Vicente
Marco, soldado valenciano, advirtió que el cabo González
Ascanio, canario, de su misma unidad, había escrito a bolígrafo algo en su
gorra de faena. El canario estaba solo, sentado a la entrada de la
tienda de campaña. Marco se aproximó a él avanzando entre matorrales y, una vez a su lado, leyó sobre la visera de aquella gorra: “Sé
que los dioses existen porque me odian”
(Aristófanes).
Curioso: aquella gorra se había mantenido inmaculada desde su
estreno, sin que el canario la entintara con ningún nombre propio, y
mucho menos -como era uso y costumbre- con el recuento de los meses
de mili cumplidos y por cumplir. Aquel quebranto en las costumbres
del canario, y la elección de la frase, casaba muy bien con el humor
sombrío que mostraba los últimos días:
-Hoy
cumplo años -confesó Ascanio-. No quiero celebrarlos. No me gusta
cumplirlos aquí, aislado entre tiendas, tíos y matorrales.
-Entiendo
-encogió un hombro, uno solo, Vicente Marco-. Creo que te ha llegado
el momento de leer esto -dijo, y le puso al canario un libro en las
manos-: ¡Ya verás, este libro se lo carga todo!
Al
canario le sonaba el título de aquella portada: CANTOS
DE MALDOROR.
Y también el nombre del autor: Conde de Lautréamont. Hojeó el libro, se
saltó el prólogo y curioseó en el comienzo del texto: “Plegue
al cielo que el lector, enardecido y momentáneamente feroz
como lo que lee, halle, sin desorientarse, su abrupto y salvaje
sendero por entre las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías
y llenas de
veneno”.
Vicente Marco, cuando no se entretenía con comics para adultos y canciones de Gato Pérez, cultivaba una invariable afición por todo
tipo de autores marginales y malditos. Era en eso un conocedor y una
inestimable fuente de información. El
canario levantó su gorra de la cabeza y se rascó entre dudas:
-¿Tú
crees que es lo que me conviene leer, precisamente ahora?
Vicente
soltó, por toda respuesta, una de sus carcajadas de ultratumba mientras el cabo miraba el dorso del libro. Había una foto del Conde
en la contraportada. Tenía el tipo una mirada escalofriante y malvada que insinuaba arcanos ajenos a una mente común.
-Déjalo,
Vicente- declinó amablemente el canario devolviendo el volumen-. No quiero que se me
aparezcan esos ojos cerca de la garita norte, donde salen a pasear los fantasmas del Regimiento.
El
canario Ascanio, aún hoy, y tras muchos años transcurridos, jamás
ha leído los Cantos
de Maldoror.
Lo puedo asegurar por la privilegiada relación que mantengo con él.
Aquel día contaba, además, con otro motivo para desairar el
ofrecimiento de Vicente Marco. Quería iniciar cuanto antes la
lectura de Banderas
sobre el polvo.
No había manera de que pudiera leer a William Faulkner con una
mínima tranquilidad. Primero, le interrumpieron a cada momento la
cuando se ocupaba de La
paga de los soldados, su primera novela:
“¿Para qué lees eso, no sabes ya que son trescientas pesetas?”,
le decía cualquier curioso que se le acercara. Después se entusiasmó
con Pylon,
fascinado desde el principio por aquella historia de nómadas
aviadores de feria que empezaba con las imágenes de serpentinas rotas y unas botas de montar, pero coincidió con la llegada
del buen tiempo y la consolidación de su veteranía. Era arrestado
con la misma frecuencia y soltura con que conseguía un permiso
inesperado o salía a pasear. La lectura fue accidentada.
En
aquel momento tenía en el amplísimo bolsillo de la pernera
Banderas
sobre el polvo
(aquel bolsillo era lo que más le gustaba del servicio militar),
pero el decaimiento y la dispersión mental le impidieron continuar
la lectura cuando una hora más tarde la intentó. Sobre él se
cernía un atardecer que se iba ennegreciendo, el atardecer del único
cumpleaños que pasaría dentro del uniforme. Y cierto agotamiento.
Por la mañana había tenido tiro, después de una marcha larga, apuntando
con el tubo lanzagranadas sobre el hombro: cuatro o cinco pepinazos contra
un pobre arbolillo sobre una loma cercana, un arbolillo que
sobrevivió a su puntería, y a la de un sargento de academia que daba
explicaciones de balística pero acertaba lo mismo en sus demostraciones.
Decidió
dejarse ir, disfrutar lo que pudiera, y se dirigió al camión
cantina. En el camino se le acercó el brigada Castilla, que lo entretuvo un momento para leer la frase de
Aristófanes copiada en la gorra. Compró dos garrafas de
cuba libre de ginebra disuelta en mucho refresco de naranja. Compró
también tres bolsas tamaño familiar de crujientes papas fritas y
como una decena de pastelillos. Y tabaco. Se dirigió con todo
aquello a la tienda de Vicente Marco, donde encontró también al
cabo Galarza y al soldado Rufino da Veiga, el Tumbadito. Entre los cuatro dispusieron el banquete. A partir de ahí
empezaron a ocurrir cosas que Ascanio situó necesariamente fuera del
orden natural: no se avisó a nadie pero empezó a aparecer
más gente, cada vez más, hasta atiborrar la tienda; ¿telepatía?. Se
agotaron las garrafas de ginebra pero aparecieron otras sin que él
se diera cuenta de quién las trajo, ni quién o quiénes las
encargaron. Lo mismo sucedió con las bolsas de papas fritas y con
los pastelillos.
Circuló
también hachís y Ascanio dudó en aceptarlo. La combinación de alcohol y de hierba era para
él náusea segura, frío morboso en el cráneo y malestar duradero, pero
aquella tarde -ya casi anochecer- todo estaba fuera del orden natural
de las cosas, como he dicho. Cayó en una placidez inconsciente que
lo sumió en el sueño más agradable que recordaba en muchos meses.
Despertó remecido por manos que lo urgían a despertarse y ponerse
en pie para pasar retreta. Fue conducido hasta la formación casi en volandas por brazos samaritanos que no le dejaron desplomarse adormilado sobre el suelo. Bajo sus pies, todo era curvo y blando. Ya situado en la formación, ésos
u otros brazos lo mantuvieron erguido sosteniéndolo por detrás.
Cuando lo nombraron pasando lista, alguien le dio varios toques en el cogote para que respondiera:
-¡Brresssenteee!-
fue lo que logró articular, un "presente" cavernoso, largo y deslizante. Puro derrape. La extrañeza general se manifestó en un silencio momentáneo que congeló la lectura de los nombres. No
hubo consecuencias porque, en el campo, las formaciones de retreta -a veces bajo
una escasa luz de bombillo colgando de un cable recién colocado-
transcurren más relajadas que en las dependencias regulares y con más zonas de sombras. Pero cuando abrió los ojos intentando erguirse para controlar un poco el entorno, vio ante, traspasándolo, la mirada maléfica del Conde de
Lautréamont, tan real como la realidad. Así lo hizo saber al día siguiente a Vicente Marco y
a otros de confianza, pero ninguno de ellos le creyó, nunca.
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