Viena es
ventosa; tal vez su nombre venga de viento, Wind.
El viento acelera el fuego, y no hay catedral que se haya librado de uno o dos
incendios en su historia. Yo incluso diría que, más que simplemente ventosa,
Viena es propiamente viento. Cómo explicarse si no esta constante confusión de
elementos dispares de la cultura que se han dado cita entre nosotros. Esta
Catedral, sin ir más lejos, de fachada románica, es gótica en todo lo demás
pero con el añadido de que sus altares son barrocos, como lo fueron en todas la
iglesias de esta Austria donde, con fervor papista, se puso dique al
luteranismo. Sin embargo, mucho antes de la Reforma de Lutero, nuestros cuaresmalistas ya se habían opuesto al
comercio de las indulgencias, la corrupción del clero y la fanática veneración
a las reliquias. Curiosa paradoja entre tantas.
También el
Diablo ha hecho su contribución a convertirnos en encrucijada trágica. Ya desde
los primeros tiempos embaucaba en sus pactos a los aprendices de obra, bien
prometiéndoles el corazón de la hija del maestro albañil o la victoria en el
concurso por la más bella cerradura de la Catedral. El Diablo se aprovecha de
las engañosas apariencias que los mortales le han adjudicado. El monje Roberto
el Lampiño aseguró haberlo visto con cuello flaco, dientes de perro, ojos
negrísimos, orejas en punta, joroba abultada y tensas nalgas. El Diablo, sin
embargo, se nos ha hecho visible en la ralidad, en la persona de Solimán el Magnífico y sus
ejércitos; también se ha manifestado en las
botas de los ejércitos napoleónicos y en la invasión de las cruces gamadas. El
8 de abril de 1945 una bomba incendiaria hizo arder una casa próxima a San
Esteban. El viento norte y el clima de aquellos días secos envolvieron durante
días en la misma llama la casa y la iglesia, justo cuando se hallaban rotas las
tuberías de los acueductos. Había cadáveres abandonados en las calles y los
hambrientos devoraban la carroña de los caballos. Muchos vieneses se refugiaron
en los sótanos de la Catedral incendiada, algunos escondidos en los recipientes que
contienen los restos de los Habsburgo.
Yo vigilo
esos sótanos y todas las entrañas del edificio. Recorro una topografía de
túneles estrechos e intrincadas galerías que van desde los cimientos hasta el
campanario. Oigo desde aquí las voces del interior y los ruidos de la ciudad. A
veces no puedo evitar asomarme con precaución a un ventanuco cercano al trono
de la “Virgen de la sirvienta”, pero con cuidado, asomando apenas la cabeza y
algo del torso, materializándome en un relieve. Quiero comprobar, escuadra en
mano, que todo se mantiene seguro, que las paredes y las columnas sostienen
bien el peso que reparten, en todas direcciones, los arcos majestuosos en lo
alto. Llevo haciéndolo siglos sin que nadie me descubra y, según acabo la
inspección, me vuelvo a esconder. Sólo un ser me ha visto y me ha hecho
detenerme inoportunamente. Lo encuentro al asomar la cabeza y me saluda. Acto
seguido me confía todas sus andanzas en Viena; es un extranjero de paso. Sabe
que soy Anton Pilgram, arquitecto. Dice que confía en mí por mi
posición y mi desvelo. Más de una vez me interroga sobre el vino Reifenbeisser con
que se empastaron los morteros que soportan el edificio, parece que eso le
interesa mucho. Me vuelve la cabeza del revés preguntándome banalidades de la vida
social a las que, ocupado como he estado siempre, no he podido prestar
atención. Quiere saber de las bodas Haydn, Mozart y el hijo Strauss, que se
celebraron aquí; que si Wolfang Amadeus tocó aquí el órgano en el bautizo de todos
sus hijos, que si también interpretó sus obras con él Ludwig Van Beethoven. Me
sorprenden su extraña curiosidad y sus visitas, y no deja de llamarme la atención este sujeto con barba y lentes, pese a la suspicacia que también me produce. Podría ser el Diablo, por qué no. Lo cierto es que siempre logra retardar
por unos minutos mi vuelta a las interioridades del edificio. Dice que se llama
Eduardo.
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