sábado, 27 de diciembre de 2014

Las dos ficciones


“La memoria es un dedo tembloroso” (Juan Benet)

Me impresiona esta foto tomada hace unos años por Joan Sánchez. En ella hay un hombre a la izquierda de la escena que observa y escucha con la mayor atención. Se trata del escritor y exministro español Jorge Semprún, antiguo militante antifranquista y exprisionero  en su juventud del campo de concentración nazi de Buchenwald. El otro hombre presente, desenfocado en el centro de la imagen, y orador ante el micrófono, es Enric Marco, farsante, ex presidente entonces de la asociación de deportados Amical de Mauthausen y ex secretario general de la CNT. Durante años, éste último consiguió hacerse pasar por otro prisionero de un campo alemán. La verdad es que estuvo en la Alemania nazi, pero como parte del apoyo militar que Franco envió a Hitler. El 27 de enero de 2.005 habló ante el Congreso de los Diputados en nombre de los deportados españoles en aquellos mataderos de gente.  En mayo de ese mismo año habría participado junto con el presidente Zapatero en la celebración internacional de la liberación del campo de Flossenburg, donde afirmaba haber estado cautivo, si un historiador no hubiera descubierto a tiempo que en realidad había suplantado la identidad de otro Enric, verdadero preso 6.448 de aquel tiempo y lugar. Enric Marco es el protagonista del reciente y exitoso libro El impostor, del escritor Javier Cercas. 

Aunque a Enric Marco, farsante, se le reconozcan varios talentos, entre ellos el de orador y eficaz narrador de las historias que se ha atribuido -sin levantar las sospechas de los auténticos deportados- sobrecoge la empatía, incluso la atenta solemnidad con que parece observarlo Jorge Semprún como un engañado más, no sólo porque el escritor fuera víctima real y directa de la tragedia nacionalsocialista, intelectual y novelista de prestigio Europa, sino porque además conoció la clandestinidad antifranquista con el nombre de guerra Federico Sánchez, lo que no deja de ser otra forma, justificada e imprescindible, de impostura. El argumento de su novela Viviré con su nombre, morirá con el mío, sobre la estancia en el campo de Buchenwald, se basa en la ocultación de la personalidad del protagonista, alter ego de Semprún, tras la identidad de otro preso agonizante. Así pues, también había que suponerlo curtido en suplantaciones y engaños, reales o de creación imaginaria, siempre bordeando el testimonio de su propia historia. Sin embargo, su figura en la inmediata actualidad -al contrario que en la fotografía, donde distribución de nitidez lo destaca claramente- queda difusa frente a la astucia y el atrevimiento del impostor, protagonista en estos días de su propia biografía novelada por un autor de prestigio, y con toda la fuerza de un símbolo reciente: para Javier Cercas, autor del libro, el impostor Enric Marco es producto de las imperfecciones de la Tansición, donde todo el mundo se inventó un pasado antifranquista; también lo es de la degradación de la memoria histórica como ocasión de oportunismo, una construcción “embustera, sentimentaloide y falsamente heroica.” 

En una mirada más atenta a la fotografía, se me antoja que el Semprún de la imagen no está observando al embustero con emocionada credulidad. Más bien parece que lo escruta con severa desconfianza, resignado a no desenmascararlo, pues como él decía por entonces, “desaparecen los testigos del exterminio” y “en el crepúsculo, la memoria se hace más tensa pero también está más sujeta a deformaciones…” Al fin y al cabo, él ha sido un creador de ficción -novelas, guiones de cine- que no se disfraza de memoria sino que se presenta como tal ficción para proporcionar la recreación imaginativa y la intuición de lo que más horrible y más recuperable puede haber en la condición humana.

domingo, 26 de octubre de 2014

¿Dónde están las llaves?





Desde hacía tres noches su señora se dormía con un brazo en alto y el dedo medio de la mano señalando al techo, tieso. En las dos ocasiones intentó despertarla hablándole, sacudiendo sus hombros con suavidad y cacheteándole las mejillas para averiguar qué le pasaba. No hubo resultado. Y en las dos ocasiones, también, el sueño lo venció impidiéndole comprobar qué ocurría con aquel brazo y aquel dedo de su pareja durante toda la noche. Tanto la primera como la segunda vez la mujer amaneció relajada, sin ningún síntoma de cambio y concentrada serenamente en su rutina, así que de momento el marido prefirió no referirse al brazo en alto ni preguntarle nada al respecto.
Pero esa noche tercera, al hombre se le vino a la cabeza la tradicional siesta que practicaban los curas de cierta orden religiosa: sentados y con las llaves en alto, sostenido el llavero por una de las manos, se dejaban adormecer sesteando en apacible duermevela; cuando el brazo caía por el sueño y las llaves tintineaban despertándolos del todo, daban su siesta por concluida. Y de ese mismo modo decidió él controlar su propio sueño, sosteniendo las llaves en alto hasta que el ruido lo despertara y así saber si la posición dormida de su mujer había variado a lo largo de la noche. Pero, al observar de nuevo a su esposa dormida con el brazo en alto y el dedo medio estirado, le hizo gracia esta vez y se aprovechó de aquel dedo tieso ensartándolo por el aro del llavero cargado con las llaves de la casa, las del coche y algunas otras más. Si el brazo de su legítima caía o cambiaba la posición, el tintineo sería casi estridente en el silencio de la noche y, al menos, él despertaría.
Y despertó; el reloj de sobremesa daba las cuatro y veinte. Su esposa no estaba en la cama. Una corriente de aire sospechosa que recorría la casa lo puso de golpe en pie. La puerta de la calle, que de noche se cerraba con doble cerradura, estaba abierta y no se oía nada en toda la casa. No había rastro de la durmiente ni en el descansillo del piso ni en toda la escalera del inmueble, que recorrió arriba y abajo. 
Dio parte de la desaparición a la mañana siguiente, después de llamar a un cerrajero, pero nunca supo nada más de la parienta ni del llavero que contenía su juego de llaves de la casa, las del coche y algunas otras más.

sábado, 20 de septiembre de 2014

Lo que se fue con él

Nicky
Los muertos humanos ocupan un espacio disperso, a veces desconocido, en las huellas que fueron dejando en en este mundo. Es por ello que pueden reaparecer en fotos o en vídeos ignorados, grabados incluso por turistas fortuitos, o atrapados por casualidad en algún reportaje televisivo del canal menos pensado; bailando, sonriendo o brindando en reuniones con gente que nunca volvieron a ver pero que alguien conservó y le puede apetecer enseñar. 

