sábado, 20 de septiembre de 2014

Lo que se fue con él

Nicky
Los muertos humanos ocupan un espacio disperso, a veces desconocido, en las huellas que fueron dejando en en este mundo. Es por ello que pueden reaparecer en fotos o en vídeos ignorados, grabados incluso por turistas fortuitos, o atrapados por casualidad en algún reportaje televisivo del canal menos pensado; bailando, sonriendo o brindando en reuniones con gente que nunca volvieron a ver pero que alguien conservó y le puede apetecer enseñar. 

Estos descubrimientos póstumos atestiguan que quienes ya se fueron conservaban otra realidad en algún lado, por pequeña que fuera, una faceta que desbordó el rol que desempeñaron en vida para amores, amigos, jefes, profesores, hijos… Cualquier persona con un mínimo de biografía adulta se reserva para sí algún otro mundo imprevisto, aunque sea en un escaso rincón de su secreto. Cuesta aceptar que un humano fue sólo y fundamentalmente médico, transportista, abogada o concejal; ni convenir que su realidad se agotara del todo –desde el primero de sus días− en ser padre, hermana o pareja, sin dejar al margen al menos un momento accidental y olvidable.

Un perro, por el contrario, no deja en herencia revelaciones así; no se presentan datos inesperados que dilaten su identidad cuando se extingue. Sus dueños ya suelen tener presentes las vacunas, los juegos, los paseos y las posibles peleas que tuvo en vida; saben y recuerdan a quién ladró, mordió o recibió con el rabo alborotado. Parecería incluso que su efímera existencia se entregó sin reservas a la adoración de los humanos a los que obedecía sin dejar de observarlos un momento, aprendiéndose sus costumbres y movimientos hasta el punto de poder anticiparse a sus intenciones. Que nunca vivió para sí mismo, en definitiva, de espaldas o al margen de sus amos; que pasajero y sustituible, no pudo dejar detrás otro rastro distinto a sus humildes objetos, a algún juguete heredable o a su presencia en fotos de familia.

Los dueños, de todos modos, con mucha probabilidad ignoren qué otro perro soliviantaba en vida al suyo desde la distancia con ladridos de furia o rivalidad, o cuáles otros lo reclamaban con aullidos al juego desde alguna azotea solitaria, bajo el calor o el frío. Nunca identificarían los gatos que salieron espantados por sus ladridos desde el lugar donde querían maullar toda la noche, los mismos gatos que su perro sí tendría identificados por su olor o por sus timbres quejumbrosos. Raramente compartirían con los dueños el recuerdo del animal los vecinos anónimos que lo veían asomarse a horas fijas para señalárselo desde la distancia al bebé de la casa, o simplemente para saludarlo; tal vez incluso le tuvieran puesto un nombre.

No se suele saber cómo vive el propio perro la rutina de los ruidos de la calle en cualquier hora del día, ni si ese conjunto de voces, puertas, mercancías y motores rutinarios que lo atraen componen otra parte de sus relaciones y de su espacio, que él no distingue drásticamente del de la casa. Sólo un perro sabe, a su modo, qué diferencia hay entre las sirenas de los coches que le hacen aullar de otras que no; qué ruido imperceptible al umbral de los sentidos humanos lo deja largo rato concentrado y alerta. Quedan sin respuesta las preguntas por los movimientos de un perro durante la noche, mientras la casa duerme, cuando anda y desanda itinerarios de cuyo sentido es poseedor exclusivo, como lo es de los motivos que en la calle lo llevan a rastrear o detenerse en determinados espacios sin interés aparente.

Un perro protagoniza esa otra vida incomunicable, poblada de seres y de estímulos cotidianos, pero de un modo tan simultáneo y visible que no requiere de revelaciones póstumas. En el mismo espacio y tiempo que comparte con las personas experimenta y controla otra dimensión en la que los dueños con probabilidad no reparen aunque la tengan alrededor o en la retaguardia, y tan amplia como para valorar aún más la fidelidad que el perro dedica a su gente; como para considerar, en fin, aún más asombrosa esa atención constante a los suyos por la que parece que no vive para sí, que apenas puede dejar detrás otro rastro distinto a sus humildes objetos, a algún juguete heredable o a su presencia en fotos de familia.

