viernes, 12 de febrero de 2021

CASI AÑORO LAS VIEJAS CARTAS (Y SIN CASI)


  Podían llegar con lágrimas, con cabellos, con fotos, con recortes de periódico y quién sabe qué más; eran los ficheros adjuntos que acompañaban los papeles dentro del sobre. Incluso podían venir perfumadas (y ya a eso no le encuentro equivalente informático). La carta era corporal, escrita sobre materia orgánica nacida en los bosques; sus signos caligráficos eran las huellas del movimiento irrepetible de una mano real; tenían un solo autor personal y un solo destinatario inequívoco; eran únicas en el envío y la llegada, insustituibles si se extraviaban.
  Sus formalismos de saludo y adiós -sobre todo en la gente modesta- no eran simple uso convencional sino auténticas expresiones de consideración o afecto con que se intentaba mantener el decoro -incluso en la familiaridad- al principio y al final de páginas esmeradas, ricas en descripciones, hechos y razonamientos minuciosos, en los que se perseguía al máximo la expresión sencilla y apropiada- que no es poca cosa- en ocasiones con verdadero logro poético o ingenioso. Así lo atestiguan incluso cartas de internos almacenadas en algún viejo manicomio, o cartas escritas desde o hacia el frente de guerra en días de apuro y ansiedad.
  Ahora, con los nuevos medios a alcance, no se distingue el original de la copia: todo es repetible o editable, y casi nada es único ni exclusivo en este mundo en serie, intangible y virtual. Pero aunque es fácil pensar que todo se deba a la tecnología incesante, reparo mismamente en las posibilidades casi siempre desaprovechadas de una herramienta preciosa como el correo electrónico -incluso cuando se usaba-, con todas las posibilidades tipográficas y de composición de un procesador de textos y pienso qué habrá podido cambiar en nuestros hábitos y actitudes de comunicación personal para que una herramienta así no haya sido la continuación de aquella atenta, prolija y bella correspondencia.

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