Estos descubrimientos póstumos atestiguan que quienes ya se fueron conservaban otra realidad en algún lado, por pequeña que fuera, una faceta que desbordó el rol que desempeñaron en vida para amores, amigos, jefes, profesores, hijos… Cualquier persona con un mínimo de biografía adulta se reserva para sí algún otro mundo imprevisto, aunque sea en un escaso rincón de su secreto. Cuesta aceptar que un humano fue sólo y fundamentalmente médico, transportista, abogada o concejal; ni convenir que su realidad se agotara del todo –desde el primero de sus días− en ser padre, hermana o pareja, sin dejar al margen al menos un momento accidental y olvidable.

Un perro, por el contrario, no deja en herencia revelaciones así; no se presentan datos inesperados que dilaten su identidad cuando se extingue. Sus dueños ya suelen tener presentes las vacunas, los juegos, los paseos y las posibles peleas que tuvo en vida; saben y recuerdan a quién ladró, mordió o recibió con el rabo alborotado. Parecería incluso que su efímera existencia se entregó sin reservas a la adoración de los humanos a los que obedecía sin dejar de observarlos un momento, aprendiéndose sus costumbres y movimientos hasta el punto de poder anticiparse a sus intenciones. Que nunca vivió para sí mismo, en definitiva, de espaldas o al margen de sus amos; que pasajero y sustituible, no pudo dejar detrás otro rastro distinto a sus humildes objetos, a algún juguete heredable o a su presencia en fotos de familia.

Los dueños, de todos modos, con mucha probabilidad ignoren qué otro perro soliviantaba en vida al suyo desde la distancia con ladridos de furia o rivalidad, o cuáles otros lo reclamaban con aullidos al juego desde alguna azotea solitaria, bajo el calor o el frío. Nunca identificarían los gatos que salieron espantados por sus ladridos desde el lugar donde querían maullar toda la noche, los mismos gatos que su perro sí tendría identificados por su olor o por sus timbres quejumbrosos. Raramente compartirían con los dueños el recuerdo del animal los vecinos anónimos que lo veían asomarse a horas fijas para señalárselo desde la distancia al bebé de la casa, o simplemente para saludarlo; tal vez incluso le tuvieran puesto un nombre.

No se suele saber cómo vive el propio perro la rutina de los ruidos de la calle en cualquier hora del día, ni si ese conjunto de voces, puertas, mercancías y motores rutinarios que lo atraen componen otra parte de sus relaciones y de su espacio, que él no distingue drásticamente del de la casa. Sólo un perro sabe, a su modo, qué diferencia hay entre las sirenas de los coches que le hacen aullar de otras que no; qué ruido imperceptible al umbral de los sentidos humanos lo deja largo rato concentrado y alerta. Quedan sin respuesta las preguntas por los movimientos de un perro durante la noche, mientras la casa duerme, cuando anda y desanda itinerarios de cuyo sentido es poseedor exclusivo, como lo es de los motivos que en la calle lo llevan a rastrear o detenerse en determinados espacios sin interés aparente.

Un perro protagoniza esa otra vida incomunicable, poblada de seres y de estímulos cotidianos, pero de un modo tan simultáneo y visible que no requiere de revelaciones póstumas. En el mismo espacio y tiempo que comparte con las personas experimenta y controla otra dimensión en la que los dueños con probabilidad no reparen aunque la tengan alrededor o en la retaguardia, y tan amplia como para valorar aún más la fidelidad que el perro dedica a su gente; como para considerar, en fin, aún más asombrosa esa atención constante a los suyos por la que parece que no vive para sí, que apenas puede dejar detrás otro rastro distinto a sus humildes objetos, a algún juguete heredable o a su presencia en fotos de familia.

