El
cabo se reía. Se carcajeaba. Se le partía la caja del pecho de
tanta risotada que, apenas por momentos, lograba reprimir en la
oscuridad de la nave para que todos pudiéramos dormir. También él
necesitaba dormir, lo necesitaba más que nadie. Le habían alargado en tres horas de más el servicio del día a cargo de las dependencias de su unidad, y aun así no paraba
de reírse. Había recibido en poco tiempo órdenes y contraórdenes
casi incompatibles cuando ya contaba con ser relevado, pero todavía
se descojonaba sobre la almohada. Había sido en poco tiempo
confundido, apremiado, amenazado y dejado a su suerte por sus
superiores, y no conseguía controlar las carcajadas. Había sido
apelado, cuestionado y abroncado por compañeros de su vida
cotidiana, pero ahora les estaba contagiando aquella risa
tonta en la oscuridad, con oleadas que se extendían y
retroalimentaban a lo largo de las dos filas de literas, frente a
frente en la nave de la Compañía. También se oían las protestas
de los que exigían silencio para dormir, y que con ello conseguían enfriar la
algarabía tan sólo unos segundos, sin poder evitar que enseguida se
reanudara la juerga con más virulencia. Hacía tres horas, el
sargento de semana le había dado las primeras extrañas órdenes:
- Te llegarán tarde los que que han estado destacados en el polvorín de La Marañosa- le había dicho-. Ahora mismo están
cenando en el comedor, que sigue abierto para ellos. Quiero decir que
aparecerán por esa puerta después del toque de silencio. Aun así, mantén las
luces encendidas. No te vayas a la cama hasta que todo acabe.
Se
trataba de darles tiempo cuando llegaran para que entregaran los
cargadores con la munición, limpiaran los fusiles, recogieran ropa de
cama y, finalmente, se acostaran, le explicó. Pero todo aquello era
desacostumbrado, pensó el cabo, ¿y por qué el sargento lo dejaba todo sobre sus espaldas? “Procura que lo hagan todo cuanto antes”, conminó el sargento antes de retirarse a su cuartito.
Los
que no conseguían dormir bajo las luces encendidas, observaron con calma cómo llegaba la sección que había sido destacada en
La Marañosa; se entretuvieron viendo a esos compañeros ir y venir de
las duchas, hacer las camas y desmontar los fusiles de asalto para
engrasarlos por fuera y por dentro. Reapareció el mismo sargento de
semana cuando todo parecía marchar bien, a pesar de la
irregularidad. No miraba a un lado y a otro para supervisar el cumplimiento de sus instrucciones sino que se acercó al cabo con precipitación, fijando en él fulgor de sus ojos saltones.
-Mientras tienes la luz encendida- dijo el sargento- suena la
alarma en el Cuerpo de Guardia. Ordenan que apagues de inmediato. Bueno, me lo ordenan a mí y te lo ordeno yo a ti.
-¿Apagar la luz, mi sargento, -intentó replicar el cabo- cuando
todavía está todo a medio hacer?
-Si
no apagas me cae un puro
a mí. Y, si me crujen a mí, te crujo yo a ti. ¿Cómo lo ves?
Y le recordó al cabo, oportunamente:
-Estás esperando un permiso. Tú sabrás.
El
sargento de semana se dio la vuelta, dando por concluidas las
contraórdenes, y se dirigió de nuevo hacia su cuartito. Minutos
después, el cabo, desconcertado y solo, llevó lentamente el dedo al
interruptor de la luz y, antes de pulsar, miró un momento al grupo
de los que en el suelo aún tenían fusiles desmontados, con trapitos
engrasados en las manos y otros secos. Miró a los que aún extendían
la ropa limpia sobre sus camas. Pensó, sin verlos, en los que
todavía estaban mojados, incluso enjabonados, en las duchas. Bajó
la mano un momento anticipando todo lo que se iba a iniciar en un instante, apenas
llevara la punta de su dedo al interruptor, ahora convertido en un
dispositivo temible. Ya se había producido alboroto cuando recorrió las naves adivirtiendo que la luz se apagaría enseguida. Muchos se propusieron continuar con lo que estaban haciendo.
Pulsó
por fin el interruptor. Estaba hecho. En la oscuridad se oyeron los
aspavientos, las preguntas, las protestas. Se oyó el ruido metálico
de las partes sueltas de los fusiles desmontados. Chirriaban sobre el
suelo las literas que habían sido rodadas para vestir de limpio las
camas. Vociferaban los que encontraban a algún otro en su lecho,
ocupado por error en la oscuridad. En la oscuridad, recorrió la
compañía para controlarlo todo en lo que pudiera. En la zona de
duchas, oía las voces tras las puertas, veía brillar ojos
interrogantes de los que aún se secaban. No quiso enterarse bien de
lo que pretendía un soldado que lo persiguió en pelotas, totalmente
enjabonado aún, y que resbaló antes de alcanzarlo. Oyó el ruido de
los huesos contra el suelo de aquel soldado y las voces de los que se
acercaron a alzarlo.
