sábado, 30 de octubre de 2021

MONTSERRAT Y LAS COMAS

 


Belahí Mohamed Tahá regresó furioso al cuartel la noche de aquel domingo, no porque se hubiera acabado su pase de fin de semana sino porque las cosas no habían ido bien con su chica, allá en Barcelona, a donde había vuelto a visitarla desde nuestro cuartel en Campamento (Madrid); lo había hecho ilusionado, desesperando de los kilómetros, las estaciones y los paisajes que lo separaban de ella. Y todo para, finalmente, regresar decepcionado. Lo vi volver aquella noche acelerando el paso, recorriendo rabioso la extensa nave llena de literas y armarios hasta llegar a su taquilla. Lo vi levantar en lo alto, con las dos manos, el gigantesco radiocassette de los de antes, que había prestado a otro soldado durante su ausencia, y estrellarlo con furia contra el suelo sin aparente motivo. No respondió a preguntas y, después de pasar retreta, se fue tranquilizando solo hasta dormirse, sin necesidad de que nadie lo ayudara a serenarse.

Al día siguiente, cuando por fin se animó a dar explicaciones, nos confesó a los de confianza que su chica lo había vuelto a recibir con un apremio sexual predador y sin alma, incompatible con aquel romanticismo suyo, aquel embeleso blandengue que lo mantenía atontado cada día de la mili, así hiciera guardias, cocinas o maniobras, o así tragara kilómetros para encontrarse con ella en cada pase de fin de semana. “¡Yo, queriendo hacerlo bien, despacito. Hablar..!”, se quejaba Belahí. Y ella, nos decía, siempre cortándole el rollo, reprochándole: “Pero coño, ¿tú no eres moro?..., pues lo moros, bastante fama tienen de estar siempre salidos y dispuestos.” Eso es un mito, claro, nos reflexionaba en voz alta Belahí -a quien sólo ella podía llamar moro-, desmoronado por que su chica lo redujera a semental de ocasión sin casi dar lugar a la comunicación ni a la empatía.

Todos habíamos reparado pronto en Belahí Mohamed, melillense, desde la primera vez que nos pasaron lista en el Cuartel, dado que el teniente al mando le preguntó si era musulmán y si había solicitado dieta acorde a sus creencias; le oímos contestar afirmativamente a las dos preguntas con la voz y el acento que después se nos harían tan familiares. Yo empecé a tratarlo el día en que descubrió por el rabillo del ojo que yo guardaba algún libro de poesía en la taquilla. Enseguida me pidió prestado uno, el primero de cuantos le fui prestando a partir de entonces. Se los llevaba con el mismo entusiasmo con que me los devolvía, con caluroso agradecimiento. A la segunda o tercera ocasión me confesó que no era por necesidad de lectura sino para aprovechar de los poemas ideas y palabras con que embellecer las cartas para su chica. Me aseguraba que todos le habían servido de mucho, aunque entre ellos hubiera alguno tan duro de pelar como Huesos de sepia, de Eugenio Montale.

A los de confianza nos reveló un día que su chica se llamaba Montserrat Caballé. “Pero no la famosa, no la que canta”, nos aclaró, “sino una chica joven que es ahijada suya, ¿entendéis?” Entenderlo, no lo entendíamos mucho, la verdad; de hecho, no fui yo el único en preguntarle oye, Mohamed, explícame una cosa: si la relación es sólo de madrina-ahijada, ¿a qué viene que tengan las dos el mismo apellido? Él se quedaba pensando y contestaba: “No lo sé”. Nos había dejado a todos confusos, cuando no escépticos, con el caso de su Montserrat Caballé, pero no se lo decíamos a las claras. Alguna vez, si acaso, le tomábamos el pelo si lo veíamos de buen humor: “Belahí, ¿cuando la dejas satisfecha... te canta un aria?”

