miércoles, 18 de abril de 2018

LA CADUCIDAD DEL DOBLE

.Para Isabel De La Llave Cadahia
Nunca me revelaron en el periódico cómo fueron localizados los tres dobles que suplantaron durante años al general Isaac Rodrigo (jamás se mencionaba su segundo apellido), el dictador recientemente depuesto por un golpe de su propio ejército. Tan sólo podía saber que entre los miembros de nuestro Consejo de Administración había alguna persona influyente, bien relacionada con las élites políticas y financieras de ciertos países, y capaz por tanto de localizar y reunir a aquellos servidores ocultos del régimen derrocado. El redactor jefe tampoco supo, o tampoco quiso decirme, cómo convencieron a los suplantadores oficiosos para que se prestaran a coincidir en la larga entrevista a tres que me estaba encargando. Le pregunté cómo podía asegurarme, al menos, de las tres identidades.  
-Ahí tendrás las manos libres para averiguar lo que quieras, pero advierto que tendrás que ingeniártelas -me advirtió el redactor jefe-. Son seres a los que se les ha inventado una identidad nueva cuando han dejado de servir como sustitutos, alejados de su país y con una nueva personalidad. Y, además, durante el tiempo en que sirvieron al poder, los servicios secretos escamotearon al mundo su identidad, por supuesto: los mantuvieron desaparecidos del todo y recluidos quién sabe cómo y dónde.
-¿Por qué son tres?- pregunté. El redactor jefe levantó un momento la testuz y se quedó ensimismado como a quien hacen de pronto reparar en lo que no había pensado, con la vista fija en mi corbata nueva. Finalmente se encogió ligeramente de hombros.
-Eso tendrás que averiguarlo tú en la entrevista a tres -concluyó- aunque tal vez ni ellos conozcan el motivo; esa respuesta correspondería darla a los oscuros funcionarios que organizaban al dictador ese servicio tan sumamente discreto. Para lo que sí te pueden servir los tres dobles (digo “pueden”) es para describirte la vida que llevaban, cómo los preparaban para hacerse pasar por Isaac Rodrigo y las ocasiones más importantes en que tuvieron que hacerlo, o las más peligrosas. Es posible también que sepan algo de la trastienda de la dictadura, en ese sentido podrían ser un filón y deberías saber aprovecharlo con morbo.
El redactor jefe añadió finalmente, cuando yo ya cerraba la puerta detrás de mí: “Por supuesto, en tu entrevista no habrá fotos si no consigues convencerlos; de momento se niegan en redondo a salir de su exclusivo anonimato, pero necesitamos esas imágenes...”. Le dirigí con los ojos una resignada señal y me marché a la calle -era mi hora de salida- aunque antes de irme a casa visité un acostumbrado parque para poder pensar en el trabajo que me aguardaba. El día se había nublado de repente y el sol avasallador, que se había enseñoreado de la ciudad, cedió casi de repente a una luz indirecta que daba a todos los colores una consistencia más definida y más civilizada.
'¿Cómo serían esos tres sujetos?', pensaba sentado sobre un banco del parque cuando se me acercó una niña que corría jugando sola sobre los parterres y se detuvo a unos pasos frente a mí, con la mirada fija en mi corbata nueva; era una corbata amarilla con deslumbrantes adornos falsamente mitológicos que yo llevaba por cumplir con quien me la había regalado. Mientras tanto, seguía pensando en los dobles: '¿Les habrían quedado los gestos y maneras de cuando eran aclamados por la muchedumbre como al verdadero general?'. Interrumpió mis cavilaciones una joven alta de paso lento y acompasado que a mi altura dirigió la mirada un instante, sin disimulo, a la corbata colorista que colgaba de mi cuello; después siguió su camino ignorándome al ritmo de una melena negra y brillante que ondeaba a su paso. Yo disipé la impresión que me causó la chica y mi turbación por la corbata volviendo a mis pensamientos sobre el gobernante derrocado y sus tres dobles: '¿Se le parecerían tanto como gemelos?', me preguntaba. El depuesto y huido Isaac Rodrigo -recordaba- tenía un aspecto muy español: moreno, nariz aguileña, la frente elevada y estrecha, el cabello negro peinado hacia atrás. Era alto, más espigado que atlético, lo que compensaba con exageradas hombreras tanto en uniformes militares como en atuendo civil. Su nombre y su apellido, para mi enfado, recordaban a los músicos españoles Isaac Albéniz y el maestro Rodrigo; me sentaba como una pedrada, que semejante tirano se relacionara, aunque sólo fuera por el nombre, con esos dos creadores de belleza.
