha quedado ahí, de pie, sin aprovechar ningún asiento vacío, agarrado a un barrote y soportando así los vaivenes y las sacudidas del trayecto, frecuentes en esta hora punta. Y, vaya por donde, también se ha dedicado a mirar, a mirarme, de un modo más incómodo y penetrante que los anteriores. Parece esforzarse en hacer memoria como si me conociera, lo que no sería extraño por la edad aproximada y por las apariencias; parece un caso de esos en los que alguien te identifica pero no se atreve a saludar porque han quedado muy lejos el tiempo y las circunstancias de una remota relación, probablemente pasajera y trivial. Aunque he desviado la mirada intentando dar esquinazo a su interés, veo que el tipo sigue observando de frente sin desistir; tal vez espera que yo me me lance a saludar primero para, entonces sí, desviar la cara; hay quien lo hace. Voy pasando de la incomodidad a otra cosa: me crece dentro una furia que me reactiva por momentos; interrogo al tipo desde lejos con movimientos desafiantes de mis brazos aunque él sigue manteniendo la grosería fastidiosa de su mirada por encima de su mascarilla negra. Me levanto congestionado y, sin precipitarme, me dirijo hacia la puerta de salida, donde se encuentra el sujeto, que aún continúa vigilándome sin preocuparse. Cuando ya estoy llegando a él, me sorprende notar a ambos lados de mi espalda, pegados a mí, dos cuerpos a los que no había visto levantarse de sus asientos; en un instante intuyo, sin saber por qué, que son la mujer de mirada azul y el hombre de ojos inquietos de momentos antes. Compruebo que en efecto se trata de ellos dos al mirarlos alternativamente, en tanto cada uno me sujeta por un brazo. Y el que esperaba al fondo del pasillo ha quedado ahora frente a mí con una calma autoritaria; me enseña la credencial que ha sacado mecánicamente de un bolsillo y con una entonación rutinaria recita mis derechos constitucionales llamándome Arturo Manuel, como a mi gemelo, y añadiendo mis apellidos ciertos.

ESTÁNMETIENDOLAPAAAATA

El grito, que ha recorrido la guagua y se ha expandido a la calle al abrirse la puerta hidráulica, ha sido mi gran desahogo explosivo, no tanto por la detención errónea sino por cierto temor camuflado y soportado casi toda una vida, la confirmación de que nunca puede existir pacíficamente eso que llaman otro yo; no: o es otro o es yo afirmándose de las más diversas formas. Grito más veces pero los tres desconocidos me ignoran mientras me van conduciendo a la calle; tan sólo estudian mis ojos sobre la mascarilla como si éstos les interesaran por sí solos, como si me estuvieran examinando pericialmente una irritación, un glaucoma o una dilatación de las pupilas.


Las Palmas de Gran Canaria, 12/12/20

 

Foto de CostumeSpecialiste

No hay comentarios:

Publicar un comentario