Tal vez fue que le escamara tanta desconfianza mal disimulada, pero el caso es que un buen día se sentó con el grupo durante un descanso, en un banco metálico al fondo de la nave. Traía en las manos unos sobres de correos; nos enseñó los remites: Montserrat Caballé, se leía en todos, y una dirección de Barcelona. Sacó las cartas de cada sobre y con vehemencia nos incitó a leerlas. “¡No me importa, hay confianza!”, insistía. Nos fuimos pasando aquellas cartas y las leímos una a una en medio de un grave silencio, sin compartir codazos ni miradas cómplices, sólo curiosidad y mucho asombro. Sin saludo, sin encabezado, sin preliminares ni advertencias, cada una de aquellas cartas de aproximadamente dos cuartillas empezaba y seguía hasta su final con la expresión abrupta de los deseos de la mujer, desvelando a Belahí las veces que se acariciaba pensando en él y en qué distintos modos. Le escribía también lo que quería hacerle y lo que quería que él le hiciera en sus próximos encuentros, desde la coronilla hasta la punta de los pies, con un repertorio extenso de posibilidades eróticas expresadas con detalles explícitos, con palabras trazadas como si la tinta del su bolígrafo estuviera dotada de una lubricidad insólita; había cambios bruscos en la grafía y el tamaño de las letras en algunas líneas sorprendentes y, por supuesto, sin puntuación: aquel frenesí desbordante no podía ser encerrado entre pausas ni signos de orden lógico. Lo más curioso era que, en medio de toda aquella pasión incontenible, volcada sobre los papeles como fruto de un solo impulso desenfrenado, en medio de una cuartilla, sorprendía encontrar a veces una coma, una coma sola, aislada y sin motivo entre palabra y palabra, como un intento estéril de la remitente por administrarse una momentánea dosis de control o de cordura. Pasados los días, una vez superada la sorpresa del frenesí de las cartas, lo más comentado en nuestras conversaciones era aquella coma flotante, tan imprevista.

Hubiera sido lo natural, pero nunca le puse en mi mente cuerpo ni rostro a la Montserrat de mi amigo, ni siquiera en las fantasías de los insomnios, en la soledad de la cama litera. Por otra parte, Mohamed nunca aportó detalles de su aspecto físico, a pesar de habernos revelado tanta intimidad. Los demás no supimos cómo podían ser su talle, sus andares o sus tetas; nunca supimos si era rubia, morena o castaña y no preguntábamos a Belahí nada que por su cuenta él no nos dijera. Pero alguna que otra noche, antes de que el sueño me pudiera, se me representaba en el recuerdo aquella caligrafía desordenada, con los cambios en el tamaño y la calidad de las letra. Eso me perturbaba, sobre todo si además imaginaba aquella coma insensata y rebelde brincando entre las líneas de una carta. A veces me sorprendía el primer relevo del centinela nocturno llamado imaginaria en la oscuridad de la nave, despierto aún, atrapado en el recuerdo de la puta coma, aquella pobre coma libertaria.





martes, 19 de octubre de 2021

ESPERANDO AL CORDERO

 