sábado, 6 de septiembre de 2014

Tiempo de peppermint

Una mujer tumbada sobre su cama se abandonaba a la placidez de la modorra en compañía. Si sonaba el teléfono con insistencia desde el salón, o si irrumpían timbrazos en la puerta de su apartamento, los ignoraba hasta que cesaban de oírse. No se dejaba incomodar por el nerviosimo del hombre tendido a su lado, al que sí alarmaban los timbrazos prolongados. Ella, en cambio, como si nada; resistía en silencio relajada o proseguía la conversación que había entretenido a los dos. Ahora bien, aquella misma mujer sí que saltaba literalmente de la cama si de repente le apetecía ir a por el peppermint o traer café para los dos. Bajaba al suelo de una sola zancada sobre el costado del hombre y desaparecía tras la puerta como si algo en la casa absorbiera su cuerpo desnudo y la atrajera irresistiblemente, sin dejarle a él contemplar su trasero, sus pasos, ni su melena oscura balanceándose detrás de la espalda. El hombre sobre la cama clamaba con desconsuelo:
-Cuando vuelvas, ¡entra despacio!
A ella le alcanzaría la súplica tal vez en el pequeño pasillo, en la cocina o en el saloncito; lo mismo daba: más allá de la puerta por la que había salido, todo era la misma oscuridad, un espacio opaco que la había engullido con rapidez inhumana, como inhumana era la lentitud con la que se hacía esperar.
-¡Despacio, entra despacio! –le recordaba él si creía oír los pies descalzos de la mujer regresando al trote.
Pero ella no cambiaba la marcha antes de entrar; sí lo hacía una vez reaparecida, camino a la cama. En la lentitud se acentuaba más el juego de sus hombros y sus caderas acercándose. Lo más admirable para él era verla cambiar el ritmo de sus  pasos sin que se notara, como un desafío a la física y al tiempo: no realizaba una mínima detención para corregir la inercia de su prisa, ni tenía que recomponer la figura para pasar de la precipitación a la calma, tanto si avanzaba con las manos vacías como si sostenía la bandejita con los cafés y la copa de peppermint con hielo que tanto la enloquecía, el único licor que toleraba.
Durante el tiempo impreciso que duró aquella relación él le regalaba cada tanto una botellita de peppermint, que la mujer colocaba en un pequeño aparador con cristales. Siempre que se hallaban en la casa de ella, el hombre observaba la lenta regularidad con la que iba perdiendo nivel el líquido esmeralda dentro del recipiente. Él podría haber medido la duración de aquella época por la cantidad de botellas que le regaló, pero en la actualidad es incapaz de calcular cuántos peppermint duró aquello, muchos años atrás. Con seguridad, no llegó a contarlos ni fue consciente del último. No tiene el recuerdo de una ruptura ni de un final determinado. Tal vez aquel final consistió sólo en no echarse tanto en falta cuando no se veían, o en el olvido cada vez más frecuente de quedar para una próxima ocasión al final de cada cita. Anemia, triste pero incruenta.
Sí recuerda con seguridad que ella dejó de ocupar aquel apartamento. Él ha buscado su número de teléfono en alguna vieja libreta, en las hojas de los libros que leía entonces o en una guía polvorienta de teléfonos conservada por algún misterio. Sabe que no serviría de nada encontrar aquel número de teléfono, que lo busca por una especie de antojo supersticioso, porque sería el del apartamento que ella dejó y en aquel tiempo en que los dos se entendían sólo se contaba con esas dos señas: el domicilio postal y el teléfono fijo; nadie tenía entonces un móvil y no se conocían el Internet ni esos inventos.
A pesar de todo, ella se ha convertido por último en su recuerdo más risueño, cuando todos los demás se desvanecen. Encantado de recuperarla al menos de ese modo, la sitúa cada vez con más fijeza en el momento de aquel cambio de marcha en la habitación, como si aquel visto y no visto que iba del acelerón a la majestad elegante hubiera abolido el tiempo, creando para ellos una dimensión ajena al desgaste y la muerte, la única órbita donde suplicarle de nuevo, con mayor urgencia: “¡Despacio, más despacio!”, antes de que la vuelva a tragar otra espesura absorbente y ella a su paso le deje apenas la estela de su melena negra ondeando detrás de la espalda.

lunes, 25 de agosto de 2014

Las cegueras del limpiacristales


Trabajo en los dominios del suicida, suspendido en las alturas sin llamar la atención de los de abajo. Yo tampoco los veo; mi oficio consiste en limpiar, por supuesto, pero también en no ver. No miro hacia abajo como en las primeras semanas, cuando divisaba desde las alturas los toldos abiertos que poco servirían en caso de caída pero producían la ilusión de que el golpe final quedaría amortiguado. Por descontado, nada de sentirse un gigante mirando las lejanías de la ciudad enorme, ni superior a la masa de gente que desde aquí parece diminuta. Uno va a lo que va sin distraerse un momento; se trata de limpiar en tiempo récord enormes fachadas de cristal interminable. No hay tiempo para la vanidad.

Además, mis paisajes obligados desde que me cuelgo arriba son las escenas que tienen lugar frente a mí, en cada dependencia de cada planta, que también intento no ver. Aparezco de golpe tras los cristales como una araña gigante. Hay quien no se impresiona, por la costumbre, pero otros se paralizan.  Interrumpen en seguida  las carcajadas, los abrazos o las broncas. Yo no puedo dar muestras de que me entero (no debo enterarme) y no puedo dejar que mis ojos se vean nunca de frente mientras le doy con la mano a la herramienta. Ciego y sin alma, como las chicas que se exhiben sentadas tras las cristaleras del Barrio Rojo, en Ámsterdam; la única vez que las vi, durante un viaje, no se me ocurrió nadie con quien identificarme más por el curro, ni alpinistas ni albañiles de rascacielos.

Eso no quita para que encuentre en cualquier piso niños o adolescentes que se inflen a hacerme fotos con los móviles. No me cuesta ignorarlos. Me cuesta más desentenderme de las mujeres que están limpiando los cristales desde dentro mientras yo los limpio y rasco por fuera. A veces buscan quedarse frente a frente, cristal por medio, en un juego sin consecuencias. Al mover el brazo alargado sobre sus cabezas con el paño en la mano, sus escotes cobran vida; eso cuando no planchan sus tetas o sus labios pegándolos al cristal. También mis ojos se desvían y mi cara permanece impasible, lo que no impide que en un barrido involuntario vea una sonrisa alegre y descarada en la cara de alguna mujer que olvido dos pisos más abajo.

No niego que a pesar del oficio se vive cierta tensión, o cuando menos incomodidad o repugnancia, ante circunstancias que se producen delante de uno y que no se detienen ante mi presencia. Me refiero a palizas, a escenas de pasión, a fajos de billetes de doscientos contados deprisa y guardados de inmediato en un maletín. Uno no es dueño del tiempo que está delante de cada cristal; tiene que acabar la limpieza de cada uno aunque en el interior se prolongue la visión de un grupo de locos armados vestidos con uniformes desconocidos, por ejemplo. Y quien dice eso también dice un parto desgarrado, o la agonía desesperada de cualquiera sin compañía ni ayuda, mientras uno ruega para que el móvil esa vez, incluso a esas alturas, tenga cobertura. 

