jueves, 20 de agosto de 2015

Tinto de verano. Y EL MAR, COMO SI NADA

Tendido aún sobre la toalla con los ojos cerrados, me podía creer que el mar ya había desaparecido, al menos en aquella playa extensa, y que el líquido que ocupaba su lugar era el sudor de los bañistas, que no dejaban de transpirar ni cuando se daban el chapuzón. No se recordaba una temperatura igual y parecía que la Tierra se hubiera acercado más al Sol. Pero abrí los ojos y comprobé que el mar seguía allí, como siempre, con un azul definido bajo aquella luz cegadora que amenazaba con decolorarlo todo. Sólo había cambiado la orilla, ocupada por cientos de personas que habían preferido tenderse al borde del mar a seguir tomando el sol sobre la arena seca. Vi innumerables toallas vacías, extendidas sobre el playón junto a bolsos de playa y sin gente. Los bañistas que aún seguían ocupando sus toallas, aislados, parecían náufragos aferrados a la tela como a una balsa que les evitaba achicharrarse.
Giré la vista a la izquierda para echar un vistazo a Gladis, que aún se enjuagaba el cuerpo a lo lejos bajo un chorro de agua sin sal. La luz era cegadora y el sol dejaba en las retinas espectros rojizos que destellaban formando dibujos. Aún así la veía con claridad, girando bajo el chorro, volviendo a remojarse la palma de un pie, luego la del otro, ahora los empeines, más tarde las rodillas; la veía estirarse las partes de arriba y de abajo del bikini para para que el agua entrara en su interior y, finalmente, remojarse el pelo ladeando la cabeza bien a la derecha, bien a la izquierda. Atríbuí a un error óptico explicable por el deslumbramiento y la distancia que aquella melena húmeda y oscura me pareciera menos espesa que otras veces. Para ser el día que era, el chorro estaba muy lejos de donde nos habíamos situado. La gente que abandonaba la arena pasaba delante de mí con las chanclas puestas para protegerse los pies, y los papás extendían las toallas en lo alto, como doseles, para proporcionar en el camino sombra a sus niños. Gladis debió aceptar cuando le propuse apenas poco antes marcharnos de la playa andando calzados y, al menos por aquella vez, quitarnos la arena del cuerpo a base de toallazos antes de llegar al coche. Pero no cedió.
Sólo cerré un momento los ojos, tan sólo un momento, para descansar la vista. Los abrí de nuevo pensando si ella habría reanudado toda la operación de enjuague de su cuerpo de arriba a abajo, de abajo a arriba, o si ya vendría de camino como pudiera, sobre la arena ardiente. Ni una cosa ni la otra: estaba paralizada sin atinar a salir de la plataforma bajo el chorro de agua. Tuve la impresión de que faltaba aún más cabello en su melena oscura y que toda ella se había reducido. Sin creérmelo cabalmente pero alarmado, me puse en pie sobre mis chancletas para ir a su encuentro, llevando en una mano las de ella. Creí que, con los pies protegidos, iba a ser del todo practicable caminar sobre la arena pero bastó dar los primeros pasos para sentir que el calor estaba traspasando las suelas de mi calzado. La vaharada espesa que me envolvía dificultaba respirar a pleno pulmón; sobre la cabeza y los hombros parecía tener el efecto de una una lupa gigante que aumentara los rayos del sol sobre toda la playa. Caminé acelerado y torpe, intentando mirar al mismo tiempo hacia ella, sorteando las toallas abandonadas a mi paso y las que aún tenían encima a sus dueños. Tropezaba con los objetos dejados acá y allá y con las pequeñas elevaciones de arena. Hacía visera con las manos sobre mis ojos y comprobaba que Gladis seguía reduciéndose. El chorro de agua del que aún no salía humeaba visiblemente sobre su cuerpo. Precipité el paso lo que me fue posible, trastabillando, jadeando, cayendo alguna vez de rodillas y levantándome con dificultad. Lo que fuera que le ocurría a Gladis aceleraba sus efectos a cada paso mío; consternado, ya no sólo resoplaba por el esfuerzo físico sino también por la preocupación. Alcancé la plataforma bajo el chorro cuando apenas quedaba de ella una amasijo caído entre las prendas de bikini. Se había derretido.
Cuando alcé la vista escudriñando a un lado y a otro para participar mi desolación con el semblante desencajado -a aquella gran concurrencia dispersa e indiferente- divisé sobre la extensión de arena una colectividad de seres reducidos, como una raza nueva que hubiera sustituido a la anterior, arrastrando prendas de ropa y objetos que les quedaban enormes. Yo mismo sentí como un abrigo denso la camisa abierta que me había puesto encima y tuve de repente que sujetarme el slip para que no se me deslizara piernas abajo. El mar seguía tan azul.


