Rogelio Núñez Lafuente, joven
Alférez de academia, recorría el único arroyo existente sobre
aquel inhóspito descampado en la hora de libre paseo. La tierra
todavía se pegaba a las suelas, empapada por efecto de la lluvia del día anterior, aún no absorbida del todo. La gotas que cayeron desde el
mediodía a la noche parecían bolas de granizo; el suelo del vivac
se embarró como un gran lodazal y bastaba caminar unos pasos para
que las botas se hicieran una masa de tierra empastada. Se aflojaron
los vientos de casi todas las tiendas de campaña, que se vinieron abajo por la fuerza de los goterones y el empuje del aire frío que arreciaba en el campamento. Quedaron hechas unas alfombras sobre la tierra; se empaparon los petates que la tropa había
dejado adentro, buena parte de la ropa seca y los cartones de
tabaco, los transistores y los papeles para las cartas... Hasta el
cornetín de la Compañía se acatarró: esta mañana había sonado
ronco y el Corneta no supo explicar qué le ocurría cuando le
preguntaron. Han sido muchas maniobras duras -pensó el Alférez
Lafuente contemplando el caudal que quedaba en el arroyo- y tal vez
era hora de parar de tanta movida: Toledo, Ávila, Segovia … ¡y
tan seguidas! Pero él no mandaba. Por lo menos, hoy no era el
oficial de guardia, como le tocó ser ayer, día de la grandísima lluvia; el trabajo de la mañana
había acabado y era agradable caminar bajo aquel sol inofensivo
después de un día de lluvia, sin llevar el pesado sobretodo, ni el
subfusil al hombro ni el correaje con balas, como si todo esto fuera
una excursión. “Mira, si no, al Montilla” -pensó viendo
a un soldado recoger pequeñas hierbas al borde del arroyo- “¡tan
campestre él!”.
-Montilla -se dirigió al
soldado- ¿para qué andas recogiendo hierbas? ¿Te interesa la
Botánica?
-Son para llevarlas a Morera, mi
Alférez.
-¿A quién?
-A Morera San Juan, mi Alférez, el
soldado. Se las daré a la vuelta de estas maniobras.-
-Ah, ya.
Unos metro más allá se cruzó con el
voluntario Lanuza, el más jovencito de la tropa. Lanuza también recogía
hierbas, vulgares hierbas que cualquiera pisa en una marcha o unos
ejercicios de tiro. Se veía que todo el que podía intentaba
relajarse después de la tormenta. No se lo podían permitir los de
la guardia del día ni los de la cocina; tampoco los camioneros, ni
los conductores de los jeeps o del transporte acorazado: aún
andaban desembarrando las ruedas o las cadenas de los vehículos a su
cargo, debido al aguacero de ayer. El Alférez se acercó al
voluntario Lanuza con curiosidad:-
-No me dirás tú también que
recoges hierbas para Morera...
-Pues sí, mi Alférez, son para
Morera.
El Alférez divisó a lo lejos, más
allá del arroyo, a otro soldado más recogiendo hierbas y pequeñas
plantas. Preguntó a Lanuza:-
¿Y aquél otro que estoy viendo
allá...?
-También, mi Alférez... Para
Morera. Y hay otros dos con lo mismo detrás de aquella loma.
Intrigado, pero sin querer indagar más
allá, regresó el Alférez Lafuente junto a los demás oficiales y
suboficiales, sentados en círculo sobre sillas plegables cerca del
camión cantina. Llegado junto a ellos, no tardó en ser interrogado
por el Teniente Merino sobre qué hacían aquellos soldados
recogiendo hierbas o florecillas, y desde cuándo se habían vuelto
tan bucólicos. El Alférez le sugirió con un gesto que el asunto no
tenía importancia. “Cosas de ellos, mi Teniente”, le contestó.
-Coño, ya sé que son cosas de
ellos -respondió el Teniente con sequedad- No van a ser cosas
mías... Quiero saber qué te han dicho.
-Recogen hierbas y plantas para
llevarlas a Morera, al soldado Morera San Juan.
El Teniente Merino enmudeció y quedó
pensativo. Era dado a sospechar planes y “mares de fondo” tras
hechos insignificantes, y muchas veces acertaba. En esos casos tendía
a quedarse lívido y se le azuleaba la piel; no en vano le llamaban
Azul Merino. Preguntó a todos los oficiales y suboficiales
presentes si no habían advertido en el tal Morera, el insignificante
buenazo de Morera, un poderoso carisma entre los demás soldados,
“algún liderazgo oculto y bien camuflado” del que hubiera que
ocuparse.