Ya sabes cómo soy para los ruidos. Notaré que son tuyas las vueltas a la cerradura por más que hayas variado las horas de llegada, tal vez para desconcertarme, o porque te cuesta volver a esta casa. Sabes que al entrar al recibidor verás de nuevo la cuerda que colgué para que te ahorques, la seguirás viendo en los días venideros aunque la descuelgues, la tires o la quemes; la reemplazaré por otra. Está claro que no tienes salida, cariño. Ya me has dicho que estoy loca, de acuerdo, pero sólo puedes huir de mí marchándote, arriesgándote a incurrir en abandono de hogar y tú, precisamente tú, preferirías estar muerto a darme esas ventajas legales. No podrás dormir ni tampoco ignorarme despierto, pensando cómo me aprovecharé de que duermas o te descuides si tú no accedes, al fin, por tu propio pie, a quedarte colgado por el cuello en el aro de esa cuerda que renuevo cada vez que hace falta. No sabes ya cuál puede ser tú salida. ¿Baldarme a golpes, como me has advertido? Muy bien: la cirugía hará milagros conmigo, pero tú, ¿has pensado bien qué te reportará una reputación de maltratador, a ti, un prócer?, piensa en ello. ¿Qué harás cuando yo cuente que eso era habitual, y no una salida violenta a una situación desesperada?… Y no me refiero a la poli ni a los jueces, esos pueden acabar descubriéndome. La gente te juzgará a su modo, tu gente, tu mundo pluscuamperfecto donde se puede ser lo que se quiera pero sin sospechas que recaigan sobre tu cabeza. Reconócelo, amor, no tienes escapatoria. Tendrás que colgarte. Así es la vida, qué pena me da, oye, no te haces una idea. ¡Matarme!, antes que yo a ti, te quedaría eso. Muerta, estaría calladita. Seguro que lo has pensado en estos días aunque no te atrevas a decirlo en voz alta. ¿Tendrías agallas, tú?... Tal vez sí, pensándolo bien, y qué remedio: es tu vida contra la mía, tesoro, la supervivencia. Yo ya lo habría hecho pero, claro, tu capacidad de previsión se impone. Le estarás dando vueltas: qué harías después con el fiambre, qué coartadas y todo eso. Pues tendrás que decidirte, cariño, porque yo me empiezo a cansar de estar tropezando con las sogas a mi paso. Esta última lleva días y no la has quitado, y es casi peor. Estás paralizado, como con todo lo que no cede a tu control. Es así, encanto, y este asunto está al margen de tus “dispositivos”, tus temibles "tentáculos de gestión". Es un pulso entre tu odio y el mío. Y ya no se me ocurren más salidas, guapo, ni aunque intentaras ahora congraciarte conmigo de algún modo, a la desesperada… Sólo la idea es para troncharse. Te saldrían las palabras sin alma, te trabarías sobreactuando porque a ti mismo te verías patético. Mejor ni pensar en eso... En fin, ¡que te ahorques ya, pesado! Esa cuerda me estorba, acumula polvo. Sólo faltaría incluirla en la colada, a este ritmo, y acabar lavándola y secándola. Me pone nerviosa ya cruzarme con ese colgajo y hasta verlo balancearse cuando entra la brisa por las ventanas. ¿Sabes qué te digo, corazón? Que ahí te la dejo. Quítala si quieres o cuélgate, lo que prefieras. ¿A qué demonios estoy jugando, y en qué voy a acabar yo misma por este deporte de irte destruyendo? Me voy. Me vale haberte visto desmoronarte en estos días porque, admítelo, la obstinación sin sentido te desarma, te deja sin saber qué hacer, por eso yo estaba ganando esta partida. Te he tenido en mis manos como a un corderito. Y además, ¿seré tonta?, si bastaría con que entraras por esa puerta acompañado, bastaría con que alguien viera la cuerda y sacara fotos; tendrías todas las cartas a tu favor. Podría haber pasado ya en cualquier momento, podría pasar ahora que por fin oigo la cerradura... Pero, alto ahí, esas no son tus vueltas a la llave… ¿Quién anda ahí, quién es usted, quién es este gorila cubierto con pasamontañas que aparece? ¿Y quién demonios me ha agarrado ahora por detrás tapándome la boca, cómo ha entrado, alguien que es mucho más robusto que tú? Son dos, eso está claro. Me hacen daño nada más agarrarme. ¿Son estos tus “dispositivos”, cobarde, tus "tentáculos de gestión" que te hacen tan temible? No te has atrevido a hacerlo tú mismo pero lo venías preparando decididamente. Has contratado a otros −muy tuyo− y tú no te privarás de contemplarlo todo porque ahora sí oigo tus vueltas a la cerradura, malnacido, ahora sí que eres tú sin duda ninguna. Ya sabes cómo soy para los ruidos. ¡Cabrón!



domingo, 17 de octubre de 2021

ORQUESTA DE CÁMARA


 