Tan desconocida para mí como los servidores del tirano era la mansión a la que me dirigí en el día señalado para encontrarme con aquel trío de dobles que me esperaban en ella. Estaba ubicada en una lejana e inaccesible zona residencial que siempre había visto al pasar, desde la carretera. Ni tiempo tuve para observar el edificio ni los huertos y jardines que lo rodeaban. Un individuo empleado de la casa se encargó de dirigirme con precipitación a la parte trasera del caserón; una vez allí abrió una puerta que estaba cerrada con llave y me introdujo por lo que parecía ser una entrada del servicio. Antes de penetrar en el edificio recordé de pronto imágenes olvidadas y accidentales de aquella zona muchos años atrás en excursiones casuales, cuando era más agreste, con casas rústicas que daban a la carretera, con filas de almendros y robles tras los muros, pero la premura de aquel hombre me impidió asegurarme de mi repentino recuerdo. El tipo me condujo por sucesivos pasillos iluminados por amplias lámparas que pendían del techo hasta hacerme llegar a la sala donde aguardaban los tres 'exdobles'. Hecho esto, desapareció. Eché un vistazo a la sala. No contaba con el mobiliario ni la decoración que correspondían con su amplitud ni con la apariencia externa del edificio: apenas algún cuadro con escenas de caza y, en medio de la pared más amplia, un gran espejo con marco de madera tallado que tenía delante una mesa tocador con patas de araña. No en el centro -que resultaba desierto y desaprovechado-, sino en un ángulo extremo de la sala, en torno a una mesa baja, había cuatro sillas, tres de las cuales estaban ya ocupadas por los que con toda seguridad eran los antiguos dobles de Isaac Rodrigo. Ni se levantaron ni respondieron al saludo que les dirigí al mirarlos. Se limitaron a observar sin expresión y así continuaron siguiéndome con la vista en mi camino hasta la silla vacía, junto a ellos, lo que resultaba incómodo e inquietante. Al escrutarlos de cerca, vi que no eran réplicas exactas del depuesto general, y que sus rostros sólo revelaban un confuso parecido físico con él. Uno de ellos había engordado exageradamente, otro parecía mucho más joven que sus compañeros y que el dictador, aunque lucía una avanzada calvicie, y otro, el mejor vestido y peinado, sorprendía por un tinte capilar trigueño del todo inesperado. Cada uno a su modo, eso sí, poseía un cierto aire remoto de parentesco con el depuesto gobernante, hasta el punto de que me pareció hallarme ante unos hermanos o unos primos desconocidos del general Rodrigo en pleno encuentro familiar.
Reaccionaron con silencio unánime cuando les pregunté sus nombres. No me respondieron y permanecieron examinándome. Apenas se miraron entre ellos hasta que me vieron desistir y bajar la cabeza hacia mi bloc de notas. Empecé a temer que todo aquello fuera una pérdida de tiempo y ya me veía a mí mismo dando explicaciones inseguras al redactor jefe de un miserable resultado. Les pregunté también a los tres cómo empezaron su antigua labor, cómo entraron al servicio del general precisamente con el cometido de hacerse pasar por él. Volvieron a mirarse, inseguros, pero, esta vez al menos con una leve señal de interés, comunicándose con los ojos las dudas sobre una posible respuesta, que se hizo esperar:
-Pues no sé -dijo el del pelo teñido-. En mi aldea me decía siempre todo el mundo que me parecía mucho a él, y hasta llegaban curiosos de otros lugares intentando verme y comprobarlo. Un día aparecieron en un coche negro unos hombres que trabajaban para el Estado y me dijeron que la Patria me necesitaba, que yo podía rendirle un buen servicio. Así fue todo.