sábado, 15 de agosto de 2015

Tinto de verano: A LA VISTA DE CÁMARAS OCULTAS



No puedo pensar en cámaras de seguridad sin desear cometer un delito. Están en todas partes esos ojos electrónicos que permanecen invisibles, agazapados ante la ceguera o la indiferencia atolondrada de la gente que no piensa que está siendo grabada, pero todas esas horas de imágenes confusas se quedan en nada si no ocurre una paliza en un aparcamiento, una colisión de vehículos, un asalto violento o el enfrentamiento de dos bandas futboleras armadas hasta los dientes. Me angustia no controlar ni aprovechar ningún plano, ningún sonido de esa otra existencia mía, desconocida, de escenas fugaces y fantasmales.
A veces entro en alguna joyería sin el propósito de comprar nada, ni de llevarme nada. Son espacios refinados y silenciosos que merece la pena visitar para aprender y admirarse, como museos, y a los que supongo más dotados de cámaras de seguridad que encuadran el menor recoveco. He estado visitándolos para aproximarme a la remota probabilidad de que yo fuera la avanzadilla de una banda de guante blanco que esperara mi señal para entrar y desvalijar con virtuosismo; acercarme tan sólo a la imaginaria circunstancia de que repartiría después con los demás, tras un asalto relámpago, en la plataforma de un gran furgón clandestino; gozar con la sabrosa conjetura de que nos dispersaríamos después, cada uno con su parte, hasta el destino final en alguna isla del Caribe, acompañado yo de una joven cómplice, exótica y fatal. Así hasta esta vez, en esta última joyería, donde la naturalidad amable, profesional y en apariencia confiada con que me ha atendido una mujer muy bien vestida, ha desentonado de tal manera con la intención retorcida e inmadura que me había traído aquí que con esfuerzo he podido reprimir una risotada nerviosa, con esfuerzo y una mueca desconcertante. Ahí me ha dado vergüenza y habría desistido de estos devaneos de delincuente si no llego a reconocer en el hombre embalsamado en gomina y acompañado de un portafolios que en otro mostrador preguntaba por un collar a M.R.P., viejo condiscípulo de Instituto.
Desde hacía años y años no lo veía sino en los medios de comunicación. Se ha pasado la vida encaramado a cargos institucionales, saltando de uno a otro. De paso, ha estado encausado por tráfico de influencias y otros asuntos feos pero ha logrado eludir los cargos con una buena defensa. A mí no me la da. Cuando le he oído alguna vez en televisión, le he reconocido ese timbre de voz impostado, algo pastoso y gutural que empleaba para ganarse a los profesores con comentarios de fingida trascendencia, adaptados en cada caso al gusto del docente de quien pretendía obtener un redondeo favorable de la nota o incluso un punto de favor con el que mantener la calificación media. Con esos talentos ha hecho carrera toda su vida. No necesito pruebas: tipos como él son la pasta o el caldo básico de lo que después, a veces, acaba en los tribunales. Están hechos para eso, tanto en la vida pública y asociativa como en el sector privado, o en esas franjas turbias en que ambos mundos se confunden. No estaría de más caerle encima, inmovilizarlo y hacerle confesar las tropelías a cogotazos después de hacerlo chillar como a un gorrino. Esa confesión quedaría grabada por alguna cámara de seguridad, no sé cuál pero alguna habría. Sería delinquir, pero por una buena causa, como si yo fuera un robin hood de los bosques electrónicos. Habría que prepararlo bien, tendría que conseguir su confesión con datos inequívocos, incontestables, sólo conocidos por él, no vaya a ser que alegue haber hablado sólo por coacción. No estaría mal, insisto. Lo prepararé todo a conciencia siguiéndolo, aprendiéndome sus itinerarios, sus relaciones y actividades; tendré hacerme el encontradizo explotando recuerdos escolares y de aquí a un cierto tiempo quién sabe, quién sabe, tal vez llegue la hora, al fin, la hora de dar cumplimiento no a uno sino a dos de mis íntimos deseos.

