Mi poco
evocadora memoria retiene con cierta plasticidad y detallismo los antiguos
conciertos de la TV en blanco y negro, las horas de música de gala donde por
adicción al aparato la familia no apartaba la vista de la pantalla, en espera
de otro programa que interesara más. Recuerdo que, junto al desinterés,
provocaban una veneración supersticiosa del tipo “eso tiene que ser muy
importante porque no lo entiendo”. Y, se suponía, aquello sólo lo debía
apreciar la gente entendida, la que sabe en qué momento preciso es lícito
aplaudir, toser, carraspear o quejarse de algo. Gente fina.
Esa
impresión quedaba reforzada por el despego con que los directores de orquesta
miraban a un lado y a otro al entrar en la sala que por obligado decoro los
aclamaba con discretos aplausos o con golpecitos de arcos sobre los atriles
musicales. Solían ser viejos y adustos –o me lo parecían a mí, aún ebrio de
infancia- cuando no obesos de gordura mayestática. Hieráticos, imponentes, las
cámaras de televisión llegaban a captarlos dirigiendo miradas de reprimido
furor a los errores de los músicos de tan distinguidas orquestas. Yo los veía
abrir exageradamente los ojos mientras dirigían la música, y endurecer el
mentón de sus rostros implacables. Y era tal la altivez de sus miradas
fulminantes, tal el alboroto de sus greñas hechas relámpagos, tal la violencia
de sus batutazos al aire que parecía que todo ello fuera dirigido a sus pobres
músicos o a la miserable realidad que representaba el público encopetado, por
más que aquel público supiera cuándo y cuándo no se debía aplaudir.
Para
castigar la incomprensible, ofensiva arrogancia, y evitar la pesadez, mi
ingenio infantil recurría a la mágica solución de bajar del todo el volumen a
la tele. Entonces, los músicos de la cuerda, con sus arcos súbitamente mudos,
parecía que estuvieran serruchando queso; el del triángulo, que intentara
venderte un pájaro que ya había echado a volar; los de los instrumentos de
viento, con toda la cara hinchada, que intentaran inflar un globo roto… y todo
aquello era tanto más cómico cuanto mejor se conjuntaban y actuaban al unísono.
Hasta el pianista, que parecía estar diciendo siempre que sí a su reflejo en la
madera del piano, daba esa impresión de absurdo y mecánico acuerdo… Y el
director de nuevo… ¡allí estaba!, ya desenfrenado en su furor, creando
corrientes de aire con su melena despeinada, lanzando rayos como un Júpiter a
diestro y siniestro.
Esa era mi
mejor relación con la música clásica. Pero no tardarían en cambiar las cosas.
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