Los otros dos hicieron suya la explicación asintiendo con la cabeza y confirmando con señales del dedo índice hacia el que había hablado, pero no añadieron nada más por su parte, dando a entender que su caso era idéntico al que se había expuesto y no había más que hablar. “Eso mismo me pasó a mí”, llegó a decir otro. “Sí, fue así”, corroboró el tercero.
Tomé unas notas rápidas y les pregunté enseguida por qué ellos eran más de uno, si acaso el general necesitaba tener varios dobles disponibles. También les hice esta pregunta a los tres indiscriminadamente, con la esperanza de que al menos uno de ellos respondiera.
-Verá -se animó a contestar el gordo-, igual que usted tiene que cambiar la foto en su cédula de identidad, como todo el mundo, porque las personas con el tiempo cambian, ¿no es cierto?, pues el general cambiaba su aspecto y su doble también, pero cada uno a su manera, perdiendo el parecido que tuvieron en su momento, ¿me explico?, y es entonces cuando había que retirarlo y buscar a otro con parecido suficiente.
Como la vez anterior, los que habían estado callados asintieron apenas con exclamaciones y gestos. A cada pregunta, contestada o no, le seguía un silencio incómodo en el que yo esperaba inútilmente alguna explicación suplementaria, alguna ampliación de las escuetas revelaciones que me hacían. Para evitar estas pérdidas de tiempo, con su incomodidad consiguiente, decidí renunciar a preguntas concretas y proponerles en cambio que me contaran sucesivamente, cada cual a su modo, lo que recordaran y tuvieran a bien revelarme sobre sus experiencias durante aquel servicio a la Patria: lo que vivieron, lo que vieron, lo que llegaron a saber...
Otra vez se quedaron pensando y cruzándose miradas. Reaccionó de pronto el más obeso poniendo como condición que vaciara mis bolsillos y me dejara cachear; no querían grabadoras ocultas ni cámaras de foto escondidas. Accedí y, de inmediato, adoptaron los tres a un tiempo una actitud resolutiva y un aire de autoridad marcial incontestable, a tono con el personaje que habían representado casi toda su vida. El de apariencia juvenil se levantó con rapidez, me ordenó ponerme en pie y me vació lo bolsillos depositando sobre la mesa las llaves, la cartera, una pequeña cámara de fotos, algunas monedas sueltas y la corbata de falsos motivos mitológicos que yo, harto de ella, había decidido llevar oculta y enrollada en un bolsillo.
Al volver a sentarme vi cómo inspeccionaba mi cámara el que iba mejor vestido de los tres y lucía un tinte capilar trigueño, no sólo sometiéndola a inspección sino valorando además la posible calidad y la tecnología del artefacto, con ademán de experto. Acto seguido, los tres se pasaron sucesivamente mi corbata, que parecían escudriñar en principio como si ésta contuviera un plano secreto relativo a altos intereses de Estado; al momento rompieron a compartir risitas y burlas más bien afables sobre aquel complemento indumentario tan ostentoso que acababan de examinar, dirigiéndome miradas de sorna desde sus rostros jocosos. Una vez relajados, y antes de que yo pudiera esperarlo, abandonaron su envaramiento castrense y se comportaron como viejos compadres.
Uno de ellos, el más obeso, se desentendió la conversación con los otros dos, de las compartidas anécdotas de su país, de sus lugares de origen, de sus respectivos recuerdos de clandestinidad de lujo al servicio del tirano y de improviso se dirigió a mí, que permanecía callado:
-Verá -me dijo-, como le hemos dicho al principio, todo empieza un día en que aparecen por tu pobre aldea, o por tu barrio, unos hombres muy serios, preguntan por tus padres, se reúnen con ellos en el hogar y les proponen aceptar para su hijo, “tan parecido a nuestro General,carajo”, un destino seguro, bien remunerado, un cargo para toda la vida como servidor del Estado...
