Me gustaría
haber conservado aquella fotografía reproducida a toda página en una revista de
arte. Me reprocho a menudo acumular en exceso libros, periódicos y revistas
(ahora, por último, documentos digitales) que a veces ni recuerdo tener;
amontono cosas de las que me cuesta desprenderme y es bien seguro que acaban
estorbando, agobiando incluso, pero cuánto me he arrepentido de haberme
deshecho de otras que luego he echado en falta de por vida, porque sé casi
improbable que las vuelva a tener, a ver siquiera, o a oír.
Una hoja de
árbol caída, una hoja cualquiera, centraba aquella fotografía en blanco y negro
que encuadraba apenas el extremo de un tubo de escape. Era una foto con un
perfecto contraste y un acertado aprovechamiento de la luz difusa. En la
entrada del tubo de escape, como si hubiera quedado pegada o prendida por la
mínima, se apoyaba la hoja minúscula, una hoja vulgar que en medio de la escala
de grises lucía un viraje en sepia oportuno, no sólo porque el sepia sea el
color de lo oxidado o marchito sino porque, sin aquella superficie parduzca
inserta en el contexto gris, la foto hubiera quedado insípida. Quien tomó aquella
foto pudo tener el hallazgo de varias maneras: quizá “vio” al instante el
conjunto augurando los matices, el recorte y el efecto final de la hoja virada
en sepia, que tal vez se le presentó ya seca, produciendo en la realidad un
efecto parecido al que produjera en la copia. También es posible que atendiera,
en el momento de disparar, únicamente al anónimo prodigio de una hoja sostenida
al filo de un tubo de escape antes de que un pequeño movimiento o un golpe de
aire accidental la obligaran a desprenderse de su inestable reposo, con lo que
la foto, aun siendo la plasmación de algo inanimado, tenía algo de apunte a carbón
repentino en su chocante quietud. También pudo no ser tomada la instantánea a sabiendas, sino descubierta posteriormente sobre
una copia revelada en papel como detalle imprevisto de una escena mayor. De
cualquier modo, alguien tuvo que darse cuenta en algún momento de lo que
aquella insignificancia produciría una vez aumentada, hábilmente encuadrada y
retocada en lo justamente imprescindible.
Me encantaba
aquella foto, y la tuve por mucho tiempo de modelo de lo que es la capacidad de
ver, de saber ver más allá de los consabidos motivos. En cuántas escapadas con
la cámara al hombro y el asombro embotado, sacando fotos de ocasión o a
edificios, o a rostros emblemáticos, o a crepúsculos sangrantes, no habré
pasado de largo junto a hojas caídas sobre el filo de un prodigio u otros
imperceptibles milagros de la piedra o el metal, de la vegetación, del mismo
aire o de los gestos, y sin haberme dado cuenta.
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