La idea debió venir de algún aciago, y ya para siempre maldito, personaje de la Discográfica. Ignorante, pretencioso y arbitrario ejecutivo que nos puso en esta situación incómoda, yo diría que suicida; sí, porque fue echarnos piedras sobre nosotros mismos haber reaccionado con esta mansedumbre complaciente ante el designio de semejante leño de alcornoque; claro, que investido de poder, un poder sobre nuestras vidas, nuestros talentos y nuestra técnica que no va parejo al conocimiento de nada de estas cosas sobre las que se impone sin preguntarnos. Lena piensa que nos disgustamos todos a toro pasado y no lo queremos reconocer, porque nos causó ilusión esto de conocernos al fin, tocando juntos y al mismo tiempo, y no como hasta ahora, conjuntados a distancia por medio de cámaras intranet. Y era un reto para profesionales, considera Arthur, ¿no somos acaso músicos?, arguye, ¿no se supone de nosotros la capacidad de afrontar, como maestros consumados, una ejecución a la que no se negaría un estudiante?; y es más, añade él, hasta un compositor desacostumbrado a interpretar sus piezas, ¿no se aviene a sentarse al piano bajo la dirección de la batuta, ante el público, cuando la ocasión lo requiere, sin padecer un acceso de angustia? Pero qué fácil es hablar, ¡qué fácil es hablar!, porque tanto Lena como Arthur, como Matilde y los restantes, Marcel o Klaus, andan ahora acercándose al escenario en vez de esperar el momento en sus camerinos, asomando sus narices por los extremos para avistar sesgadamente las gradas numerosas de este teatro antiguo, empalideciendo como yo de ver ocuparse las localidades cada vez más rápidamente, y mientras más éxito parece tener la convocatoria, mayor es la tragedia, el cataclismo que intuimos nos espera al final de esta prueba a la que vamos abocados, sin posible marcha atrás. Ahora nadie habla, nadie intenta infundir ánimos aun cuando nos crucemos unos con otros o coincidamos por momentos en algún extremo del escenario. Hasta anoche, Marcel, a pesar de que el nerviosismo en aumento ya empezaba a alcanzar el cénit de la hora presente, aún repetía sin convicción las palabras que tan a menudo se han repetido entre nosotros como un leitmotiv coincidente con las reprimendas del director: ¡Si es lo más normal, es lo que hacen todos!, y nadie le respondía, ya anoche. Precisamente por eso, compañeros, precisamente, les respondía yo al principio (por último sólo lo pensaba), porque es lo más normal, aquello de lo que hemos estado alejados, desacostumbrados y, por qué no decirlo, negados, es por lo que resulta inconcebible este acatamiento ya sin remisión ante las resoluciones de algún atildado patán, un guisante prepotente ¡que se atreve a manejarnos como a un manojo de insignificantes vasallos, un truhán insensible envanecido en su caudillaje mezquino, la madre que lo parió, no me digan que me calme, la madre que lo parió a él y al solícito representante que come a costa nuestra, y la madre de todos nosotros, tontos sin reaccionar a tiempo como era debido, inconscientes que no caían en la cuenta de lo que se les venía encima! Estos desahogos de ira, acompañados de patadas y golpes a cualquier objeto que no fueran los sagrados instrumentos, no los he protagonizado sólo yo, no he sido yo el único al que ha habido que sentar, alentar, traerle agua con azúcar. Qué decir de los exabruptos amargos de Klaus, que postran el ánimo de cualquiera; de los llantos de Lena, que rompe sin consuelo su delicada mansedumbre y se muda en una medusa estridente y plañidera; qué decir de la agresividad apenas controlada de Arthur en algunos momentos, o de la acritud temperamental de Matilde, que se ha vuelto despectiva y cortante con todos. Yo he callado, para qué añadir más leña al fuego, y he permanecido sentado, silencioso, con la cara apoyada en el mástil de mi violín como único amigo capaz de darme comprensión y aliento. Y así he permanecido en tanto los intentos de apaciguar los arrebatos, o las amables llamadas al orden de unos y de otros, degeneraban en una espiral de gritos, insultos y exclamaciones cuando el nerviosismo y el miedo buscaban alivio en estas descargas broncas, imparables. Me levantaba pasado un rato y buscaba un refugio donde permanecer hasta que presumía que las aguas habrían vuelto a su cauce.