A partir de ahí, según me fueron relatando poco a poco entre los tres, habitaron las dependencias siempre custodiadas y ocultas de viejos palacetes ruinosos, o de recintos recónditos en cuarteles distantes o en viejas prisiones militares habilitadas para oficinas del Ejército, por supuesto en plantas inaccesible al público y al resto del personal, militar o civil. Tenían garantizados los cuidados médicos, las vacaciones vigiladas, las visitadoras sexuales, una jubilación y lo que con cierta pompa llamaban “formación” sus guardianes: visionados de la cantidad ingente y reiterativa, en filmaciones antiguas y actuales, de las apariciones públicas del General con las que los atiborraban una y otra vez.
Así le referí al redactor jefe cuando le mostré mi trabajo. Llamé su atención sobre las iniciales con las que podía citar a cada uno de los tres entrevistados en mis notas, puesto que al fin me habían facilitado sus nombres y apellidos, así como sobre las fotos a contraluz acentuado que me permitieron sacar, en un cambio de actitud desde su desconfianza inicial. No ahorré a mi jefe muchos detalles sobre lo siniestro e incierto que había tenido el encargo de marras, ni de la prisa con que abandoné aquella sala cuando finalmente cumplí con mi obligación. Esto último pareció importarle un comino: me miraba sonriente, interesado más bien por el tema del reportaje y complacido por el resultado:
-Esto de mantener dobles en nómina – dijo mi jefe-, y como una propiedad, es puro goce de poderío, un lujo de megalómano como los que se permiten los delincuentes adinerados que cubren de oro y obras de arte los baños donde mean y se cepillan los dientes. Ahora -añadió-, gracias a los contactos que han funcionado en este periódico, revelaremos un aspecto más de esta buena pieza: ¡el tal Isaac Rodrigo..!
Costaba creerlo pero yo le había oído bien: “Gracias a los contactos que han funcionado en este periódico”.., había dicho. Ni una palabra de reconocimiento a mi esfuerzo y mi mano izquierda, por lo menos. Yo miraba fijamente a mi jefe dirigiéndole una mueca sarcástica, por ver si así reparaba en su desconsiderada omisión. Pero sin resultado: no se daba por aludido por más que le insistiera con mis gestos evidentes. “Ordenaré que le reserven una página entera, con texto y fotos”, dijo ufano como si él fuera el autor del reportaje. No me parecía el hombre cauto que por costumbre soportaba el peso de la veteranía con frialdad y descreimiento. Fue entonces cuando me decidí a guardar mis notas y reservarme una última revelación inesperada, algo que había decidido dejar al margen de mis informes hasta ese momento, hasta poder valorarlo con calma:
Había un cuarto doble, el más misterioso, según me habían revelado mis tres entrevistados, confirmándose unos a otros aquella sorpresa final: se trataba  por lo visto del suplantador más reciente, una copia fiel del tirano en su edad actual, ahora que los años lo habían convertido en un abuelito de su propio régimen. “Pero en realidad aún no se le ha visto aunque muchos aseguran que existe”, me decían. No era difícil sospechar que aquel doble no visto, aquello tan vaporoso, era el propio Isaac Rodrigo, que preparaba así su evasión...
Nunca lo supe. Nunca se publicó nada favorable a esa hipótesis ni otras referidas a dobles, reales o supuestos. Reviso ahora mis carpetas de entonces, cuando realicé aquel trabajo, cuando era un joven reportero durante las caídas de las últimas tiranías bananeras, y sólo veo una copia de aquella entrevista mía sobre el derrocamiento de Isaac Rodrigo, que se esfumó para el Mundo. Encuentro también por sorpresa en una de estas carpetas viejas, sin explicarme qué hacía en una de ellas, aquella corbata amarilla con adornos chillones falsamente mitológicos.

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