Eso sí, a pesar de la experiencia me quedo sin recursos al sorprender -como sucede ahora- a un hombre apuntando con un rifle de mira telescópica. Esto no me había pasado nunca. Un hombre apostado en un lado del ventanal, que ha dejado de dirigir su arma a un punto de la lejanía y que ahora la dirige hacia mí con unos ojos más desalmados que los míos. Se ve que duda, no sabe qué hacer. Habrá preparado con mucho trabajo un posible asesinato, tal vez había conseguido el único lugar desde el que su disparo sería efectivo. Ahora sí que miro hacia abajo y localizo con simpatía los toldos abiertos de allá abajo, que apenas se ven. Sólo recuerdo el caso de un colega, uno ya jubilado, al que le ocurrió algo así pero no logro recordar qué hizo; será por el miedo pero esa parte de la historia se me ha borrado. El hombre armado se extraña de verme mirar hacia abajo, hacia los toldos. Miro hacia abajo y lo miro a él, que de un momento a otro saldrá de su indecisión; desaparecerá huyendo o me descerrajará un tiro, o las dos cosas y no por ese orden. Hago esfuerzos pero no consigo recordar cómo salvó el pellejo aquel colega, el jubilado. Yo miro de nuevo abajo y miro al tipo, miro abajo y al tipo, abajo y al tipo otra vez. Miro, veo...

lunes, 21 de julio de 2014

A cargo de todo (*)


El señor de la casa, de la que soy mayordomo, es a su vez mayordomo de otra casa, más rica e importante. El señor no tiene tantos coches como su señor, ni habita en la misma zona, ni lleva a sus hijos al mismo colegio. Sin embargo el señor posee dos coches último modelo, vive en una mansión de dos plantas de barrio residencial y ha matriculado a sus hijos en un colegio que cobra aparte las clases de informática, alemán o taekwondo.

Ser mayordomo de otro mayordomo es un asunto harto complicado. El señor no se conforma con los resultados de un buen servicio; antes bien, juzga y cuestiona los métodos de trabajo según el patrón de su profesionalidad: extrema las exigencias de etiqueta, cronometra las labores, evalúa tras un vistazo el celo o la negligencia del servicio en sus obligaciones. Además, el señor -tal vez interesado en deshacerse en su propia casa del envaramiento a que lo obliga su oficio- se concede a sí mismo la máxima tolerancia en lo que a modales se refiere. Todo el rigor que aplica a la servidumbre se vuelve para con él permisividad abusiva. Se manifiesta vulgar, descuidado y prepotente, haciendo gala de una familiaridad despótica con la que pone a prueba el decoro imperturbable de la servidumbre. Se comprenderá que el servicio dure poco en la mansión. Apenas he podido acostumbrarme a las cocineras, jardineros, pinches y sirvientes, lo cual intensifica mi responsabilidad sobre el aprendizaje del servicio, tarea recomenzada una y otra vez, aunque por otro lado me ha proporcionado variedad, evitándome las relaciones viciadas, el aburrimiento y el meticuloso mantenimiento de las debidas distancias con los subalternos.

Afortunadamente, el señor no para en el hogar a menudo, pues allá donde sirve (¡cuánto me gusta esa palabra refiriéndome a él!)  pernocta, como es natural, en la habitación que le tienen asignada. A veces me complazco en figurármelo servil y atosigado. Pero mi alegría se desvanece si me lo imagino a cargo de una casa billonaria, impersonal e inmensa, ajeno a la inspección directa de sus señores y al mando un personal escrupuloso con el que bastará apenas tener organizada la rutina, y codeándose acaso con secretarios titulados en posesión de varios idiomas. O tal vez sea tenido él mismo por asistente de confianza en asuntos, con seguridad importantísimos, del trabajo y la vida social de sus señores.

 Pero ahí no acaban mis penas, porque si el señor sólo está en casa en sus días de asueto y en cortos periodos vacacionales, la señora y los niños son un suplicio cotidiano. Al menos el señor, en su celo vigilante, entiende de qué va la intendencia y se pliega a las explicaciones razonables de sus servidores. No así su mujer, capaz de imitarle en su regia intolerancia pero no en el tino de refrenar con realismo las vanas exigencias que nos ponen a todos al borde del colapso. Cuando está el señor, la voz de mando es una sola, voz competente en la materia aunque polarizada por la doble condición de criado (qué gusto me da pensarlo) y señor. Y esa voz de mando es ejercida tanto sobre el servicio como sobre su mal educada familia, a la que le sale al paso con severidad imponiéndose a su propio mal ejemplo.

La señora tiene prohibido al servicio decir que el señor es mayordomo de otro señor, y mucho menos que sirve. Despidió a la última chica del servicio porque se le oyó mencionar algo así desde el pasillo, durante una cena con invitados, amigos de la casa que no ignoran en qué trabaja el señor. Deslució el agasajo a sus amistades empleándose a fondo en el regodeo innecesario de su regañina. Lo peor es que tampoco lo podemos comentar entre nosotros; incluso corre peligro quien aluda, no sin la conveniente cautela, al conocimiento que tiene el señor en materia de lustre de metales, selección de cubiertos o ritual protocolario.

Hoy he tenido que interceder por la nueva cocinera, a la que se reprocha tener saturada la despensa, por más que ello se deba a las modificaciones del menú que de forma imprevista ordena la señora sin esperar a que las existencias comestibles se agoten. La señora, consciente del engorro que ha causado su ligereza en expulsiones recientes, tras mirarme en oblicuo y con malicia, ha sucumbido a lo evidente, pero, incapaz de encajar enteramente la derrota, se ha referido a mi prolongada permanencia en la casa como a un caso sorprendente, ajeno a las costumbres de su jurisdicción y, por supuesto, corregible. ¡Hay que ver cuánto tiempo llevas con nosotros!, Marcelo, dejó caer. Una observación temible con tuteo incluido, aunque a decir verdad, no exenta de sarcasmo retozón. Porque si es cierto que mi permanencia en esta casa excede lo acostumbrado y previsible, este hecho -por el que no sé si felicitarme o compadecerme- tiene una explicación, aunque costosamente confesable: es con un servidor con quien la señora pone la cornamenta al señor.