sábado, 6 de septiembre de 2014

Tiempo de peppermint

Una mujer tumbada sobre su cama se abandonaba a la placidez de la modorra en compañía. Si sonaba el teléfono con insistencia desde el salón, o si irrumpían timbrazos en la puerta de su apartamento, los ignoraba hasta que cesaban de oírse. No se dejaba incomodar por el nerviosimo del hombre tendido a su lado, al que sí alarmaban los timbrazos prolongados. Ella, en cambio, como si nada; resistía en silencio relajada o proseguía la conversación que había entretenido a los dos. Ahora bien, aquella misma mujer sí que saltaba literalmente de la cama si de repente le apetecía ir a por el peppermint o traer café para los dos. Bajaba al suelo de una sola zancada sobre el costado del hombre y desaparecía tras la puerta como si algo en la casa absorbiera su cuerpo desnudo y la atrajera irresistiblemente, sin dejarle a él contemplar su trasero, sus pasos, ni su melena oscura balanceándose detrás de la espalda. El hombre sobre la cama clamaba con desconsuelo:
-Cuando vuelvas, ¡entra despacio!
A ella le alcanzaría la súplica tal vez en el pequeño pasillo, en la cocina o en el saloncito; lo mismo daba: más allá de la puerta por la que había salido, todo era la misma oscuridad, un espacio opaco que la había engullido con rapidez inhumana, como inhumana era la lentitud con la que se hacía esperar.
-¡Despacio, entra despacio! –le recordaba él si creía oír los pies descalzos de la mujer regresando al trote.
Pero ella no cambiaba la marcha antes de entrar; sí lo hacía una vez reaparecida, camino a la cama. En la lentitud se acentuaba más el juego de sus hombros y sus caderas acercándose. Lo más admirable para él era verla cambiar el ritmo de sus  pasos sin que se notara, como un desafío a la física y al tiempo: no realizaba una mínima detención para corregir la inercia de su prisa, ni tenía que recomponer la figura para pasar de la precipitación a la calma, tanto si avanzaba con las manos vacías como si sostenía la bandejita con los cafés y la copa de peppermint con hielo que tanto la enloquecía, el único licor que toleraba.
Durante el tiempo impreciso que duró aquella relación él le regalaba cada tanto una botellita de peppermint, que la mujer colocaba en un pequeño aparador con cristales. Siempre que se hallaban en la casa de ella, el hombre observaba la lenta regularidad con la que iba perdiendo nivel el líquido esmeralda dentro del recipiente. Él podría haber medido la duración de aquella época por la cantidad de botellas que le regaló, pero en la actualidad es incapaz de calcular cuántos peppermint duró aquello, muchos años atrás. Con seguridad, no llegó a contarlos ni fue consciente del último. No tiene el recuerdo de una ruptura ni de un final determinado. Tal vez aquel final consistió sólo en no echarse tanto en falta cuando no se veían, o en el olvido cada vez más frecuente de quedar para una próxima ocasión al final de cada cita. Anemia, triste pero incruenta.
Sí recuerda con seguridad que ella dejó de ocupar aquel apartamento. Él ha buscado su número de teléfono en alguna vieja libreta, en las hojas de los libros que leía entonces o en una guía polvorienta de teléfonos conservada por algún misterio. Sabe que no serviría de nada encontrar aquel número de teléfono, que lo busca por una especie de antojo supersticioso, porque sería el del apartamento que ella dejó y en aquel tiempo en que los dos se entendían sólo se contaba con esas dos señas: el domicilio postal y el teléfono fijo; nadie tenía entonces un móvil y no se conocían el Internet ni esos inventos.
A pesar de todo, ella se ha convertido por último en su recuerdo más risueño, cuando todos los demás se desvanecen. Encantado de recuperarla al menos de ese modo, la sitúa cada vez con más fijeza en el momento de aquel cambio de marcha en la habitación, como si aquel visto y no visto que iba del acelerón a la majestad elegante hubiera abolido el tiempo, creando para ellos una dimensión ajena al desgaste y la muerte, la única órbita donde suplicarle de nuevo, con mayor urgencia: “¡Despacio, más despacio!”, antes de que la vuelva a tragar otra espesura absorbente y ella a su paso le deje apenas la estela de su melena negra ondeando detrás de la espalda.