Una
mujer tumbada sobre su cama se abandonaba a la placidez de la modorra en
compañía. Si sonaba el teléfono con insistencia desde el salón, o si
irrumpían timbrazos en la puerta de su apartamento, los ignoraba hasta que cesaban
de oírse. No se dejaba incomodar por el nerviosimo del hombre tendido a su lado,
al que sí alarmaban los timbrazos prolongados. Ella, en cambio, como si nada; resistía
en silencio relajada o proseguía la conversación que había entretenido a los
dos. Ahora bien, aquella misma mujer sí que saltaba literalmente de la cama si
de repente le apetecía ir a por el peppermint o traer café para los dos. Bajaba al suelo de una sola
zancada sobre el costado del hombre y desaparecía tras la puerta como si algo en
la casa absorbiera su cuerpo desnudo y la atrajera irresistiblemente, sin dejarle a él contemplar su trasero, sus
pasos, ni su melena oscura balanceándose detrás de la espalda. El hombre sobre la cama clamaba con desconsuelo:
-Cuando
vuelvas, ¡entra despacio!
A
ella le alcanzaría la súplica tal vez en el pequeño pasillo, en la cocina o en
el saloncito; lo mismo daba: más allá de la puerta por la que había salido,
todo era la misma oscuridad, un espacio opaco que la había engullido con
rapidez inhumana, como inhumana era la lentitud con la que se hacía esperar.
-¡Despacio,
entra despacio! –le recordaba él si creía oír los pies descalzos de la mujer regresando
al trote.
Pero
ella no cambiaba la marcha antes de entrar; sí lo hacía una vez reaparecida, camino
a la cama. En la lentitud se acentuaba más el juego de sus hombros y sus
caderas acercándose. Lo más admirable para él era verla cambiar el ritmo de
sus pasos sin que se notara, como un
desafío a la física y al tiempo: no realizaba una mínima detención para
corregir la inercia de su prisa, ni tenía que recomponer la figura para
pasar de la precipitación a la calma, tanto si avanzaba con las manos vacías
como si sostenía la bandejita con los cafés y la copa de peppermint con hielo que tanto la enloquecía, el único licor que
toleraba.
Durante
el tiempo impreciso que duró aquella relación él le regalaba cada tanto una
botellita de peppermint, que la mujer
colocaba en un pequeño aparador con cristales. Siempre que se hallaban en la casa de
ella, el hombre observaba la lenta regularidad con la que iba perdiendo nivel
el líquido esmeralda dentro del recipiente. Él podría haber medido la duración
de aquella época por la cantidad de botellas que le regaló, pero en la actualidad es incapaz de calcular cuántos peppermint duró aquello, muchos años atrás. Con seguridad, no llegó a contarlos ni fue
consciente del último. No tiene el recuerdo de una ruptura ni de un final determinado.
Tal vez aquel final consistió sólo en no echarse tanto en falta cuando no se veían, o en el
olvido cada vez más frecuente de quedar para una próxima ocasión al final de
cada cita. Anemia, triste pero incruenta.
Sí
recuerda con seguridad que ella dejó de ocupar aquel apartamento. Él ha buscado
su número de teléfono en alguna vieja libreta, en las hojas de los libros que leía
entonces o en una guía polvorienta de teléfonos conservada por algún misterio. Sabe que no serviría de nada encontrar aquel número de teléfono, que
lo busca por una especie de antojo supersticioso, porque sería el del
apartamento que ella dejó y en aquel tiempo en que los dos se entendían sólo se contaba con
esas dos señas: el domicilio postal y el teléfono fijo; nadie tenía entonces un móvil y no se conocían el Internet
ni esos inventos.
A
pesar de todo, ella se ha convertido por último en su recuerdo más risueño,
cuando todos los demás se desvanecen. Encantado de recuperarla al menos de ese
modo, la sitúa cada vez con más fijeza en el momento de aquel cambio de marcha
en la habitación, como si aquel visto y no visto que iba del acelerón a la
majestad elegante hubiera abolido el tiempo, creando para ellos una dimensión
ajena al desgaste y la muerte, la única órbita donde suplicarle de
nuevo, con mayor urgencia: “¡Despacio, más despacio!”, antes de que la
vuelva a tragar otra espesura absorbente y ella a su paso le deje apenas la
estela de su melena negra ondeando detrás de la espalda.
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