Aún no me explico cómo llegué a descender a esta tesitura esclavista, entregándome a los ardores de semejante bestia parda. La señora, dicho sea de paso, no tiene mucha imaginación ni demasiado mundo, y su noción de la mayordomía ideal le está dictada por las comedias cinematográficas y los comerciales de la televisión. La enloquece que, en las consumaciones adúlteras, le pase un algodón por la espalda o le comunique que me he tomado la libertad, señora, de traer bombones con que lubrificar a la señora. Cosas así. Y eso con delantal y todo, o con la pajarita, y esmerando el tratamiento.

Me avergüenza decir que accedí en un principio como venganza hacia mis patrones, y tras algunas tardes de juego clandestino, quise llevar hasta el refinamiento mi desquite insinuando a la señora la posibilidad de que su esposo, mi señor, ejerciera de modo semejante su mayordomía en la opulencia de algún aposento kilométrico, proporcionando el mismo placer a la otra señora, señora. Para mi decepción y sorpresa, las menciones al empleo del señor en estos casos, lejos de escarnecerla, la excitan sobremanera, y con ellas he delatado mi ánimo revanchista, por lo que la señora, aun cuando me mantiene en casa, me vigila y fustiga un poco más. El resto de la servidumbre aún me muestra respeto por la capacidad que se me supone de negociar ante la soberbia desmedida de su patrona, aunque está por ver hasta cuándo podré conservar la gracia de su mudable disposición. El cerco se estrecha de un lado y de otro, y la situación se me va de las manos cada día.

Esta misma tarde, la señora, no sé si por devolverme el golpe o por introducir estímulos a nuestros devaneos, me ha instado a que la acometiera… como debe de hacer con tu mujer el fontanero, Marcelo, o el chico de la compra, con lo que ha sembrado la sospecha y la cavilación amarga donde sólo habitaban la confianza y la serenidad habitual. Como dije, ser mayordomo de un mayordomo tiene sus complicaciones.


(*) Relato del libro, ya descatalogado, Para después de colgar.

sábado, 14 de junio de 2014

Parecido a la esfera de Copérnico

No miré cuál sería aquel canal que empezaba a interesarme -en la pantalla no aparecía su anagrama- pero por nada del mundo me habría perdido un solo instante del documental que estaba viendo para intentar averiguarlo. Sin embargo, ¿qué canal sería aquél que se arriesgaba con un reportaje científico tan avanzado, en fondo y forma, como el que había encontrado sin proponérmelo? Sería interesante saberlo para acudir a él en futuras ocasiones.
 Mi visión y mi mente estaban entregadas a la plancha circular que giraba con lentitud, en posición casi horizontal, en la parte inferior de la imagen que proyectaba la pantalla. Tal superficie circular, iluminada desde arriba por un resplandor anaranjado, dejaba ver una superficie que me recordaba vagamente a la famosa esfera de Copérnico que he visto en algunas fotos.
 No había nada más: bajo la luz, sólo el plano circular que simbolizaría –adiviné- no ya la Tierra sino el Universo. Bien habrían podido los creadores del programa simularlo con más lujo de detalle y colorido, y hacerlo girar con algo más de rapidez, acompañando las imágenes de explicaciones habladas. Pero no: eso habría sido lo fácil, eso le habría quitado su carácter verdaderamente formativo e innovador. Era necesario -comprendí enseguida- que la plancha circular girara y girara en silencio en medio del gran vacío y con la lentitud necesaria para que los televidentes contrastaran la apabullante lentitud del Cosmos con el precipitado calendario que mide nuestra fugacidad; era necesario asimismo que se prescindiera de explicaciones para aproximar a nuestra intuición el magnífico silencio donde se hallan rotando, no insignificantes planetas, sino sistemas enteros con sus soles, y las galaxias a las que estos pertenecen también en rotación sin fin en torno al Universo hasta ahora concebido.
 Me hallaba, verdaderamente, ante un modo de divulgación revolucionaria, no basada en la obvia transmisión informativa sino en la inmersión del espectador en esa realidad lejana a nuestras coordenadas habituales y formada por entidades cuánticas, agujeros negros y demás extravagancias. Sólo una cosa no llegaba a entender, algo que no encajaba en la enseñanza intuitiva del documental. ¿Por qué se acompañaban los lentos giros de la plancha circular con un zumbido constante donde debía reinar un escalofriante silencio? Aquello, a mi modo de ver, no casaba en nada con la audacia pedagógica a que parecía responder la idea de aquello, pero alguna explicación tendría si yo lo meditaba… Y en ello estaba cuando de repente se encendió la luz de la estancia y vi acercarse a mi mujer, que clavaba en mí su mirada perpleja con verdadero interés científico. “¿Pero qué haces a oscuras en la cocina -me preguntó- y mirando tanto el microondas?”

sábado, 3 de mayo de 2014

TÍMIDUS-ERECTUS, un cuadro de Francisco Lezcano


¿Qué le cuartea la cabeza, estriada y sin boca, y le tiene los ojos inyectados? ¿En qué ha fijado la vista desde lo alto que tanto le predispone a curvarse como si ensayara un regreso a la postura fetal? Él, acostumbrado a erguirse, ahora a medio camino de volver al estado del renacuajo. ¿Qué horror lo ha exiliado de la tribu que tan arriba se mantiene, sobre dos palmos de desfiladero?

Puede que, huidizo y previsor, huya de la furia de los dioses o la de sus emisarios terrestres; o  quizá purgue el haberse negado a adorar a algún ídolo de codicia y de sangre. Tal vez, tras observar de lejos la vorágine, confíe apenas en lo que aún tiene de anfibio. Abajo no se toleran la duda o la indecisión. Su tiempo requiere el arrojo sobre las enormes presas a cazar, la fe arrolladora en la victoria frente a las tribus que intentan saquear la caza y apropiarse del asentamiento junto al río. El hechicero domina los arcanos, enseña las palabras rituales que los mantiene unidos, los cánticos que encorajinan para el asalto.