jueves, 13 de agosto de 2015

Tinto de verano. CUESTA ABAJO


Las celadoras se han vuelto a quejar a las monjitas. Son jóvenes, inseguras y se alteran por nada o casi nada. Están con la mosca detrás de oreja porque insisto en que me dejen sobre la pendiente de césped a la hora de tomar el sol, con la silla de ruedas frenada. Más allá de la pendiente están los huertos parcelados donde permiten cultivar a algunos internos frutos y hortalizas. Y más allá, el vacío. O, para ser más exactos, el pequeño risco, el batacazo seguro si bajas rodando por la pendiente cogiendo velocidad. Ellas temen que yo esté maquinando un suicidio y así un día cause un problema a la que tenga vigilancia.
Las monjitas las tranquilizan. Les aseguran que apenas es una rabieta que me dura desde que me requisaron las revistas porno. Es verdad que me las descubrieron y me desposeyeron, las cabronas. Pero ellas también se equivocan, esto no tiene nada que ver con las revistas ni con que desde entonces Asuncionita se niegue a jugar conmigo al cinquillo, escandalizada. En realidad, esquivo a Gorka, que le tiene miedo a la pendiente de césped, aunque es poco inclinada. Gorka se ha dedicado por último a, según dice, descubrir a los cuerdos que se nos han infiltrado. Asegura que cada vez son más; cada vez me revela más nombres y no comprendo cómo no sospecha todavía de mí. Para Gorka, los cuerdos son el origen de todos los males, las envidias, las luchas de poder, el crimen, la codicia. Se están infiltrando para contagiarnos su maldad y para seducir a las monjitas. Lo peor de Gorka es lo que especula cavilando en voz alta, repasando las costumbres y los gestos de alguien hasta que al fin descubre que es un cuerdo. Y me ha escogido para confiarme todas sus sospechas. Casi diría que me va a volver loco, pero no sé si eso es todavía posible.
Le pregunto si ha dado cuenta al psiquiatra de la residencia de que los cuerdos nos invaden. Me dice que ni hablar, que no es un delator, que a ver qué me he creído... Y, además, el psiquiatra los habrá descubierto, deduce, porque él también está cuerdo. No sé yo; el psiquiatra este también es muy joven, se está enfrentando a lo que da de sí la realidad después de los estudios. Yo lo tengo desconcertado, como a otros. Lo que observa en mí no se corresponde con mi expediente. Y es que aquí adentro he conocido a tantos, tantos de los que recuerdo las fijaciones y las extravagancias y las cantinelas, que los puedo imitar. Tengo un gran repertorio y en cada caso escojo la personalidad que me parece, a ver si no cómo soportaría el tiempo, si no te dejan tener ni las revistas porno. Para los terapeutas que he conocido aquí habré pasado de ser histriónico a obsesivo, dependiente o qué sé yo. Los efectos de las distintas medicaciones también ayudan a que vaya de un mundo a otro burlando el control y la rutina. Lo malo es que todo empieza a repetirse y ya casi nada ofrece novedad que alivie tantas horas. Normal: es que aunque a Gorka se le haya olvidado con el paso de los años, esto no es un psiquiátrico sino un asilo de ancianos; con el tiempo, el aburrimiento y la senilidad, a ver quién distingue a un pirado de un matusalén.
Al final van a tener razón las celadoras: cuando se me agoten las diversiones, podré en cualquier momento quitar el freno a la silla de ruedas sobre la pendiente, cogiendo una velocidad endiablada. Eso sí, en la bajada llamaré a Gorka sabiendo que le tiene miedo a la inclinación del terreno: “¡Gorkaaa, socoooorro!”. Y, después, no sé.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Tinto de verano. CORO A BOCA CERRADA