Ah, qué distinto era todo hasta ahora. Qué diferente ha sido a lo largo de años y años de trabajar físicamente distantes unos de otros, compenetrados y temperados como el clave de Bach; curtidos, al unísono, en la distancia; entrañables y necesarios sin este trato directo y perturbador. Éramos un grupo, cohesionado y estable, qué digo estable: ¡fiel!, a lo largo de tanto tiempo de perfeccionamiento, de éxitos, de reconocimiento universal. Nos venerábamos y nos queríamos como lo que cada cual era para los otros: un instrumento, un personalidad interpretativa, modelo de virtuosismo en la novedad al servicio de la tradición, de la grandeza intemporal de los sublimes maestros y de la esforzada evolución secular de la Música, de la que somos, tal vez, los más puros depositarios y servidores. ¡Nosotros, los inaugurales! Que nadie me hable, a mí, de crecerse en los retos, de templar los nervios ante pruebas inexcusables para dar cuenta de la maestría y la entrega al arte. Qué mayor reto que haber trabajado y aprendido ejecutando cada pasaje en solitario, imaginando cada uno las magistrales intervenciones de los demás instrumentos anunciadas en las partituras, materializadas en la intuición certera que habíamos obtenido tras años de escucharnos, con sorpresa al principio, con interés cada vez más concentrado después, al recibir los resultados de las grabaciones ya conjuntadas y armonizadas en registro digital, sorprendentemente logradas, merced a los programas especializados y a las manos cuyo peritaje en la más avanzada y escrupulosa mezcla de sonidos hacía de nuestras interpretaciones aisladas, remitidas desde nuestros lugares respectivos en soportes adecuados, ejecuciones luminosas, relecturas precisas y purificadas de las grandes obras, acendradas encarnaciones de los hallazgos creadores en momentos de sublime visión. Ni qué decir tiene que se contaba con nosotros para los retoques, después que recibíamos la versión totalizada no sólo en sonido, sino también en espectro visual pormenorizado en píxeles exactos, que plasmaban la intensidad y la altura de cada impulso sonoro con una fidelidad precisa, como la que no se alcanza con la abstracta notación del pentagrama. Y que entre todos y cada uno íbamos formando un acabado magistral de cada pieza, con nuestras sugerencias, nuestras atentas disconformidades y aclaraciones, donde no faltaban las declaraciones compartidas de sentimientos eufóricos o las impresiones sutiles que nos habían embargado en cada movimiento. Así, afirmadas las últimas rectificaciones, nos extasiábamos en el logro aquilatado que recibíamos para su aprobación final. Qué enervamientos, qué transportes supremos, hasta las lágrimas, producía escuchar finalmente cada producto conseguido, que había llegado a ser eso tan magnífico que finalmente oíamos, desde su comienzo desmembrado e incierto. Y qué delicadeza en comunión, qué actos de entregada acción de gracias, aquellas últimas interpretaciones con la que coronábamos cada una de estas fases, participando desde la lejanía en la interpretación final para nuestros solos oídos, viéndonos y oyéndonos a través de las cámaras web, de tamaño excepcional, que nos han puesto a disposición.

Qué opuesto todo, ahora; qué contrario ha sido todo desde que nos concentraron en el estudio de grabación donde, día tras día, hemos envilecido la mutua veneración que nos profesábamos, la maestría cultivada con tanto esfuerzo, y la dignidad, la perdida dignidad de quien se tiene por dueño de sí, no sujeto a presiones que exceden su esmerado control. En los primeros días, desbordados por el júbilo del encuentro, la alegría de que nos hubieran reunido al fin, para vernos de cerca, hablar y tocar juntos, no nos dimos cuenta de que se colaban en nuestra unión, en nuestro quehacer, la curiosidad, la confidencia, la francachela vulgar, los celos, la envidia, el deseo. Todo lo circunstancial, el burdo accidente y la impureza, toda la corrosión la de la convivencia --el desgaste, el roce, la debilidad- nos contaminaban y distraían de lo que fue nuestra única y persistente atención, nuestra vieja comunión en el ideal. No hubiera sido tan grave que Klaus y Arthur marcharan de juerga las primeras noches, consiguiendo reclutar a la todavía cordial y sonriente Matilde, o que Marcel me arrastrara a interminables partidas de ajedrez que nos sorbían la energía y la imaginación, y nos hacía rivales en un menester extraño e invasor, ni siquiera que mi contrincante en el tablero, Marcel, se fundiera en abrazos de repentina pasión con la dulce Lena; nada de eso hubiera sido tan grave, sostengo, si en lo esencial hubiéramos mantenido el timón. Pero cómo hacerlo, pienso ahora, cómo nos lo habríamos podido exigir si, en los extenuantes y penosos ensayos, nos olíamos, o a sudor o a perfume, o simplemente a piel, ¡nos olíamos, por el amor de Dios!; nos oíamos estornudar, carraspear o toser, nos oíamos incluso los pies marcando los compases con pisadas impías; nos distraíamos con miradas, miradas que a los pocos días hablaban tácitamente de los lances y las complicidades establecidas entre nosotros. Y lo peor: los instrumentos, los admirados instrumentos que eran nuestra única identidad a compartir, como un nombre para cada cual, más verdadero que el del bautismo, aquellos instrumentos ya no se dejaban oír en notas de sonido depurado, en el más expedito aislamiento sensorial para disfrute del oído sensibilizado y pulcro; no: ahora, en burdas interpretaciones, los sentíamos, los de cada compañero, vibrar en la madera o el metal del nuestro, en nuestros cuerpos, y hasta en nuestros asientos. Nos debatíamos angustiosamente en esfuerzos voluntariosos que no hacían sino aumentar la confusión, hasta que cejábamos reconociéndonos extraviados y demolidos. Y fue así hasta que vino el director; ¡el director!, no habíamos pensado en él, pero sabíamos que aparecería a los pocos días para unirse a nosotros en la preparación de la pieza encomendada. ¿Qué podría hacer un director con nosotros? Deseábamos todos, desde lo más hondo, que al menos fuera aséptico, neutro, carente de peculiaridades: que no destacara por blando ni por severo, ni por pasional o por técnico, por arrogante ni por humilde. Que no fuera ni bajo ni alto, ni flaco ni obeso. Que no tuviera melena ni calva, ni verrugas, ni caspa… Sólo así, pensábamos, podría entenderse con nosotros, restituirnos algo de lo perdido, facilitarnos la senda por dónde reencontrar la antigua seguridad, la identidad perdida. Pero qué va, ¡qué va!, hasta en eso hemos tenido mala suerte. El director era melenudo, alto en exceso, con arranques de simpatía calurosa que otra orquesta le hubiera agradecido y también presto a rebotes iracundos que nos enconaban más en nuestra aflicción. Era un apasionado del compositor que intentábamos interpretar, y se había dedicado a él desde los años de aprendizaje; pretendía imponernos, a nosotros, la visión que tenía de la sonata ensayada. Por su parte (y en esto lo disculpamos) no disimulaba la estupefacción desencantada por el espectáculo amorfo y caótico que le ofrecíamos, nosotros, maestros consagrados mundialmente con los que tantas ilusiones se había hecho desde que le propusieron dirigirnos en esta pieza. Finalmente, fueron desoídas las desesperadas peticiones de que se nos equipara con material electrónico individual con el que controlar las ejecuciones, a nuestro modo, aunque actuáramos juntos y conjuntados por las indicaciones de la batuta; o la también descabellada propuesta de que se nos colocara alejados unos de otros, en diferentes puntos del graderío del enorme teatro al aire libre. No había ya luz al final de ningún túnel: todas las salidas habían quedado condenadas.