El soldado Montilla,
el voluntario Lanuza y demás recogedores de plantas se habían
reunido cerca de las tiendas para juntar en una sola bolsa la
variedad minúscula y vegetal que pudieron recolectar para el soldado
Morera, liberado en esta ocasión de las maniobras. Si él hubiera
venido, habría dedicado los paseos a recoger esas hierbas y pequeñas
plantas que cualquiera pisaría sin mirar, y les habría dicho los
nombres, y las propiedades y los beneficios de cada una de ellas, sin exaltarse, sin exhibir más conocimiento del necesario, sin
adoctrinarles con su estilo de vida tan natural. Pero les habría
señalado las características importantes, o las habría dado a oler
cuando su olor fuera lo interesante. El soldado Morera San Juan era
tímido, silencioso, observador y respetuoso en extremo. Pese a ser
como era, no le afeaba a nadie el hábito de fumar tabaco u otras
cosas, ni el de beber, y no se enfadaba cuando -irreductible- le
tocaba rechazar una y otra vez las invitaciones a aguardiente en los
bares donde él se limitaba a pedir mosto; declinaba todas las
invitaciones moviendo la cabeza, con una media sonrisa en los labios,
hasta que lo dejaban en paz. Era una compañía fiel y constante,
atenta, que se limitaba a hablar cuando le preguntaban, normalmente
sobre sustancias o hábitos de vida saludables. Todos lo estimaban y
pensaban lo mismo sobre su persona.
“Pero
no tiene historia con nosotros, ni con nadie” -dijo, reflexivo, el
Montilla, que a todo le encontraba un "pero". Se hizo un
silencio expectante, a la espera de alguna explicación, y entonces el Montilla
se explicó: “Está casi siempre con nosotros”
-añadió- “pero nunca podrá contar que se corrió una sola de
nuestras juergas, ni que se acercó con los demás a unas chicas en
la plaza, ni mucho menos a las tías de la calle Ballesta. Tampoco en
el cuartel tiene un arresto que recordar, ni una sola bronca con
nadie ni un mal percance con el armamento.” “Cuando acabe su período aquí” -concluyó- “no tendrá mili que contar. Será como alguien
a quien han borrado de todas las fotos de grupo.” Ninguno encontró
argumentos para rebatir al Montilla
en este punto. Por el contrario, el soldado Viñas -el más leído- le apoyó estableciendo que,
ciertamente, Morera San Juan era un hombre “antinarrativo”. La
llegada casual del Gitano
les hizo saber que el Teniente Merino andaba
investigando ahora sobre Morera. Ya había reunido a sus soplones, entre
los que había algún amigo del Gitano.
Se sabía que, a la vuelta, el Teniente pensaba interrogar
directamente a Morera en su despacho, por lo que se pudiera
descubrir. “Ah” -recordó de pronto,- “y esta noche o mañana
querrá ver qué son esas hierbas. Y después las requisará o no. Según..."
No había nada que
descubrir, por supuesto, y la flemática serenidad de Morera les
hacía confiar en que éste pasaría sin inmutarse por una o varias
incómodas entrevistas con el Teniente, así como por mal disimulados intentos de
sonsacarle no se sabía qué. “Pero hay algo que me preocupa”
-reconoció con gravedad el Montilla-: “Hemos creado una historia para
Morera, lo hemos metido de cabeza en un acontecimiento. Ya es un hombre
narrativo, tan narrativo como tú, como yo, como cualquiera". Y cedió de repente a un arrebato declamatorio como hacía tiempo no experimentaba:
- Ya no es sólo una presencia, o una constancia. Es un actor protagonista. ¿Se lo pueden imaginar? -preguntó retóricamente-: ¿nuestro Morera, teniendo ahora planteamiento, nudo y desenlace, a estas alturas de la mili? ¡Eso no puede ser, eso es contra natura, eso es un adefesio! Es como sacar un aguilucho de un huevo de gallina, joé.
- Ya no es sólo una presencia, o una constancia. Es un actor protagonista. ¿Se lo pueden imaginar? -preguntó retóricamente-: ¿nuestro Morera, teniendo ahora planteamiento, nudo y desenlace, a estas alturas de la mili? ¡Eso no puede ser, eso es contra natura, eso es un adefesio! Es como sacar un aguilucho de un huevo de gallina, joé.
Todos quedaron
pensando y, esta vez, a nadie se le ocurrió qué contestarle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario