jueves, 25 de febrero de 2021

AQUEL TEATRO (CASI) MÍO. EL COMIENZO.

 


Tendría tres o cuatro años. Mi madre me hizo acompañarla a una función en el Teatro Pérez Galdós. Ocupamos nuestras butacas y pasamos el rato como otras veces admirando el decorado del pintor Néstor de La Torre; ella, más impaciente que yo por que empezara la representación de La venganza de Don Mendo, ya que conocía la comedia y la adoraba. Minutos más tarde un actor declamaba sobre las tablas del escenario: "¡Yo soy el Coonde de Caabra!", o algo así.

Beeheeheee!- atronó a su vez desde el público una voz infantil.

Era yo. Era yo, palabra. Llevaba tiempo intentando imitar a Mimosa, una baifita que criábamos en la azotea junto al gallinero, en aquella casa terrera del barrio de San Juan. Las carcajadas del público, repentinas, se dilataban sorprendidas y alegres. Mi madre, afrentada, apoyaba la cabeza sobre una mano y con la otra me propinaba una impotente -y moderada- sucesión de pellizcones que reanudaría después, a la salida del teatro. En la oscuridad, algún tipo de misteriosa intuición orientaba al público de butacas, de los palcos y no sé qué más hacia mi pobre persona. Yo entreveía los dientes en las sonrisas complacidas, los ojos que en la oscuridad intentaban situarme y algunos dedos que ya nos señalaban. Lo más alarmante era que los actores de aquella compañía nacional, contagiados por una risa inesperada y floja, también intentaban contenerse en vano; cegados por las candilejas, miraban hacia donde les parecía haber oído un balido que por un momento les había hecho la competencia, comedia dentro de comedia. Y a la salida del teatro se nos acercaban sobre todo señoras del patio de butacas, enternecidas y poseídas por la guasa: "¿Es éste el niño? Ay, ay, ay, ay..." Mi madre, venciendo el oprobio, asentía con la cabeza,"síseñora", y me obsequiaba con los últimos, ya casi simbólicos, pellizcones. Pobre mamá.

Que nadie se llame a engaño porque yo no pretendo engañar: aquella no fue la revelación de una vocación artística prematura en un mocoso sorprendido, más que sorprendente. Recuerdo que la noche se me echaba encima y me abrumaba; los mayores, agigantados por mi poca edad, parecían aumentar aún delante de mí como las paredes, las columnas y las puertas del teatro capitalino. Aunque, bien mirado, todo aquello sí que pudo ser un surtidor de aprendizaje inadvertido, que me inclinaría inconscientemente a futuras experiencias teatrales. Como imitador de Mimosa, había sido capaz, al fin, de una ejecución impecable y verosímil merced tal vez a la magia de la fantasía que se representaba sobre el escenario; había visto a los actores, desde su azarosa carne mortal, recomponerse y ser de nuevo seres imaginarios e inmortales. Había presentido que el público, como un monstruo en la oscuridad, era muy capaz de encumbrar, o no, aquella imitación fortuita que se incorporó una noche a la fantasía de don Pedro Muñoz Seca. Y hasta mi madre, pobre mamá, al día siguiente celebraba, ufana y risueña, la proeza inesperada de su pellizcado niño y no paraba de referirlo a mi padre, a mis abuelos, a los vecinos y a quien cogiera por delante. Están locos estos adultos, diría Obélix, el infantil Obélix.





sábado, 20 de febrero de 2021

ADIÓS, LUISA (ZAFFERANO). LLÉVATE UN BESO MÍO, SI NO PESA.