Pero él  piensa, y eso ha sido señalado como una debilidad suicida y una afrenta al valor. Alguna enfermiza mutación le ha distanciado de la comunal certeza, le ha hecho estremecerse frente a la sangre. Tendrá que alimentarse de rastrojos, de frutos temporeros y de torpes insectos. Si abandona las alturas acabarán con él, o bien los suyos o los de cualquier otra tribu, suspicaces ante un espécimen aislado, el primer eremita del mundo.

miércoles, 16 de abril de 2014

Preguntas al guardián de San Esteban


Viena es ventosa; tal vez su nombre venga de viento, Wind. El viento acelera el fuego, y no hay catedral que se haya librado de uno o dos incendios en su historia. Yo incluso diría que, más que simplemente ventosa, Viena es propiamente viento. Cómo explicarse si no esta constante confusión de elementos dispares de la cultura que se han dado cita entre nosotros. Esta Catedral, sin ir más lejos, de fachada románica, es gótica en todo lo demás pero con el añadido de que sus altares son barrocos, como lo fueron en todas la iglesias de esta Austria donde, con fervor papista, se puso dique al luteranismo. Sin embargo, mucho antes de la Reforma de Lutero, nuestros cuaresmalistas ya se habían opuesto al comercio de las indulgencias, la corrupción del clero y la fanática veneración a las reliquias. Curiosa paradoja entre tantas.

También el Diablo ha hecho su contribución a convertirnos en encrucijada trágica. Ya desde los primeros tiempos embaucaba en sus pactos a los aprendices de obra, bien prometiéndoles el corazón de la hija del maestro albañil o la victoria en el concurso por la más bella cerradura de la Catedral. El Diablo se aprovecha de las engañosas apariencias que los mortales le han adjudicado. El monje Roberto el Lampiño aseguró haberlo visto con cuello flaco, dientes de perro, ojos negrísimos, orejas en punta, joroba abultada y tensas nalgas. El Diablo, sin embargo, se nos ha hecho visible en la ralidad, en la persona de Solimán el Magnífico y sus ejércitos; también se ha manifestado en las botas de los ejércitos napoleónicos y en la invasión de las cruces gamadas. El 8 de abril de 1945 una bomba incendiaria hizo arder una casa próxima a San Esteban. El viento norte y el clima de aquellos días secos envolvieron durante días en la misma llama la casa y la iglesia, justo cuando se hallaban rotas las tuberías de los acueductos. Había cadáveres abandonados en las calles y los hambrientos devoraban la carroña de los caballos. Muchos vieneses se refugiaron en los sótanos de la Catedral incendiada, algunos escondidos en los recipientes que contienen los restos de los Habsburgo.

Yo vigilo esos sótanos y todas las entrañas del edificio. Recorro una topografía de túneles estrechos e intrincadas galerías que van desde los cimientos hasta el campanario. Oigo desde aquí las voces del interior y los ruidos de la ciudad. A veces no puedo evitar asomarme con precaución a un ventanuco cercano al trono de la “Virgen de la sirvienta”, pero con cuidado, asomando apenas la cabeza y algo del torso, materializándome en un relieve. Quiero comprobar, escuadra en mano, que todo se mantiene seguro, que las paredes y las columnas sostienen bien el peso que reparten, en todas direcciones, los arcos majestuosos en lo alto. Llevo haciéndolo siglos sin que nadie me descubra y, según acabo la inspección, me vuelvo a esconder. Sólo un ser me ha visto y me ha hecho detenerme inoportunamente. Lo encuentro al asomar la cabeza y me saluda. Acto seguido me confía todas sus andanzas en Viena; es un extranjero de paso. Sabe que soy Anton Pilgram, arquitecto. Dice que confía en mí por mi posición y mi desvelo. Más de una vez me interroga sobre el vino Reifenbeisser con que se empastaron los morteros que soportan el edificio, parece que eso le interesa mucho. Me vuelve la cabeza del revés preguntándome banalidades de la vida social a las que, ocupado como he estado siempre, no he podido prestar atención. Quiere saber de las bodas Haydn, Mozart y el hijo Strauss, que se celebraron aquí; que si Wolfang Amadeus tocó aquí el órgano en el bautizo de todos sus hijos, que si también interpretó sus obras con él Ludwig Van Beethoven. Me sorprenden su extraña curiosidad y sus visitas, y no deja de llamarme la atención este sujeto con barba y lentes, pese a la suspicacia que también me produce. Podría ser el Diablo, por qué no. Lo cierto es que siempre logra retardar por unos minutos mi vuelta a las interioridades del edificio. Dice que se llama Eduardo.


martes, 15 de abril de 2014

Los espejismos de San Petronio


Sr. Director de Enigmas a pie de calle, Virtualvisión:

Para una mejor valoración de las fotos que le adjunto en mi mail, debo decirle que fueron tomadas con cámara digital modesta, tanto que cuando la luz desciende en picado durante la toma sobre el cristal del monitor, éste espejea, y me devuelve el reflejo de mi propio ojo –con sus párpados y pestañas y todo- superpuesto al motivo elegido y estorbándome su visión, por lo que a veces acabo disparando guiado sólo por la intuición o el cálculo resignado.

Conviene que además advierta a los expertos de su programa que la Iglesia de San Petronio, en Bolonia, es de las pocas iluminadas por el sol a lo largo del día y así se explicarán la relativa precipitación con que, deslumbrado, hice las tomas sin ir comprobando in situ el resultado de las mismas. Sólo cuando más tarde intenté descansar en los alrededores de la Piazza di Nettuno me apresuré a descubrir el posible acierto o encanto de mis disparos, observando una a una las imágenes que habían quedado grabadas. No tenía fiebre ni me dolía la cabeza; no tenía los ojos irritados y mi visión era nítida pero, aunque al principio incrédulo por los resultados fotográficos que repasaba en calma, no he podido sino aceptar que estas imágenes que les envío para su análisis no se corresponden de ningún modo con las que tuve delante en San Petronio y sus exteriores.