¿Y es ésta, ahora, la orquesta capaz de encarar la rendida expectación con que la recibirá una multitud de aficionados melómanos, este desangelado manojo de excelencia degradada que se debate en la duda justo cuando ya ve que son ocupadas las últimas localidades, vacías hasta hace un instante? Qué lástima me da, hermanos, verlos como a mí, dominados por el vértigo ante el final temido, fin de la pendiente que iniciamos cuando a un estúpido se le ocurrió esta actuación en directo como colofón de un festival de verano, con la promoción consiguiente, y ¡horror!, la grabación del momento, la perpetuación humillante de lo que puede poner fin a tantos años de prestigio indiscutible; se ve que pensó en todo en su ambición facilona este sátrapa, ¡este sátrapa envanecido, asesino de belleza; este diosecillo de la trivialidad novedosa cegado por el poder! Lo que no sabe, el alevoso, astro que brilla con luz robada, es que se labra su caída con la nuestra; bien, ha cortado por donde le parecía y ya en este momento se puede decir que ha troceado la gloria y el modo de vida de sus esclavos, porque ya nada volverá a ser como antes para ninguno de los que hoy nos exponemos, pero tan cierto es esto como que él caerá hecho un despojo de quirófano, un guiñapo de víscera sobrante reducido a su verdadera dimensión, al fin.

