Porque volvió la
cara hacia mí por única vez para burlarse y no sé porqué, la
mierda de vieja, porque me enfiló manteniendo la provocación con el
ojo de acá, porque nunca antes me había prestado atención y fue
esa vez, precisamente cuando me quedé mirando el interior del
cochecito que empujaba viendo que no había niño dentro sino un
triste muñeco en lugar de una criatura, un muñeco envuelto en una
frazada de papeles, cuando pensé qué triste, qué tragedia debe
haber aquí, y pensé también en la cantidad de veces que nos
habíamos cruzado sin que yo me diera cuenta de lo que llevaba en el
coche aquella vieja cubierta de harapos, mirando al frente siempre,
como embobada, y cuando voy y me apiado, cuando la tengo en cuenta
impresionado por aquel muñeco pelón, un juguete ya tan sucio como
las greñas de pelo gris que le caían a ella por la cara, va y se
burla con una media sonrisa y me mantiene la vista subiendo una de
las cejas, ¿tal vez por mi párpado caído? Fue sin pensar que, en
vez de ir a por ella, le arrebaté el muñeco, ella se sobresaltó
primero, lloriqueando, y le oí una voz joven y clara que no me
esperé antes de que intentara cortarme el paso hacia el malecón,
desde donde yo habría lanzado el muñeco al mar, hacia lo más
hondo, donde vaca no brama ni hijo por su madre llama, para que la
mirada aquella saliera de mí, de mi carne y de mis nervios. Me volví
hacia el muro dejándola a ella atrás pero volvió a alcanzarme y se
aferró a mis ropas, aunque ahora lloraba con un berrido de socorro,
un grito rajado antes de quedarse sin voz cada vez. La lancé fuera
de mí con un empujón y cayó sobre el terraplén donde nos habíamos
cruzado; yo golpeé la cabeza del muñeco contra el muro y el muñeco
lloró, esta vez fue el muñeco y no ella, un llanto grabado pero que
se oyó verdadero, ya que entonces se acercó la gente creyendo tal
vez que reventaba la cabeza de un recién nacido. Vi que se acercaron
los del Bárbara Bar, donde yo había estado alguna vez, una
de ellas escuchando a otro viejo, un pesado que me hablaba a mí,
pero también a todos los demás, contándome una historia de
matanzas en una aldea olvidada. Se acercaron también los jóvenes
que descansan todas las noches reunidos sobre el muro, fumando sus
porquerías, y cuando los vi que se aceleraban hacia mí, atendiendo
a los berridos de la vieja, corrí por el terraplén camino hacia la
barriada hasta alcanzar la pendiente, oyendo a mis espaldas a la
mujer mugrienta insultándome con su voz de mugre destartalada, yo no
la entendía como tampoco entendí del todo al viejo del bar, a ver
de dónde sale tanto viejo desquiciado y por qué la tomarán
conmigo. Corrí por los callejones empinados que atraviesan hasta la
montaña el barrio de casas ilegales amenazadas de demolición, trepé
por los muros agarrándome a las lascas de piedras adosadas y recorrí
azoteas por donde no podían verme, me colé por pasajes sin luz tan
estrechos que apenas habríamos cabido otra persona y yo si nos
cruzábamos, sólo mi sombra y yo, uno junto al otro, San Marcial y
San Marcelino van juntos por un camino. Camino arriba, al paso de mi
carrera, veía de refilón, entre aquellas construcciones desnudas e
incompletas, familias sentadas frente al televisor, dormitorios de
niños de verdad cubiertos con mantas limpias, cocinas provistas de
todo donde trasteaban mujeres y todo lo que mantiene el orden y la
confianza, y finalmente vi, estoy casi seguro, en una de las últimas
casas de las que ya van dando a la montaña, a dos mujeres frente a
frente que parecían estar acariciándose hasta que a mi paso una se
separó de la otra para acercarse a la ventana y correr la cortina.
Yo pensé córtese el susto, no se corte con cuchillo ni martillador
martillo, diciendo el ensalmo para ayudarme a correr siguiendo el
compás y también para desendemoniarme, y cuando empezaba a
reconstruir con detalle lo que apenas pude observar de golpe, el
sudor ardiente me llegó a los ojos, me tropecé con una carretilla y
caí como pude para no hacerme daño, y me imaginé a la vieja
llegando hasta mí con una taza de hierbas para los miembros
golpeados pero con ojos de mala intención.
