martes, 29 de agosto de 2023

DUERMEVELA

 


La tierra mojada, primero compacta y oscura, se había ido ablandando según arreciaba la tormenta y se volvía polvo flotante, cuyo tacto blando y repulsivo era lo único cálido bajo el lodazal que ya se confundía con el pantano desbordado. El agua arrastraba hojas, ramas y pequeños troncos a la deriva; también iba desmenuzando juguetes rotos que flotaban, libretas a punto de deshojarse, viejos zapatos deformes, incluso el esqueleto de algún gato muerto tiempo atrás. En el lodo destellaban escasos reflejos de estrellas procedentes de un cielo negro, a veces envueltas en algún jirón de nube lejana, casi invisible, o en el impacto luminoso de algún relámpago allá en el cielo. Un hombre se aferraba a la alargada raíz de un árbol que sobresalía de un montículo de tierra seca y resistente, un islote en medio del barrizal flotante donde se reflejaban apenas débiles luces de ciudad. Se precipitaba la lluvia sobre el sujeto, aplastándole el cabello, creándole un surco en el vello de los brazos, agotándole los párpados golpeados, por donde sin embargo pudo entrever el brillo de un objeto, fuera lo que fuera, que permanecía quieto a pocos metros, resistiendo tanto el empuje del barranco desbordado como la fuerza de las gotas que caían. Aquel objeto inverosímil le parecía estar cada vez más cerca, aunque su alteración de ánimo y las dificultades para fijar la vista lo hicieran pensar en una visión alterada por la corriente, a través de los destellos provenientes del cielo y sus reflejos en el agua. La ilusión de aquel objeto ajeno a los embates de la corriente adquirió de pronto, sin explicación posible, la forma de la pistola de bolsillo Ruger LCP 9mm, que tan familiar le era por tener en su casa una réplica decorativa exacta. La forma de la pistola se iba disolviendo en humo de colores a medida que se le acercaba, encañonándolo; finalmente quedó reducido a un pequeño haz de luz verde que le iluminaba el bolsillo de la pernera izquierda, el mismo donde guardaba el móvil, del que ya no se acordaba. Sorprendido también de que su móvil no se hubiera estropeado, notó con instantánea sopresa que su pantalón estaba seco, y que el vello de sus brazos ya no estaba aplastado por el agua. Tampoco su cabello. Que sus manos, también secas, no se aferraban a la raíz sobresaliente de ningún árbol magnífico y que su cuerpo no se hallaba en el cruce de un barranco desbordado y de una lluvia aplastante. Que, más bien, lo envolvía la calma tensa de una sala de espera hospitalaria, al final del largo pasillo de un ambulatorio médico lleno de consultas especializadas a un lado y a otro. Recuperaba la lucidez de la vigilia, temiendo que cualquier estímulo del ambiente lo devolviera a una angustiosa duermevela, como en la que había estado inmerso hasta momentos antes. Temía por ejemplo que el llavero con forma de minipistola que veía en la mano de un paciente en espera, justo a su lado, volviera a hacer naufragar su consciencia. Una doctora alta, morena y de andar elegante que pasó junto a él, le recordó a la actriz Monica Bellucci en un escena con pistola negra de ínfimo tamaño, y eso lo alertó de que estaba cayendo de nuevo en otro estado de alerta imaginaria. Con la cabeza erguida, se concentró en las puertas de las distintas consultas, iguales entre sí como lo eran las sillas rígidas de las salas, con sus espaldares curvos tan unidos que le recordaban alguna escena del oleaje irreal que un rato antes antes lo había ensimismado, y en el que se envolvió de nuevo, justo cuando la voz juvenil de una mujer lo espabilaba:

-Buenos días, señor. ¿Es usted don Abel Torres? -le preguntó una auxiliar de enfermería-. Él le respondió que sí.

- Su consulta es la número 34, señor -dijo señalándole la puerta con un dedo. La doctora Ángeles Salas lo llamará en pocos minutos. Buenos días.