Nos quedaría tal vez nuestro amor por la Música, el dominio sobre la pieza seleccionada, por los años de práctica, para guiarnos entre tinieblas. Pero esta noche en que espero el final apoyado en el mástil de mi violín, me embargan, junto con las notas ya interiorizadas, la vanidad intuida del compositor, también sus pasiones, su cólera reconocida, los extravíos que le atribuyeron, su generosidad proverbial, su nombre, todo lo biográfico que habíamos conseguido abstraer hasta ahora de la admiración profunda y laboriosa consagrada a su música; de tal modo que ahora es selva tupida esta pieza ensayada, también. Así que me dirijo a los demás poco antes de salir, haciendo que concentren en mí los ojos que fijaban en las gradas. Compañeros, les digo, amigos: vamos a salir ahí como extraños especímenes recién capturados cuya evolución ha favorecido el desarrollo prodigioso de un solo sentido en detrimento de todos los demás; por más que hagamos, resignémonos ya, seremos vulnerables, indefensos y torpes. La prueba a que nos someteremos en unos momentos será, para nosotros especialmente, algo parecido a exponer a un compositor a la curiosidad pública en el momento del trance, sabiendo que lo que haga en esos mismos instantes, sin posibilidad de reconsideración o enmienda, será lo que permanezca para siempre de él, inalterable bajo la transparencia inclemente. Nos queda algo a favor, lo único: ya no merece la pena preocuparnos, no hay nada más en qué pensar; así que no estemos atentos a los demás ni al público, ni al resultado y sus consecuencias. Concéntrese cada cual en su instrumento y déjese llevar sin evaluar el momento, observemos los movimientos de la batuta y mecánicamente obedezcamos su guía. Sobra todo lo demás, incluso los sentimientos, múltiples y encontrados, con que nos ha abrumado esta aventura.

Y así veo a mis compañeros salir, uno detrás de otro, conservando al menos la entereza. ¡Cuánto los vuelvo a admirar en un momento, a mis queridos amigos, viéndolos colocarse a cada uno en su lugar! Yo también me he sentado y oigo los aplausos iniciales como de muy lejos, de un sueño, y así también, del mismo modo espectral, veo erigirse ante mí la figura del director. Me he aferrado al violín y procuro no pensar en lo que hago. Sigo adelante, como quien sigue la senda señalada en un plano sin saber dónde lo llevará, sin importarle si es erróneo o caduco el itinerario que contiene. No reparo en los ruidos ni en el silencio. Apenas fui consciente, al empezar, de voces lejanas más allá del escenario, de ruidos del tráfico en las inmediaciones que el silencio del público permitía captar. Luego dejé de oírlos, dejé de oír y de ver, en realidad, cualquier cosa. Y así me sorprende atónito, en un momento, el gesto del director, sonriente, animándome a levantarme, y con apremio insistente, ¿qué habrá podido pasar?; sólo le obedezco por imitación cuando veo que mis compañeros, indecisos, también se levantan de sus sillas según son señalados y alentados por el de la batuta. Al parecer, todo ha acabado. Hay un aplauso al que corresponde nuestro director, con saludos reverentes; es un aplauso que se prolonga y aumenta, quiere hacerse expresivo, una ovación atronadora para la que mis oídos no están acostumbrados, pero que me entibia los miembros y aligera mi circulación. Aparecen personas en el escenario. Lena y Matilde agradecen los ramos de flores que depositan en sus manos con una sonrisa alelada, recién salida del pánico. Nos interrogamos con miradas discretas, apenas de soslayo; los ojos de Matilde parecen recuperar el brillo afectuoso que le había conocido. Lena, la dulce Lena, se concentra en el ramo y lo huele, escondiendo la cara entre las flores. Los aplausos no han cedido y el escenario es ocupado aún por más personas. Una especie de comitiva agasaja al director. Hay flashes, voces, palabras de un lado y de otro que tal vez sean preguntas o felicitaciones. Nosotros permanecemos pasmados, arrimándonos unos a otros en tanto más nos rodean. Las ideas se agolpan y apenas llegan a ser inicios de preguntas en suspenso, antesalas del asombro: ¿qué efecto han podido hacer estos días de cercanía, roces y emociones sobre lo que ha ocurrido?; o por el contrario, ¿ha sido que a pesar de todo la vieja disciplina se ha impuesto sobre este caos de desesperanza? Veo a Marcel, a Klaus y a Arthur caminar con pasos lentos hacia donde nos conducen, casi arrancándonos del estado de parálisis expectante en el que nos hallamos, y animar tiernamente a Lena y a Matilde a emprender la marcha. Aun provistos físicamente de todos los sentidos, estamos como ciegos necesitados de guía, sumidos en una cápsula de estupor. Es comprensible: hemos vadeado una odiosa ciénaga a costa de anularnos. Yo, que vuelvo en mí por segundos y paulatinamente, me hago a la realidad inesperada que me rodea, sigo sin poder ver sino entre láminas de luz que se superponen y quiebran todo lo que miro; aunque la situación ya adquiere nitidez y consistencia real, aún no puedo ver al público que prolonga su estruendo entusiasta, no del todo, aún no puedo verlo porque estoy llorando.