Vi una casa que me
pareció vacía, sin luz ni ruidos; salté a una ventana apoyándome
primero con los codos, luego con los brazos, sentí que el cuello y
la espalda se me contraían, me recorrió un dolor cortante por un
costado pero me aguanté el grito, no oía nada atrás, ningún ruido
de persecución, pero podía ser por el nerviosismo de la huida, así
que me aguanté, contuve la queja como pude por los ángeles del
cielo y las misas del misal y las tres palabras fuertes que dicen en
el altar. Doblé el cuerpo y caí adentro, caí sobre el suelo en lo
que parecía una alcoba sin amueblar del todo, caí de espaldas por
el impulso que tomé dando una vuelta completa. Hice ruido con las
palmas de las manos abiertas con las que contuve el peso de la cabeza
y los hombros; también debí hacer ruido con el golpe de los talones
al quedar tendido pero no se abrió ninguna puerta, tampoco sentí
pasos de momento. En lo que respiraba con la boca abierta, ya por una
vez con el cuerpo abandonado y entregado a lo que pudiera pasar,
pensé de nuevo en aquellas dos mujeres sin camisa que se acariciaban
por la cintura y los costados mirándose fijamente, y a punto estuve
de reírme imaginando que me sorprendieran ahora caliente, pero se
me borró la imagen porque apareció la vieja en mi cabeza como
entrometiéndose en la escena de aquellas dos en sujetador; se me fue
el agrado pecaminoso y me vino de nuevo la pena, no la ira que me dio
ni el miedo que vino después sino esta pena sin sentido, si hubiera
visto a un niño de verdad en aquel cochecito no me habría conmovido
tanto pensando en la anciana que camina noche tras noche recorriendo
el mismo tramo cercano al malecón, viniendo tal vez desde muy lejos
o camino de algún lugar más lejano aún, en silencio y mirando sólo
adelante, ni siquiera al muñeco que ya no va a pasear más porque es
como si le hubiera matado un hijo, en eso no había pensado, si para
ella era su niño, uno perdido tiempo atrás o el que esperó siempre
sin poder tenerlo, yo soy un asesino igual que si le hubiera
desmembrado a un bebé de carne y hueso. Sigo estando en esa
habitación, oigo que suenan pasos pero estoy sin ganas de
levantarme, tal vez la casa esté ocupada en una parte mientras la
otra permanece en obras, tampoco sería de extrañar; he subido por
callejas empedradas, pasadizos de tierra y capas de cemento en vez de
asfalto, y he corrido entre casas de bloques desnudos que cubrían
interiores con luz y calor de costumbre. Tal vez la gente de esta
casa haya estado esperando para decidirse a buscar donde oyeron mi
caída pasada la sorpresa, o tal vez la partida de jóvenes haya
llegado hasta aquí y hayan dado aviso. No puedo ver más que unos
muros blanquecinos, una espátula, una brocha y un bote que huele a
pintura, un bulto que recuerda una cama y se me agolpan las imágenes,
la cabeza del crío quebrándose, los dos llantos que sacaban de
quicio, la gente que vi acercándose, yo convertido en alguien
conocido por unos gritos tras de mí. Alguien dijo “Es Álex”
pero no en eso había caído en la cuenta hasta ahora: alguien me
reconoció. Pudo ser un parroquiano del bar, alguno de los pocos que
supo mi nombre las veces que fui sin que estuviera el viejo de la
primera vez, aunque se le siguiera viendo en una de las fotos que
cubren las paredes donde están siempre en primer plano futbolistas
de ligas locales que se retratan junto al dueño, en una de ellas el
viejo largo y huesudo, el viejo de la voz profunda, cubriéndose la
cara y empequeñecido. Yo pensaba que más tarde o más temprano yo
estaría en una de aquellas fotos por simple ley de vida si seguía
yendo al Bárbara Bar, que me codearía con todos a mi manera
sin que me relacionaran ya con el viejo, sobre el que seguían
preguntándome porque después de aquella historia sangrienta que