"¡Menos mal que ha dejado de llover un poco...!  Ha caído tanta agua en las últimas semanas... Y lo extraño es que esta isla sigue a flote. ¡Y las demás también! Espectacular... Con razón las llaman Afortunadas... Aunque estoy segura de que si nos pusiéramos a saltar todos juntos terminarían hundiéndose. Porque entre el agua que chupan del mar y la que cae del cielo tienen que tener sobrepeso. Sólo espero que a nadie se le ocurra dar la orden... Yo, por si acaso, vivo en alto. Por si se hunden los bordes... De todas formas no les viene mal pesar un poco. Para que no se las lleve la corriente... "
                                       ZAFFERANO



Creo, bueno, más bien estoy casi seguro, que a Julio Cortázar le habría gustado conocerla y la habría considerado un cronopio, (¿o vale decir cronopia?), porque ella era ingenua, sensible y poco convencional. Él le habría preguntado tal vez, interesado en jugar, por qué su seudónimo era Zafferano (azafrán) y en cambio su Blog, su célebre Blog, se llamaba o llama NO TODO EL MONTE ES ORÉGANO, a qué esa lucha entre las dos especias de cocina. Ella tal vez no lo hubiera sabido pero le habría encantado la pregunta y se habría montado rápidamente una explicación desconcertante pero a su manera lógica, para pasmar. Siempre pasmaba.
No todo el monte... ha llegado a amontonar cientos de seguidores fieles que esperaban siempre una nueva entrega como una dosis de felicidad condimentada con ingenio, no sólo en los textos de las entradas sino en los diálogos que Luisa (Zafferano) mantenía con cada uno de ellos.
Era una surrealista sin saberlo, o una dama del absurdo sin pretensiones, que es la manera más eficaz e infantil de serlo, y yo uno de quienes tuvieron la suerte de conocerla en persona, a Luisa Catizone Estévez; era, tal como la conocí, dulce, hospitalaria, atenta, y uno no adivinaba que detrás de la sonrisa callada que mantenía mientras hablaban los demás, se gestaba un  movimiento sísmico de sensibilidad y velado sarcasmo (que a ver cómo se conjuga eso, pero lo lograba).
Gracias por todo y hasta siempre, Luisa. 

lunes, 15 de febrero de 2021

Casi añoro las (no tan) viejas postales


Lo de casi es porque no han desaparecido; siguen viajando de un lugar a otro, a veces con diseños audaces e innovadores, aunque cada vez más ceñidas a los temas de las efemérides: cumpleaños, aniversarios, navidades...

Reconozco que ya apenas las uso ni las recibo, aunque no me cuesta imaginarlas siempre con chispa colorista, como tuvieron desde los tiempos en blanco y negro, con detalles candorosamente coloreados -cuando no bordados- sobre la cartulina, o directamente pintadas de la cabeza a los pies. Más tarde, con mejor técnica, han viajado en vivísimas reproducciones fotográficas en color, alegradas con una impecable nitidez y una envidiable (y profesional) definición de imagen, mostrando la belleza de paisajes inefables, o la animación de escenas urbanas, o las obras artísticas de cualquier lugar.

Viajeras o no, siempre eran alegres por su estética y sus palabras, porque se agotaban casi en el saludo y en oportunas indicaciones de ubicación, y porque para la brevedad con amargura ya existían el telegrama, o la esquela, o la multa, o la citación judicial. Había además en las postales un modo desenfadado de renegar de aquella brevedad, desbordando el espacio destinado a la escritura con o sin renglones impresos, aprovechando todo el espacio posible de la cartulina para contar lo que fuera o mandar recuerdos. Era una manera ahorrativa y lúdica de (casi) convertirlas en cartas.

viernes, 12 de febrero de 2021

CASI AÑORO LAS VIEJAS CARTAS (Y SIN CASI)