Por su apariencia y estilo, seguro que aquel viejo café tenía una historia ilustre, una historia de culto repleta de nombres propios, aunque en sus paredes no hubiera fotografías que lo acreditaran. Era un café discreto y por eso me gustaba aún más, no deseaba conocer su pasado. Los camareros te dejaban en paz después de atenderte; si no los llamabas, tenían la buena costumbre de no acercarse a preguntar cómo estaba todo, o si deseabas algo más. Eran silenciosos, antañones, uniformados con chaquetillas blancas y entrenados en sostener con elegancia las enormes, redondas bandejas plateadas. Era el mejor lugar para agotar el periódico saboreando un coñac.
No sólo no había televisión. Nadie sacaba un móvil ni una tablet allí dentro, aunque no hubiera prohibición expresa de hacerlo, y nadie hablaba en voz alta. Cada mesa -mármol y arabescos- era un islote aparte y apartado, una historia única entretenida con un café, una infusión o una copa; conversaciones susurradas o reservados silencios de concentración y olvido.
Yo respondía con discreción a la discreción del establecimiento. No le decía a nadie que iba allí, ni que frecuentaba el distrito. Quería mantener mi relación con el local al margen del trabajo que ya sabía no me darían por contrato al final del periodo de pruebas por el que llegué a la ciudad. Tampoco lo mencionaba en mi correo ni en mis mensajes online, en tanto que sí daba noticias con detalle de todos mis demás movimientos y rutinas. Llegaba, respondía al saludo de algún camarero, o de la señora que controlaba tras la registradora antigua, y escogía una mesa. Me sentaba, me deshacía del abrigo, desplegaba el periódico y cuando venían a preguntarme pedía mi coñac, siempre la misma marca. Aunque la secuencia era invariable, me agradaba que no me preguntaran nunca “¿Va a ser lo de siempre?”. Siempre se dirigían a uno como si todo empezara en cada ocasión y nada hubiera que darse por supuesto; me parecía el modo más distinguido de evitar una familiaridad innecesaria, y se compadecía mejor con la anónima simpatía no sujeta a compromisos de un viajero de paso con la ciudad que descubre.
Al principio, cada vez, dejaba divagar la mirada de los titulares del periódico a los ocupantes de las otras mesas, sus gestos, sus bisbiseos por momentos reconocibles, formando una estampa intemporal; ya reconocía en ellos a algunos habituales: dos señoras mayores que se sentaban una junto a la otra y se escuchaban inclinando siempre la cabeza hacia la que hablaba, como si se estuvieran confesando. En un grupo de hombres con aire bohemio estaba siempre presente una guitarra acústica que ninguno hacía sonar. Los de mayor gravedad era una pareja chico y chica que lucían prendas oscuras, incluso en días de calor; no abandonaban la seriedad en todo el tiempo de sus encuentros, a veces acompañados de cuartillas escritas sobre las que se intercambiaban comentarios.
Cuando al fin entraba de lleno en la lectura del diario, página a página, favorecida por un agradable estado de concentración, lo hacía removiendo suavemente el coñac, cubriendo el fondo de la copa con la palma de la mano para mantenerlo en la buena temperatura durante unos diez minutos, lo  saboreaba y dejaba la copa sobre la mesa, hasta la próxima. Sin proponérmelo, llegaba siempre al final del periódico coincidiendo con el último de los espaciadísimos sorbos que daba al brandy, en una sincronización que parecía confirmar una tácita armonía establecida entre el local antiguo, el coñac, el periódico, el personal, los ocupantes de las mesas, la apacible hora, yo mismo, y todos estos elementos entre sí. Formábamos, a nuestro modo, un coro a bocca chiusa, un coro a boca cerrada, como el de Madame Butterfly.
La última vez que abrí el periódico en aquel café me topé con el reportaje de una sección veraniega que hablaba de aquel local, de su historia, de viejas tertulias, de artistas bohemios, de escritores y de algún que otro conspirador. No eran muchos los nombres y a la mayoría de ellos se les podía relacionar con otros cafés más famosos, por lo que -imagino- habrían estado allí de paso alguna vez, si no abandonaron el lugar en favor de otros establecimientos con más pujanza. Daba igual, nada sería lo mismo después de la lectura de aquel artículo. También me enteraba, por la lectura, de los fundadores y de los sucesivos propietarios del sitio. Acababa de ocurrir algo desconsolador: el periódico, uno de los integrantes de aquel coro a boca cerrada, había cargado contra los demás: contra aquel espacio, contra mí... traicionando. El café y sus ratos en él habían pasado a engrosar el mundo del dato y de la anécdota; ya podría hablar de todo ello, entretener e ilustrar, tenerlo como referencia de mis itinerarios de viaje, pero se había perdido lo inefable. Para siempre.
Antes de marcharme, me giré en la puerta para ver por última vez a los camareros, el mostrador, el biombo, los percheros de madera, los grupos en torno a las mesas, y me agradó pensar que había escogido aquel antro de calma por las mismas razones que lo prefirieron sus primeros parroquianos. Salí afuera, a la tarde soleada, y aquella ciudad que habitaba aún por unos pocos días, la ciudad que me aprendía a base de perderme en ella mirando a un lado y a otro, se veía más completa: había recuperado un hueco en el plano, una zanja de valor histórico -el café antiguo- como un rico yacimiento bajo una construcción derruida, el tesoro que yo le había estado disputando.