El nombrado Abel Torres quedó mirando la puerta 34 de la referida doctora Ángeles S.R., Psicóloga Clínica, según rezaba un rótulo metálico. Cuando la doctora se asomó lo llamó por su nombre, lo saludó con un gesto afable y desapareció de nuevo tras la puerta, que no cerró del todo. Abel Torres la siguió lentamente y se introdujo a través de la puerta entreabierta observando todo con curiosidad de un lado a otro de la consulta hasta acabar clavando sus ojos en ella, la doctora. La doctora, acompañada por un ordenador portátil, esperaba sentada a su mesa y lo miraba a su vez imitando su exagerada atención, fijándole sus ojos negros por encima de la montura roja de sus gafas. Abel Torres sonrió -después de mucho tiempo de no sonreír- y aceptó el gesto de la doctora como una invitación al acercamiento y a la comunicación distendida.

No se creía ni él mismo la tranquilidad con que refería a la doctora su problema con las minipistolas o pistolas de bolsillo. Todo empezó, le decía, cuando por y única vez busqué información en Internet sobre estas armas, por pura curiosidad. A partir de ese momento, ya no podía conectarme a la Red sin que me abrumara la aparición de esas armas enanas, sus marcas, sus tamaños o sus capacidades de tiro, fuera con el programa o la aplicación que fuera, y esto dura... yo diría que dos meses o...

Bajó la cabeza, cansado de la declaración. Cabeceó, se ensimismó y respiró profundamente. Lo espabilaron dos golpes con una mano sobre la mesa, dos golpes suaves pero apremiantes que lo requerían a continuar la consulta. Cuando subió los ojos vio los de doctora, que lo miraban con severidad. Vio que ella tenía las manos sobre el teclado del ordenador, que hasta ahora no había utilizado, y se desconcertó al verla de golpe vestida con uniforme policial y que entre ellos había una minipistola reglamentaria.

-¿Y no llegó a comprar ningún arma?- preguntó la ahora agente de polícía.

-No, agente. Ya creo haberlo dicho -le respondió, aunque ya convencido de que estaba atrapado en uno de sus estados de duermevela delirante.

Ella lo miró fija y fríamente hasta que al fin desistió de su juego intimidatorio, guardó la minipistola debajo de su pernera y le imprimió su declaración para que la leyera y la firmara en caso de estar conforme. Le hizo gracia leer su drama en un estilo tan impersonal y correcto. Le pareció que ya él no era él ni siquiera en sus recuerdos, no digamos en ninguno de sus episodios de duermevela, debidos al cansancio. Cuando volvió a levantar la cabeza del folio la doctora se había transformado de nuevo, esta vez en una joven periodista que le resumía su caso con rapidez antes de formularle preguntas nuevas, por ejemplo:

¿En sus visiones interviene la realidad, señor? Me refiero a si se dan cita en ellas lugares, casos o rostros conocidos..?”

¿Ha llegado a jugar con su réplica de juguete, o alguna vez ha amenazado con ella o bromeado con esa posibilidad?”

¿Alguna vez ha sido usted policía o guardaespaldas... o delincuente armado, o ha deseado serlo?

Se fijaba en ella, en una cara curiosa y atenta como la de la doctora pero más juvenil. Vestía una rebeca naranja sobre una camiseta adornada con dibujos y unos jeans con descosidos a la moda a la altura de su muslo derecho que dejaban entrever una minipistola plateada. Intentó identificar el modelo y subió la cabeza para hacer memoria; sin esperarlo, se encaró de nuevo con la doctora, que lo miraba con interés y le preguntaba si esas recaídas en la somnolencia guardaban siempre relación con el objeto de su trastorno, es decir, las pistolas de bolsillo. Tras pensarlo un momento, Abel Torres contestó que sí, que siempre.


Se encuentra al día siguiente en casa, ante su ordenador personal. La doctora lo animó a hacerlo confiando en que el contenido relacionado con las minipistolas hubiera desaparecido ya total o parciamente; también le aconsejó hacer un uso estricto y necesario del Internet. Ahora no se atreve a darle a la tecla de encendido y deja pasar el tiempo. La sensación de alguien a su lado le hace girar la cabeza con angustia. A su lado, la doctora lo encañona con una Ruger LCP 9mm, con mano firme y con su mirada habitualmente cordial.

