jueves, 13 de agosto de 2015

Tinto de verano. CUESTA ABAJO


Las celadoras se han vuelto a quejar a las monjitas. Son jóvenes, inseguras y se alteran por nada o casi nada. Están con la mosca detrás de oreja porque insisto en que me dejen sobre la pendiente de césped a la hora de tomar el sol, con la silla de ruedas frenada. Más allá de la pendiente están los huertos parcelados donde permiten cultivar a algunos internos frutos y hortalizas. Y más allá, el vacío. O, para ser más exactos, el pequeño risco, el batacazo seguro si bajas rodando por la pendiente cogiendo velocidad. Ellas temen que yo esté maquinando un suicidio y así un día cause un problema a la que tenga vigilancia.
Las monjitas las tranquilizan. Les aseguran que apenas es una rabieta que me dura desde que me requisaron las revistas porno. Es verdad que me las descubrieron y me desposeyeron, las cabronas. Pero ellas también se equivocan, esto no tiene nada que ver con las revistas ni con que desde entonces Asuncionita se niegue a jugar conmigo al cinquillo, escandalizada. En realidad, esquivo a Gorka, que le tiene miedo a la pendiente de césped, aunque es poco inclinada. Gorka se ha dedicado por último a, según dice, descubrir a los cuerdos que se nos han infiltrado. Asegura que cada vez son más; cada vez me revela más nombres y no comprendo cómo no sospecha todavía de mí. Para Gorka, los cuerdos son el origen de todos los males, las envidias, las luchas de poder, el crimen, la codicia. Se están infiltrando para contagiarnos su maldad y para seducir a las monjitas. Lo peor de Gorka es lo que especula cavilando en voz alta, repasando las costumbres y los gestos de alguien hasta que al fin descubre que es un cuerdo. Y me ha escogido para confiarme todas sus sospechas. Casi diría que me va a volver loco, pero no sé si eso es todavía posible.
Le pregunto si ha dado cuenta al psiquiatra de la residencia de que los cuerdos nos invaden. Me dice que ni hablar, que no es un delator, que a ver qué me he creído... Y, además, el psiquiatra los habrá descubierto, deduce, porque él también está cuerdo. No sé yo; el psiquiatra este también es muy joven, se está enfrentando a lo que da de sí la realidad después de los estudios. Yo lo tengo desconcertado, como a otros. Lo que observa en mí no se corresponde con mi expediente. Y es que aquí adentro he conocido a tantos, tantos de los que recuerdo las fijaciones y las extravagancias y las cantinelas, que los puedo imitar. Tengo un gran repertorio y en cada caso escojo la personalidad que me parece, a ver si no cómo soportaría el tiempo, si no te dejan tener ni las revistas porno. Para los terapeutas que he conocido aquí habré pasado de ser histriónico a obsesivo, dependiente o qué sé yo. Los efectos de las distintas medicaciones también ayudan a que vaya de un mundo a otro burlando el control y la rutina. Lo malo es que todo empieza a repetirse y ya casi nada ofrece novedad que alivie tantas horas. Normal: es que aunque a Gorka se le haya olvidado con el paso de los años, esto no es un psiquiátrico sino un asilo de ancianos; con el tiempo, el aburrimiento y la senilidad, a ver quién distingue a un pirado de un matusalén.
Al final van a tener razón las celadoras: cuando se me agoten las diversiones, podré en cualquier momento quitar el freno a la silla de ruedas sobre la pendiente, cogiendo una velocidad endiablada. Eso sí, en la bajada llamaré a Gorka sabiendo que le tiene miedo a la inclinación del terreno: “¡Gorkaaa, socoooorro!”. Y, después, no sé.

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