  Podían llegar con lágrimas, con cabellos, con fotos, con recortes de periódico y quién sabe qué más; eran los ficheros adjuntos que acompañaban los papeles dentro del sobre. Incluso podían venir perfumadas (y ya a eso no le encuentro equivalente informático). La carta era corporal, escrita sobre materia orgánica nacida en los bosques; sus signos caligráficos eran las huellas del movimiento irrepetible de una mano real; tenían un solo autor personal y un solo destinatario inequívoco; eran únicas en el envío y la llegada, insustituibles si se extraviaban.
  Sus formalismos de saludo y adiós -sobre todo en la gente modesta- no eran simple uso convencional sino auténticas expresiones de consideración o afecto con que se intentaba mantener el decoro -incluso en la familiaridad- al principio y al final de páginas esmeradas, ricas en descripciones, hechos y razonamientos minuciosos, en los que se perseguía al máximo la expresión sencilla y apropiada- que no es poca cosa- en ocasiones con verdadero logro poético o ingenioso. Así lo atestiguan incluso cartas de internos almacenadas en algún viejo manicomio, o cartas escritas desde o hacia el frente de guerra en días de apuro y ansiedad.
  Ahora, con los nuevos medios a alcance, no se distingue el original de la copia: todo es repetible o editable, y casi nada es único ni exclusivo en este mundo en serie, intangible y virtual. Pero aunque es fácil pensar que todo se deba a la tecnología incesante, reparo mismamente en las posibilidades casi siempre desaprovechadas de una herramienta preciosa como el correo electrónico -incluso cuando se usaba-, con todas las posibilidades tipográficas y de composición de un procesador de textos y pienso qué habrá podido cambiar en nuestros hábitos y actitudes de comunicación personal para que una herramienta así no haya sido la continuación de aquella atenta, prolija y bella correspondencia.

lunes, 8 de febrero de 2021

(CASI) ODIO EL CHAT


Lo confieso: uso mucho el chat aunque en diferido, esto es, escribiendo relajadamente un pie de foto o de vídeo, o enviando un saludo, un recuerdo o una broma bientencionada para dejar que el destinatario lo responda a placer si le parece, en el momento que pueda; eso es algo que está muy bien: es confortable y práctico. Pero entrar a discutir o dar explicaciones en directo chateando, lo advierto, puede acarrear algo más que un malentendido y, cuando menos, la frustración de haber complicado aún más algún enredo que al principio se pretendía desenredar, enzarzándose en equívocos estériles. 

Para empezar, no se ve ni se oye en estos casos al interlocutor (tal vez cabría decir el contendiente); se priva uno de los gestos y de todas las variaciones corporales que ayudarían a iluminar el sentido de lo que se está leyendo y así calibrar la actitud de la otra parte. Tampoco se oye la voz furiosa, conciliadora o bromista de esa persona a la que hay que interpretar sobre la marcha. No se dispone de tiempo relajado para afinar las palabras con esas afirmaciones rápidas, cortas y cortantes, que pueden acabar construyéndose precipitadamente, con un acerado cinismo involuntario, o con la dureza descarnada que tal vez no se hubiera pretendido jamás. Tampoco hay mucha oportunidad para aclaraciones o repreguntas, como se dice ahora en los debates políticos. Y tampoco tiene todo el mundo la misma velocidad al teclear: algunos, generalmente los más jóvenes, pueden abrumar con su inmediatez de réplica; sin embargo a los más torpes y lentos muy a menudo se les enredan, en su desventaja, tanto los dedos como las ideas y entonces, quien los conozca, recordará tal vez unos tristes versos de Pablo Milanés: Cuando camino junto a ti llevo una prisa/ que mueve a risa y mueve a trágico dolor... Sí, ya sé, el corrector automático es en principio una ayuda: nos hace correr haciendo que escribamos palabras enteras con una sola pulsación, pero cuanto más se depende de él, por torpes, más peligro hay de que nos cuelen por su cuenta palabras muy desacertadas y no las veamos a tiempo, que las enviemos sin cambiarlas y que empeoremos así lo que ya era un duelo a primera sangre acabando en duelo a muerte, aunque verbal y a distancia. 

Se me dirá también, lerdo de mí, que para esto existen los dibujitos llamados emoticonos, para mostrar precisamente el ánimo y la intención que no desvelan las palabras, pero de esos dibujitos se prescinde cuando el asunto se caldea y se desea acabar de un modo claro y terminante; además, se les suele emplear para subrayar la intención de lo escrito y no para matizarlo, y son también un adorno para alegrar el envío... cuando éste ya es alegre. 

En fin, temo que los robots, cuando sean aún mucho más sofisticados y humanos, nos encuentren a nosotros maquinales y robotizados, por gusto, queriendo competir con ellos en su terreno, y nos puedan meter los goles por la escuadra, cuantas veces quieran.