La primera serie, que debió impresionar la memoria de mi cámara con las veintiséis famosas figuras de profetas que yo veía en la realidad, muestra en cambio en diversos ángulos un infierno repleto de papas, cardenales, reyes y prelados lujuriosos, ensartados en el asador o traspasados por saetas, tal como los pintara Giovanni da Modena sobre el ventanal de una de las capillas. Asimismo, las fotos que debieron corresponder al monumento funerario del falso y depuesto primer Juan XXIII, obra de Donatello, han sido suplantadas por la imponente estatua en bronce de otro pontífice, que por su apostura y actitud mosaica, por su musculatura en tensión, no puede ser sino aquella con la que Miguel Ángel dignificó a Julio II, sólo que esa estatua fue más tarde derribada, descompuesta y fundida para uso de la artillería y ya no existe, así que no sé qué hace en mi máquina fotográfica.

No pienso aburrirlo con más explicaciones sobre las distintas series de tomas que pretendí y las que acabé haciendo. Sólo le diré que todas las imágenes que les remito coinciden en retratar la Bolonia digna y levantisca que desafió a papas y emperadores desde su primera Comuna, la que se enfrentó a la esclavitud y se mantuvo erguida durante la invasiones francesa y austríaca y ahora, al parecer, ha tomado al asalto y sin el concurso de mi voluntad estos píxeles enigmáticos.

No dudo de que los expertos de su interesante programa emitirán sobre este caso un dictamen desapasionado y tranquilizador, acorde con mi propio escepticismo de siempre. Pero sea cual sea el resultado de su escrutinio, yo ya me he propuesto viajar de aquí en adelante con una cámara de mejor óptica y, sobre todo, a lugares sobre los que jamás haya leído y donde halle más posibilidades de fotografiar estrictamente lo que veo y no lo que tal vez habite en mi sesera.

Atentamente.

lunes, 14 de abril de 2014

Vuelvo de un viaje muy largo (*)

Ilustración: Jaime González
La materia de la que estaba hecha Olivia probablemente no podría explicar todo el poder gravitatorio por el que el Tiempo -o al menos, mi tiempo- se curvó en torno a ella, como lo hizo mi espacio. No había en Olivia densidad atómica para provocar un cataclismo así. Ni su propia trayectoria en el espacio-tiempo, tan azarosa y fugaz, permitía revelar nada más allá de una ingrávida sutileza. Sólo la intervención de una materia invisible en torno a ella, una espesura oculta a cualquier posibilidad de detección, pero más cargada de anónimas partículas que todo lo observable, podría brindar la pista de aquella caída mía en torno a su esfera, que culminaría giro tras giro en una precipitación inerte hacia su centro ineludible.

Así que sólo la interacción de esa ingente sustancia -apenas calculable por los poderosos efectos de su atracción en los cuerpos- nos pudo convertir en dos juguetes atrapados en una misma órbita; uno atrayendo hacia un centro tenebroso que engullera la luz, y otro entregado a ese encontronazo inevitable cuyas chispas formarían un aro incandescente para los telescopios; uno, el cometa imantado que se acercaría a la estrella voraz que lo arrastrara y otro, la estrella que lo recibiría exponiéndose a la cicatriz indeleble que el choque le tallaría en la piel.

Pasado el efecto Olivia, maltrecho ahora por el desgaste de las colisiones y los desgarros gravitatorios, me enfrento a los restos de su influencia con la extrañeza que producen las visiones del duermevela: observo un mechero que dejó, su tacita de café abandonada o un resto de su caligrafía como me veo a mí, un electrón arrojado sobre tierra firme que ya no pertenecerá jamás del todo al mundo previsible, hecho aparentemente a la medida de los sentidos, desprovisto para siempre de la radiación astral que revestía su modesta dimensión: la irresistible gravedad de Olivia.



(*) Texto recuperado de mi antiguo blog

domingo, 30 de marzo de 2014

De dónde son los cantantes


Foto: Arthur Leipzig
Sorprendente que un cantante forastero permaneciera, cada mañana a las ocho, acodado a la barra del bar donde tomo el café mañanero, en una calle carente de notables y famosos. Sorprendía que no hablara ni le hablaran aunque a lo largo de los días comprobé que los camareros lo reconocían; también se ilusionaban con la idea de que el artista, estrella de los ochenta y noventa, ofreciera algún día recitales en el bar mal acondicionado para conciertos, incluso que los diera frecuentemente para atraer clientela.

Sorprendente que se mantuviera tan joven y más sorprendente aún que cada mañana, taciturno, tuviera una caña de cerveza delante, a la hora de los cafés acelerados y de los bollos; sorprendente además que, abrigado con una cazadora impermeable, calzara sin embargo sandalias a las ocho de la mañana, con lo fresca que llega a mi barrio la brisa que viene de la playa; y sin calcetines, a las ocho de la mañana. Sorprendente que no respondiera a los buenos días, alguien acostumbrado a ser reconocido; que sólo conversara, en baja voz, con un asiduo del bar (más bien, el asiduo le hablaba y él escuchaba) o apenas compartiera silencios apáticos.

Hice cuentas. Hacía mucho que no se le oía ni se le nombraba. Habría llegado a estas latitudes posiblemente dando tumbos, ya sin metas artísticas. Pensé: ¿Estaría acabado?, totalmente acabado para la música, si no para más cosas…?  Sorprendente verlo así ahora y, sin embargo, tenerlo en Internet famoso a perpetuidad, y en ebullición creadora interminable. Busqué sus éxitos en Youtube. Tenía talento, recordé: fue una acertada combinación de buen letrista y compositor pegadizo que lo convertía en un indiscutible superviviente de la vieja Movida madrileña. Las últimas noticias lo mostraban actuando en pequeñas salas de concierto con una presencia definitivamente madura, trajeado de chaqueta. Con la misma chaqueta lo vi fotografiado una mañana en varios carteles, en las puertas de un local de mi calle. Le anunciaban las nuevas versiones jazzísticas de sus viejos éxitos de rock hispano.

