Desde
hacía tres noches su señora se dormía con un brazo en alto y el dedo medio de
la mano señalando al techo, tieso. En las dos ocasiones intentó despertarla
hablándole, sacudiendo sus hombros con suavidad y cacheteándole las mejillas
para averiguar qué le pasaba. No hubo resultado. Y en las dos ocasiones,
también, el sueño lo venció impidiéndole comprobar qué ocurría con aquel brazo
y aquel dedo de su pareja durante toda la noche. Tanto la primera como la segunda
vez la mujer amaneció relajada, sin ningún síntoma de cambio y concentrada
serenamente en su rutina, así que de momento el marido prefirió no referirse al
brazo en alto ni preguntarle nada al respecto.
Pero esa
noche tercera, al hombre se le vino a la cabeza la tradicional siesta que
practicaban los curas de cierta orden religiosa: sentados y con las llaves en
alto, sostenido el llavero por una de las manos, se dejaban adormecer sesteando
en apacible duermevela; cuando el brazo caía por el sueño y las llaves tintineaban
despertándolos del todo, daban su siesta por concluida. Y de ese mismo modo
decidió él controlar su propio sueño, sosteniendo las llaves en alto hasta que
el ruido lo despertara y así saber si la posición dormida de su mujer había
variado a lo largo de la noche. Pero, al observar de nuevo a su esposa dormida con
el brazo en alto y el dedo medio estirado, le hizo gracia esta vez y se aprovechó de aquel dedo tieso ensartándolo por el aro del llavero cargado con las llaves de
la casa, las del coche y algunas otras más. Si el brazo de su legítima caía o
cambiaba la posición, el tintineo sería casi estridente en el silencio de la
noche y, al menos, él despertaría.
Y
despertó; el reloj de sobremesa daba las cuatro y veinte. Su esposa no estaba
en la cama. Una corriente de aire sospechosa que recorría la casa lo puso de golpe en pie. La puerta de la calle, que de noche se cerraba con doble
cerradura, estaba abierta y no se oía nada en toda la casa. No había rastro de
la durmiente ni en el descansillo del piso ni en toda la escalera del inmueble,
que recorrió arriba y abajo.
Dio parte de la desaparición a la mañana siguiente, después de llamar a un cerrajero, pero nunca supo nada más de la parienta ni del llavero que contenía su juego de llaves de la casa, las del coche y algunas otras más.
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