EL SCAT


 

La niña negra de la clase vino a la mesa de la maestra y con una sonrisa muy muy grande le dijo que su abuelo se había muerto. Yo me quedé parado del mosqueo que cogí y sin darme cuenta aplasté el trabajo de plastilina que la maestra me estaba corrigiendo. A mí se me murió un abuelo y lloré muy muy mucho y estuve triste. Pero mi asombro fue más grande cuando la maestra, en vez de decirle que no hay que sonreír así cuando se muere un abuelo, la atrajo hacia ella, la abrazó y le dijo cuánto lo siento, Sarah, mi vida. (La niña negra se llama Sarah y seguía sonriendo, la muy burra). Peor fue cuando a la tarde le confié a mamá que pensaba hacerle a Sarah una ahogadura el día de la piscina, por mala nieta. Mamá abrió mucho los ojos y me dijo que ni hablar, que me olvidara del asunto y que hablaría con Araceli (Araceli es la maestra) para tenerla sobre aviso. (Mamá chivata, lo que me faltaba). Entonces, mamá quiso recordar quién era Sarah y miró las fotos del curso y dijo “Anda, pero esta niña es clavadita a Sarah Vaughan” y me aclaró que era una cantante muy célebre y siguió diciendo “qué simpática, encima son tocayas” y buscó música de esa mujer en el ordenador y yo me divertí mucho porque la voz de aquella mujer podía ser muy gruesa, muy gruesa (como la de Sarah) y muy muy finita (igual que Sarah) y además cantaba con ruidos diciendo durin-duri-ri-ri-ri-ro o bibibo-biiiinan y yo me puse a inventar cantos en ese plan y lo pasaba comanche. Mamá me dijo que ese canto se llamaba Scat, pero a mí me daba igual y seguí inventando scats hasta la hora de la cena. ¡Qué gozada! Y al día siguiente seguí inventando scats en la clase sin darme cuenta y, de repente, me quedé parado cuando vi que la niña negra me miraba contenta recostando la cabeza sobre su mesita y con los ojos brillantes y se puso a cantar scats ella también, pero muchísimo mejor; y al ver que cantábamos juntos, la maestra nos dejó improvisar (creo que dijo esa palabra) un ratito.

A mí me empezó a caer bien Sarah y hasta llegué a olvidarme de la ahogadura que le tenía jurada para mis adentros. Pero lo que yo no me esperaba era que mamá me había preparado una reunión a traición con ella y con Araceli en la clase. Entre las dos me hicieron entender (algo, un poquito) que la niña no sonreía porque disfrutara con la muerte del abuelo, sino porque a lo mejor no sabía qué era morirse y pensaba que se había ido a hacer algo nuevo y muy especial, tan especial que a ella se le acercaría mucha gente a sonreírle, a hacerle caricias y se vería como la princesa de un cuento. Y yo diría que casi me convencieron, pero aquella reunión preparada por la espalda me había sentado mal y aún pensaba un poco en la ahogadura, esta vez sin decir nada.

Pero al siguiente día, nos acercamos en el patio Sarah y yo y nos pusimos a hablar. ¿Qué cómo fue? Pues que ella hizo señales con la mano y yo me puse a andar hasta ella. Así es como fue. En una de las gradas del patio le conté cómo había conocido el Scat. Y ella me contó que su familia venía de un sitio donde se despide a los muertos con músicas y bailes porque han dejado de sufrir y se van con el Señor. Me preguntó: “¿No has visto pelis de Nueva Orleans?” Le dije que no, pero que ya mamá me buscaría algo en internet. Y yo, qué quieren que les diga, no podía meterle ahogaduras a toda su familia y ella me caía mejor y enseguida nos pusimos dura-dura-dura-babaduaaa. Qué gozada.

Por supuesto, el día de la piscina vinieron mamá y papá. Dijeron que porque la actividad era muy bonita, pero venían a vigilarme, los capullos. Yo lo sabía y ellos lo sabían. Y Araceli lo sabía y hasta Sarah ya lo sabía. Mamá y Araceli se miraban extrañadas de que Sarah y yo estuviéramos todo el rato juntos alrededor de la piscina de goma que nos inflaron en el patio, menos cuando nos tocaba ocupar nuestros puestos en los juegos. Y al final, cuando todo acabó, papá y mamá saludaron a Araceli, que no dejaba de mirarme y de golpe me preguntó: “Y dime, caballerito, lo tuyo con Sarah es de amigos o de novios”. Creo que cerré y abrí los ojos varias veces porque ella no me despegaba los suyos. Al fin le contesté que era el Scat: “Es el Scat, maestra”.


Del libro colectivo solidario Alar de rosas.