contó ya no se le volvió a ver por allí, lo que sí está claro, y
no me cabe la menor duda, es que alguien dijo Álex y que tal vez
añadió mi nombrete, El Manigua, y en ese caso no podía ser
otro que mi compadre, el que traía esta noche género robado, ya ni
acordarme, el tipo roba por vicio y no por necesidad, ve alguna cosa
y no puede contenerse aunque luego no le sirva ni le apetezca. Si no
dejo de pensar oiré decir Álex sin que lo diga nadie, y estoy
asustado. No sé cuanto tiempo ha pasado y ahora se me hace extraño
lo ocurrido, y la huida desesperada cuando a lo mejor nadie corría
detrás de mí. Ya no sé si de verdad vi a aquellas mujeres
abrazándose por la cintura, o si ellas me vieron tal vez pasar como
un rayo y mirar un instante sin poder distinguir por la sorpresa, sin
querer molestar porque a mí qué me importa ¿no?, pero el infierno
es esto, molestar donde no lo pretendo, sembrar el recelo cuando
intento acercarme, que me ofenda la vieja cuando me compadezco y
acabar yo maltratando lo que más me conmueve, que se dirija a mí un
matusalén que no habla nunca con nadie para entretenerme con
crímenes y locuras a la vista de todos; que aparezca yo durante unos
abrazos que por otra parte tenían lugar con la ventana abierta y las
luces encendidas, pero creo que ni eso serviría en mí descargo
porque tal vez no baste hacer las cosas sin mala voluntad, que venga
todo a mí sin buscarlo, cuando se tienen estas espaldas cargadas de
mono, y este cuello, y esta calva y este párpado caído. Oigo ruidos
muy cerca, y murmullos, pero ya de quién; a esta hora se sabrá de
sobra que aquello era un muñeco aunque era un niño, hará tiempo
que la anciana habrá sido atendida, que las dos mujeres se hayan
desvestido totalmente y descansen desnudas si una de ellas no se ha
marchado hasta una próxima vez en que correrán por lo menos la
cortina, que se hayan apagado los televisores menos en algún
recibidor donde dura una reunión hasta altas horas. ¿Quién anda
por ahí, cada vez más cerca?, alguien que no puede pegar ojo; las
puertas de aquel bar se habrán cerrado y la chica que atiende habrá
acabado el paseo con el baboso que la ronda. Mi compadre no puede ser
porque ya me habría hablado en voz alta, y a esta hora habrá
despachado al hombre que roba por gusto temiendo perderlo para
siempre al no poderse cerrar esta noche ningún trato, al viejo
extraño se lo ha llevado hace tiempo el viento tirando de sus ropas
y no puede haber llegado hasta aquí para contarme historias de
muerte, qué tiene que hacer nadie aquí si hasta el Demonio, que
sabe me llamo Álex, me ha dejado de su mano porque, a ver, si el
recelo que causo en todos se ha convertido para mí en una manera de
estar, incluso una seguridad como si me temieran, como si vieran en
mí la marca de su pezuña, dónde está el pacto firmado para
garantizarme los honores del mundo, los placeres y las riquezas,
dónde la flor de las vírgenes y la castidad de las monjas o la
constante embriaguez. Ya podrían decirme quiénes son los que me
están agarrando, yo ya me he presentado, me llamo Álex como habrán
oído, así que suéltenme tanto si son adoradores de Baal o demonios
o ángeles, no tienen derecho a esto, sólo les veo el brillo de los
pares de ojos que me rodean como vi el brillo de la maldad en la
anciana mientras me mantenía una sonrisa que parecía ser disimulada
pero sólo para ofender más, o el de los ojos cubiertos de cejas
tupidas en el viejo que en el bar nos advertía de que el mal está
en todos pero en algunos más, y pueden estar seguros que era el
mismo hombre arrogante, entrado en años, con barba gris que seduce a
las herejes. Son señales de que lloverá fuego y las trompetas darán
entrada al grito que iniciará la gran demolición: déjenme de una
vez o díganme quiénes son, yo les he dicho que me llamo Álex, me
llamo Álex y conozco al Diablo.