martes, 1 de marzo de 2016

DON GEDEÓN Y EL COMETA


A don Gedeón no sólo le sobrevenían evocaciones del tango cuando intentaba enseñar Matemáticas; también le ocurría al revés, que se le colaban en la sesera los decimales o la suma de ángulos durante sus sesiones de baile. En esas ocasiones se ofuscaba, renunciaba a bailar y simplemente observaba sentado a una mesa de su local favorito, un bar nocturno en la zona portuaria que acogía sesiones de tango para aficionados y curiosos. Se limitaba entonces a escuchar la música. “Es otra forma de llevarlo”, se decía él. De todos modos, recordaba, el tango había empezado gustándole más bien como canto -¡esas melodías y esas letras inolvidables!- y sentado podía saborear aún más la belleza de esas joyas conocidas, y de algunas otras desconocidas que él no había descubierto ni en los discos de antes ni en el Youtube de ahora.

Con la copa delante, se dedicaba a mirar cómo iban llegando ellas al baile, locuaces y encantadoras, dispuestas a entregarse a unas cuantas horas de pasos ensayados, giros y casi contorsiones. Llegaban vestidas de calle, llevando en la mano el bolso ancho donde traían el vestido y los zapatos para la danza. Después las observaba entrar al baño o a un cuartito que el local había dispuesto y de ahí las veía salir transformadas, seductoras y más serias, a tono con el rito de pasión y tragedia que sus cuerpos iban a oficiar. Ellos, por su parte, solían llegar de la calle ya trajeados para la ocasión, algunos con ropa convencional y otros casi disfrazados con el sombrero ladeado, un pañuelo cruzado sobre el pecho y la chaqueta ceñida, como compadritos de antes; casi no saludaban ni miraban al llegar y permanecían callados con semblantes severos como estatuas precolombinas, hasta que ellas reaparecían a su lado deslumbrantes y misteriosas.

Gedeón era de los que prescindían de tanta impenetrable rigidez; saludaba, conversaba al llegar y, cuando no bailaba, daba rienda a que sus ojos se le fueran a un punto y a otro del estimulante espectáculo que le rodeaba. Sabía de todos modos que llegado el momento de bailar, entonces sí, tocaría hacerlo como si en cada pareja hombre y mujer no se vieran, ni les importara verse, convirtiendo el rostro en una máscara altanera extraña al deseo del cuerpo, a su estremecimiento o a su sudor.

Sólo rara vez alguna bailarina se dejaba llevar por el éxtasis de la música y el movimiento -cuando no del amor- evidenciando la emoción en su cara con los ojos entrecerrados y los labios fruncidos. Así lo hacía la última noche en el local una muchacha menuda de pelo corto y negro que bailaba sola; que lo hiciera vestida con suéter rojo y unos jeans corrientes permitía suponer que había venido en principio sin intención de bailar y que finalmente, aficionada sin remedio, había acabado cediendo a la fascinación del ambiente. Don Gedeón andaba todavía ocupado en repeler de su mente las últimas intromisiones matemáticas y tardó en darse cuenta de que aquella chica del suéter rojo bailaba con zapatillas de deporte, manteniéndose todo el tiempo de puntillas sobre sus pies para compensar la falta de tacones altos. Y distraído con los atuendos, los estilos y las proezas que se exhibían de un lado a otro, tardó aún más en verle la cara y darse cuenta de que, mira por dónde, se trataba de doña Rocío, la profesora de 3ºB.

Gedeón tuvo una reacción involuntaria: desplazó su silla un poco más allá de la mesa para ocultarse en la sombra de una pared cercana. ¿Qué intentaba ocultar? Él mismo se respondió que nada, por supuesto. ¿Rechazaba a doña Rocío, le caía mal? No, en absoluto. ¿Entonces, Gedeón, no te agrada este encuentro, que es toda una sorpresa? Uhmmm... no sé. Pues aclárate, se conminó. Ah, pues... es que Rocío (doña Rocío) pertenece al mundo del día y la obligación, ese mundo de niños, familias y convenciones forzadas; por el contrario, este otro mundo nocturno es el mío personal, esto es mi reino, o era mío hasta hace un momento y acaban de asaltarlo, ya no será lo mismo... ¡Gedeón, mira que eres maniático!, se recriminó él solito.

