El señor de la casa, de la que soy mayordomo, es a su vez mayordomo de
otra casa, más rica e importante. El señor no tiene tantos coches como su
señor, ni habita en la misma zona, ni lleva a sus hijos al mismo colegio. Sin
embargo el señor posee dos coches último modelo, vive en una mansión de dos
plantas de barrio residencial y ha matriculado a sus hijos en un colegio que
cobra aparte las clases de informática, alemán o taekwondo.
Ser mayordomo de otro mayordomo es un asunto harto complicado. El
señor no se conforma con los resultados de un buen servicio; antes bien, juzga
y cuestiona los métodos de trabajo según el patrón de su profesionalidad:
extrema las exigencias de etiqueta, cronometra las labores, evalúa tras un
vistazo el celo o la negligencia del servicio en sus obligaciones. Además, el
señor -tal vez interesado en deshacerse en su propia casa del envaramiento a
que lo obliga su oficio- se concede a sí mismo la máxima tolerancia en lo que a
modales se refiere. Todo el rigor que aplica a la servidumbre se vuelve para
con él permisividad abusiva. Se manifiesta vulgar, descuidado y prepotente,
haciendo gala de una familiaridad despótica con la que pone a prueba el decoro
imperturbable de la servidumbre. Se comprenderá que el servicio dure poco en la
mansión. Apenas he podido acostumbrarme a las cocineras, jardineros, pinches y
sirvientes, lo cual intensifica mi responsabilidad sobre el aprendizaje del
servicio, tarea recomenzada una y otra vez, aunque por otro lado me ha
proporcionado variedad, evitándome las relaciones viciadas, el aburrimiento y
el meticuloso mantenimiento de las debidas distancias con los subalternos.
Afortunadamente, el señor no para en el hogar a menudo, pues allá
donde sirve (¡cuánto me gusta esa palabra refiriéndome a él!) pernocta, como es natural, en la habitación
que le tienen asignada. A veces me complazco en figurármelo servil y atosigado.
Pero mi alegría se desvanece si me lo imagino a cargo de una casa billonaria, impersonal
e inmensa, ajeno a la inspección directa de sus señores y al mando un personal
escrupuloso con el que bastará apenas tener organizada la rutina, y codeándose
acaso con secretarios titulados en posesión de varios idiomas. O tal vez sea
tenido él mismo por asistente de confianza en asuntos, con seguridad
importantísimos, del trabajo y la vida social de sus señores.
Pero ahí no acaban mis penas,
porque si el señor sólo está en casa en sus días de asueto y en cortos periodos
vacacionales, la señora y los niños son un suplicio cotidiano. Al menos el
señor, en su celo vigilante, entiende de qué va la intendencia y se pliega a
las explicaciones razonables de sus servidores. No así su mujer, capaz de
imitarle en su regia intolerancia pero no en el tino de refrenar con realismo
las vanas exigencias que nos ponen a todos al borde del colapso. Cuando está el
señor, la voz de mando es una sola, voz competente en la materia aunque
polarizada por la doble condición de criado (qué gusto me da pensarlo) y señor.
Y esa voz de mando es ejercida tanto sobre el servicio como sobre su mal
educada familia, a la que le sale al paso con severidad imponiéndose a su
propio mal ejemplo.
La señora tiene prohibido al servicio decir que el señor es mayordomo
de otro señor, y mucho menos que sirve. Despidió a la última chica del servicio
porque se le oyó mencionar algo así desde el pasillo, durante una cena con
invitados, amigos de la casa que no ignoran en qué trabaja el señor. Deslució
el agasajo a sus amistades empleándose a fondo en el regodeo innecesario de su
regañina. Lo peor es que tampoco lo podemos comentar entre nosotros; incluso
corre peligro quien aluda, no sin la conveniente cautela, al conocimiento que
tiene el señor en materia de lustre de metales, selección de cubiertos o ritual
protocolario.
Hoy he tenido que interceder por la nueva cocinera, a la que se
reprocha tener saturada la despensa, por más que ello se deba a las
modificaciones del menú que de forma imprevista ordena la señora sin esperar a
que las existencias comestibles se agoten. La señora, consciente del engorro
que ha causado su ligereza en expulsiones recientes, tras mirarme en oblicuo y
con malicia, ha sucumbido a lo evidente, pero, incapaz de encajar enteramente
la derrota, se ha referido a mi prolongada permanencia en la casa como a un caso
sorprendente, ajeno a las costumbres de su jurisdicción y, por supuesto,
corregible. ¡Hay que ver cuánto tiempo
llevas con nosotros!, Marcelo, dejó caer. Una observación temible con tuteo
incluido, aunque a decir verdad, no exenta de sarcasmo retozón. Porque si es
cierto que mi permanencia en esta casa excede lo acostumbrado y previsible,
este hecho -por el que no sé si felicitarme o compadecerme- tiene una
explicación, aunque costosamente confesable: es con un servidor con quien la
señora pone la cornamenta al señor.
Aún no me explico cómo llegué a descender a esta tesitura esclavista,
entregándome a los ardores de semejante bestia parda. La señora, dicho sea de
paso, no tiene mucha imaginación ni demasiado mundo, y su noción de la
mayordomía ideal le está dictada por las comedias cinematográficas y los
comerciales de la televisión. La enloquece que, en las consumaciones adúlteras,
le pase un algodón por la espalda o le comunique que me he tomado la libertad,
señora, de traer bombones con que lubrificar a la señora. Cosas así. Y eso con
delantal y todo, o con la pajarita, y esmerando el tratamiento.
Me avergüenza decir que accedí en un principio como venganza hacia mis
patrones, y tras algunas tardes de juego clandestino, quise llevar hasta el
refinamiento mi desquite insinuando a la señora la posibilidad de que su
esposo, mi señor, ejerciera de modo semejante su mayordomía en la opulencia de
algún aposento kilométrico, proporcionando el mismo placer a la otra señora,
señora. Para mi decepción y sorpresa, las menciones al empleo del señor en
estos casos, lejos de escarnecerla, la excitan sobremanera, y con ellas he
delatado mi ánimo revanchista, por lo que la señora, aun cuando me mantiene en
casa, me vigila y fustiga un poco más. El resto de la servidumbre aún me
muestra respeto por la capacidad que se me supone de negociar ante la soberbia
desmedida de su patrona, aunque está por ver hasta cuándo podré conservar la
gracia de su mudable disposición. El cerco se estrecha de un lado y de otro, y
la situación se me va de las manos cada día.
Esta misma tarde, la señora, no sé si por devolverme el golpe o por
introducir estímulos a nuestros devaneos, me ha instado a que la acometiera… como debe de hacer con tu mujer el
fontanero, Marcelo, o el chico de la compra, con lo que ha sembrado la
sospecha y la cavilación amarga donde sólo habitaban la confianza y la
serenidad habitual. Como dije, ser mayordomo de un mayordomo tiene sus
complicaciones.
(*) Relato del libro, ya descatalogado, Para después de colgar.
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