Se fue a su cama cuando la situación ya se había calmado y
recompuesto, después de casi dos horas. Cerraba los ojos y la
oscuridad se le llenaba de manchas blancas repentinas, como fuegos
fatuos: las de los ojos desorbitados que no entendían lo que estaba pasando, las de la
ropa interior de los que llegaban a tientas su cama y los que se bajaban de camas equivocadas, las de
la espuma recorriendo los cuerpos que salían enjabonados y a ciegas
de las duchas. Aquellas
manchas blancas le hacían reír, estúpidamente y a raudales, y
tenía que volver a abrir los ojos. Primero recibió con gozo aquella
risa porque le desahogaba la tensión, después temió que las
carcajadas no acabaran, que se prolongaran hasta la mañana en sus
primeros pasos, en el desayuno y en el trabajo diario a continuación.
Despertó
cuando se encendieron de nuevo las luces y verificó que ya estaba
amaneciendo. En su confusión pensó: “Si he despertado, se supone
que he dormido, y se supone que también acabaron por dormirse los
demás, pero no sé a qué hora, en qué momento ocurrió.” Se
levantó por fin adormilado, espabilándose camino de los lavabos.
También sus compañeros se desperezaban andando con el jaboncillo en las
manos y la toalla sobre el antebrazo, como espectros. Le sorprendió ver
que, a esa hora de las legañas, todo estuviera sucediendo como otras
tantas mañanas, sin que nadie le dijera nada sobre los hechos de anoche
y todos mostraran la mismas trazas enajenadas de la salida del sueño.
Vio todas las literas perfectamente alineadas, según vio. Todos los
fusiles de asalto estaban bajo candado en el en el armero. También
veía en orden, sin resto alguno de actividad accidentada, el lugar
donde se desarmaron y limpiaron los fusiles a oscuras: ni una suela tuerca
suelta, ni un tornillo, ni un solo trapo grasiento abandonado por las
prisas... Increíble, pensó. Por eso le extrañó que a la vuelta de
los lavabos estuvieran presentes todos los mandos de la Compañía -capitán,
tenientes, alféreces, brigadas y sargentos- aguardando a la tropa
para constituir la formación de diana. “¿Pero tan grave ha sido?”
-se preguntó el cabo- “¿Vendrán crujir a mí o al
sargento?”
No
habló el Capitán, que presidía aquel grupo. Tampoco habló el suboficial de semana, a
quien le habría tocado por rutina dirigir la formación. Al cabo le dio la impresión de que todos ellos, con los ojos puestos en algún horizonte, esquivaban la alarmada sorpresa de los soldados. El encargado de
dirigirse a la tropa fue uno de los dos tenientes. Tres de las cuatro
secciones de la Compañía saldrían inmediatamente, armadas a
patrullar, por calles de Madrid, dijo, con equipo completo, armamento y munición
real. Se adelantaría la hora del desayuno y a la vuelta del comedor tendrían que pasar a toda prisa por la Armería para recoger lo
necesario. “Se prolongan para hoy los servicios internos de ayer,
excepcionalmente” -añadió- “El sargento les leerá ahora todos los nombres.”.
No hubo más explicaciones. El cabo, que repetiría su labor del día anterior, vio a todos prepararse para salir a las calles con una seriedad inexpresiva y mecánica, como si fuera esa actitud la única manera de no alborotarse ni venirse abajo. En los últimos días, revistas de actualidad habían publicado reportajes sobre alguna que otra intentona sediciosa, una de ellas llamada Operación Galaxia. Pero no había manera de saber si aquello tenía que ver con esos asuntos. De golpe recordó como lejanos y desvanecidos los sobresaltos de la noche anterior, por más que también fueran insólitos. A él le tocaría esperar sin noticias, sin saber en qué tesitura se habrían de ver sus compañeros ni cuándo regresarían, ni en qué situación del diablo estaba el mundo allá afuera, extramuros del aquel cuartel.
No hubo más explicaciones. El cabo, que repetiría su labor del día anterior, vio a todos prepararse para salir a las calles con una seriedad inexpresiva y mecánica, como si fuera esa actitud la única manera de no alborotarse ni venirse abajo. En los últimos días, revistas de actualidad habían publicado reportajes sobre alguna que otra intentona sediciosa, una de ellas llamada Operación Galaxia. Pero no había manera de saber si aquello tenía que ver con esos asuntos. De golpe recordó como lejanos y desvanecidos los sobresaltos de la noche anterior, por más que también fueran insólitos. A él le tocaría esperar sin noticias, sin saber en qué tesitura se habrían de ver sus compañeros ni cuándo regresarían, ni en qué situación del diablo estaba el mundo allá afuera, extramuros del aquel cuartel.
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