La observó con mayor detenimiento bajo la sombra protectora, primero con aprensión de asediado, después con curiosidad. Doña Rocío recorría la pista con pasos y posturas admirables sobre la punta de sus pies y sin bajar los talones al suelo, con una resistencia muscular considerable. Se habían esfumado por fin los últimos rastros de ángulos, decimales y fracciones, como por ensalmo. La muchacha giraba sola, en un desafío frente al absurdo de bailar sin pareja y sin la ropa adecuada. Seguía exteriorizando el entusiasmo íntimo que la embargaba con los ojos entrecerrados y la barbilla alzada. Tendrás que reconocer, Gedeón, que el tango no te pertenece en exclusiva, que ella gira en un mundo también propio y extraño, tal vez más que el tuyo. ¿Como no había sabido don Gedeón que doña Rocío tuviera tanta ley a aquella música, a aquellos movimientos? Es que en realidad no la conocía, reflexionó. Cada vez que él iba a hablarle, o que ella se dirigía a él para algo trivial o necesario, aparecía doña Sole, la de 4ºA, interrumpiendo; hablaba en su lugar o les cortaba el diálogo con arrumacos dedicados a Rocío: “¡Ay, con lo que vale y no tiene novio!”, exclamaba por ejemplo, haciendo prensa con la punta de los dedos en los mofletes de la muchacha, o regalaba en voz alta cualquier otra majadería, íntima o no (tanto le daba), que retraía a la chica hasta donde la joven no parecía reparar. Desde que doña Sole se le adhirió como una gemela, Rocío se había dejado proteger por ella anulándose, reduciendo el contacto espontáneo con el resto del mundo y haciéndose más frágil, ganada por las dádivas y las intrigas en que la ceñía la otra, más resuelta y astuta. Gedeón recelaba  de doña Sole, a la que veía labrarse una interesada influencia en todos los asuntos administrando con pericia cuchufletas, adulaciones y enredos.

Algo frágil y hermoso había en aquella danza en soledad, a pesar del valor decidido con que Rocío se exponía y a pesar del aguante de sus pantorrillas. Los focos móviles que recorrían la suave penumbra de la sala, recorriendo su cuerpo y su rostro la confirmaban como Rocío, la profesora, y la revelaban también como un insondable tesoro por descubrir. “Un cometa perdido en el planetario”, pensó Gedeón, que sin darse cuenta iba mudando su disposición de ánimo. Cambió el tema musical y doña Rocío no descansó: permaneció en la pista esperando lo compases de lo que sonó enseguida, el viejo y querido A media luz.

Corrientes tres, cuatro, ocho,
segundo piso ascensor,
no hay porteros ni vecinos.
Adentro cocktail y amor.

...no hay porteros ni vecinos”, prometían los versos de Carlos Lenzi, acentuados por los compases melancólicos de la orquesta, y resultaban persuasivos en aquellas circunstancias. Doña Rocío seguía evolucionando con fluidez sobre la pista, en apariencia dueña del curso de su trayectoria, sola pero libre del argot del trabajo, del sesgo reglamentario de cada jornada y de la masa de niños en fila o en avalancha; tan libre como él. 

Juncal doce, veinticuatro,
telefoneá sin temor.
De tarde, té con masitas;
de noche; tango y cantar.

Ya no podía ser de otro modo. Quedaba al fin el camino franco para el encuentro de dos libertades, por lo que pudiera suceder, o no, en la reserva de la media luz, entre giros solitarios que habrían de coincidir por casualidad en el Universo, sin más guía ni testigo que la voz que cantaba. Se levantaría de la silla, abandonaría el escondite y se le haría visible.¿Qué otra cosa cabía sino eso?

Los domingos, tés danzantes;
los lunes, desolación.

Los lunes desolación”, recordaba la letra; pues había que combatirlos, sí señor, había que ganarles la partida. Gedeón emprendió el camino hacia doña Rocío (o Rocío) despacio, sorteando las parejas y sus contorsiones, aproximándose como quien quiere evitar la brusquedad de una sorpresa y complaciéndose en el espacio, más reducido a cada paso, que faltaba para acercarse. Se detuvo clavado en el piso cuando vio aparecer de repente a doña Sole, que llegó antes que él a Rocío. “¡Rediez, la que faltaba!”, berreó Gedeón internamente. No la había visto venir. Tenía los hombros esquinados y el culo contraído, la Doña Sole. Estaba trajeada de hombre, de compadrito, con el sombrero a un lado, el pecho bajo un pañuelo ostentoso, las manos en los bolsillos de la chaqueta y los codos como quillas atropellando a un lado y a otro. Cogió a Rocío de un brazo y empezaron un tango a dos. Doña Sole no tenía la gracia ni la cadencia que sobraban a Rocío, que giraba delante de ella, la envolvía con una pierna, deslizaba los pies a un lado y a otro hasta abrir casi del todo las piernas,cargando coon el esfuerzo del baile. Las dos, pétreas y glaciales en apariencia; las dos, jugando a no verse ni reconocerse, con el ademán de una obstinación ciega e inconsciente, daban el espectáculo más inesperado, sobre todo para don Gedeón.

Camino a casa, rehuyó especular sobre las probabilidades estadísticas de que algo así pudiera pasarle a uno, como a él le había pasado. Se había desvanecido un cometa a pocos metros de sus narices. Le empezaba a doler la cabeza y le atormentaba amargamente la duda sobre sus futuras noches de tango. Cómo podría afrontar en adelante, y en su local amigo, lo que iba a ser ya sin duda una invasión colectiva, la contaminación de su aire y la pérdida del íntimo sabor de cada copa.