Seguí haciendo cuentas: el músico que yo encontraba en el bar por las mañanas no parecía capaz de sostener un grupo que viajara con él. Pensé que quienes le contrataran en cada lugar tendrían que facilitarle acompañantes azarosos con los que realizar ensayos de urgencia, compensando con el oficio la escasa compenetración y la ausencia de rodaje en común. ¿Cómo se las arreglaría para negociar esos contratos, siendo casi olvidado y casi vagabundo? ¿Podría pagarse un representante en estos tiempos, con el 21 por ciento del IVA, con el top manta y las descargas ilegales…? ¿Habría tenido al menos un éxito suficiente en esa última actuación que vi anunciada? Me quedé sin saberlo. Un día el cantante desapareció sin avisar siquiera al único parroquiano con el que compartía sus ratos en el bar de los cafés apresurados, donde nunca más oí hablar de él. 

He pensado después que en realidad el artista apareció y desapareció como corresponde a los cantantes: tal como reza la mítica canción, sin que se sepa si son de La Loma o si cantan en el Llano "sus trovas fascinantes."

jueves, 13 de febrero de 2014

Conducir con el culo frío

Amanecer laboral en invierno. A duras penas se deshace el cuerpo de las mantas que lo han abrigado en la noche. Los propios huesos parecen ajenos, prótesis invasoras de un metal helado y extraño. Las articulaciones responden con la lentitud y la desgana de antiguos portones que llevaran décadas sin abrirse.
El café urgente al que uno se lanza como a un oasis restituye en lo que puede la integridad maltrecha, aterida, y le espabila apenas lo indispensable para empezar a prepararse. Los chorros de la ducha caliente que desentumecen el ánimo y la piel son agradables, pero recuerdan que la bocanada fría será más cruda al salir del portal.
Frías las llaves del coche, frío el llavero, helada la tapicería. Ya dentro se arranca el motor, qué remedio, con el GPS en la mente después de tantos días iguales, y se circula como deslizándose sin sentir los giros ni los acelerones, guiado por una voluntad ajena que no permite darle a cada imagen del camino ni un instante más de lo necesario, sustituyendo de inmediato un plano por otro plano en décimas de segundo. El cielo se ilumina de un carmesí sangriento a lo largo del horizonte. Los árboles y los postes se agrandan cuando están cerca para enseguida desparecer. El rojo de las nubes se suaviza de repente en amarillo naranja y el vehículo avanza sin remedio dejando atrás las formas caprichosas y complejas. Una cortina de luz manzanilla se filtra, como una cascada de rayos, desde el centro de otra formación nubosa, pero hay que atender a un cambio de carril inmediato. Al frente, cayendo desde las alturas como jirones de algodón blanco y amarillento se erigen otras formas con manchas añil que le dan volumen al cuadro. Da igual, el GPS mental cede ante la cercanía de los radares señalizados, se deja atraer por nombres de las transversales que cada mañana se cruzan en el camino. 
Al fin queda atrás todo ese horizonte y, al girar a la derecha, el tráfico se ralentiza hasta detenerse. Después de un breve embotellamiento, aparecerá delante, como una boca hambrienta que estuviera atrayendo desde la distancia, la entrada amplia al aparcamiento de empresa, al que se ha llegado casi maquinalmente. Se accede al recinto como engullido con resignación. El único alivio contra el frío y contra la aridez de una nueva jornada han sido los cielos que se fueron sucediendo a lo largo del camino, cada uno de ellos digno de un cuadro, de una fotografía o de un simple momento de homenaje sin los apremios del reloj.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Unos cuantos renglones

Los días pasan con rapidez amenazante, en tropel, ensartados en el resto del calendario que les sigue a empujones, y la vida parece a veces tan inútil como esas fechas en las agendas sin utilizar, donde nada previmos ni anotamos bajo los epígrafes de los días que no vuelven. Para desmentir el paso del tiempo, y eludir su deriva inevitable, reutilizamos a veces esos dietarios como libros de notas o borradores, superponiendo anotaciones sobre las fechas de un calendario caduco que nunca coincide con el vigente. Hay un remordimiento que acecha en esos apartados vacíos como también en los dorsos en blanco de los folios marchitos, desaprovechados como las noches en desvelo sin placer ni objetivo, o como la suma de los días engullidos en la inconsciencia del hábito. Es un vacío cruel, vertiginoso, al que no ayuda la memoria, puesto que ni las obras pasadas, ni los momentos jugosos se nos reaparecen apilados en orden cronológico, ya organizados para rellenar un diario no escrito, sino rebrotados en resplandores dispersos ajenos al paso del tiempo, incluso nuestro tiempo.

A veces pienso con envidia en el viejo que, en una novela olvidada, anotaba los acontecimientos familiares como asientos contables, con la puntualidad implacable de un operario sin alma. Miro ahora con otros ojos las cartas llenas de pormenores insustanciales que abultaban los sobres de la correspondencia en papel: noticias diarias de los mismos recorridos realizados día tras día, o detalles exhaustivos de los menús desayunados, almorzados o cenados con que los ausentes compensaban la distancia y mantenían los lazos con su gente. Pienso hoy en aquellas reseñas humildes como en pequeñas constancias de momentos vividos e intransferibles, más elocuentes incluso que otras palabras de mayor ambición que el tiempo ha hecho igual de reiterativas e irrelevantes. Y pienso en esas anotaciones persistentes, que no perdonaban ningún espacio en blanco, como las más capaces de dar relieve en perspectiva a la memoria y lo que ella arrastra. 

Un blog es una publicación preparada para que las actualizaciones aparezcan automáticamente en orden cronológico. Los días que se amontonan sin actualizarlo provocan una desazón similar a las de los apartados de esas viejas agendas desaprovechadas. Aunque no pueda registrar la nimiedad de cada día, sí puedo dejar huella de alguna actualidad, de momento anodina, que sólo el tiempo pueda devolver emotiva o esclarecedora, y dedicarle por ello, de vez en cuando, el esfuerzo de unos cuantos renglones.