El solajero deslumbraba hiriendo los ojos, destellaba en el suelo y difuminaba el colorido de las flores. Don Cleofás,
protegido por la boina de visera, miraba preocupado al patio de
recreo que ese día le tocaba vigilar; tenía la vista puesta sobre el
encuentro de fútbol que disputaban alumnos de dos cursos diferentes,
y se alarmaba en realidad por varios motivos. Una de sus
preocupaciones, la más urgente, era de carácter solidario y exigía
una inmediata intervención: veía a don Gedeón en ese momento en el
centro del patio, distraído en pleno partido de fútbol, así que
sin dudarlo encargó a dos alumnas le advirtieran de su parte del
riesgo de recibir un pelotazo en los morros y de que sus gafas
salieran volando por ahí. Y es que Gedeón no parecía percatarse en
realidad de los tumultos en que se internaba durante las
avanzadas y los retrocesos de los contendientes en torno a la pelota,
ni de las certeras patadas o los cabezazos que la impulsaban
atravesando una buena extensión del patio. Además de preservar a su
compañero de un empujón o del oprobio de acabar alcanzado por un
disparo futbolero, convenía a Cleofás evitar quedarse solo en la
vigilancia del patio teniendo encima que atender a un Gedeón
accidentado. Don Cleofás vio desde lejos a las niñas dándole el
recado, y vio asimismo al advertido apartarse a un lateral del
terreno de juego, donde tampoco se percató de que un niño se
ocultaba detrás de él para escapar de otros con los que jugaba,
usando su cuerpo como escondite.
El segundo motivo de interés
era la frecuencia con que algunos pequeños jugadores, demasiados en
realidad, se llevaban el pulgar a la boca imitando el gesto que
últimamente repetía más de un jugador famoso, o la forma en que
señalaban con los índices al cielo después de haber realizado una
jugada -como también hacían Messi y otros cuantos más- y, sobre
todo, la persistencia y facilidad con que escupían sobre el terreno
de juego, andando o parados con las manos en la cintura. Pensó que,
al menos en lo relativo a escupitajos, algo se debería hacer “en
el terreno educativo”. Vio a otra persona que también parecía
imitar a la gente destacada del fútbol, y no era esta vez ningún
niño ni ninguna niña, y ése era su tercer motivo de preocupación:
doña Venusia, de 1º E, caminaba por los alrededores del patio
hablando por el móvil, sola, cubriéndose la boca con la mano libre
a la manera de las celebridades, en especial los entrenadores y los
presidentes de clubs de fútbol. ¿A qué venía aquel gesto? Al
parecer ella había salido del edificio central para hablar a solas
por el móvil, se podía entender, pero ahora no parecía que hubiera
nadie atento a ella y menos capaz de una lectura de labios a
distancia: los alumnos estaban a sus juegos y Gedeón probablemente
ni la viera. “Está claro”, concluyó Cleofás, “que con un
gesto así más bien se arriesga a que se fijen en ella”. ¿Pero
quién?
Doña Venusia, sin apartar la
mano izquierda de su boca, y sosteniendo aún el celular con la
derecha, empezó a mirar con suspicacia hacia los edificios cercanos
cuyas ventanas daban al patio del colegio, una multitud de ventanas,
también de balcones, del vecindario donde nunca se veía a nadie
asomado -curiosamente- ni limpiando los cristales, pero tras los que,
con seguridad, habría ojos escudriñando las entradas y salidas, los
recreos, la cuesta empedrada, el jardín, el emparrado bordeado de
pequeñas columnas y los movimientos de todo el mundo; alguien oculto
detrás de unas cortinas o retirado unos pasos, velado por la sombra.
Ella contraía los párpados para afinar la vista y fruncía los
labios en un rictus de desconfianza mirando hacia aquellas viviendas.
Cleofás ya no pudo seguir distrayéndose con ella; una encendida
bronca por un gol confuso había hecho que el niño árbitro se
retirara, intimidado, y había en ese momento dos adversarios
desafiándose, a punto de resolver la cuestión a trompetazos,
jaleados alrededor por sus respectivos partidarios. Se dirigió al
lugar del altercado pero en el camino vio que ya Gedeón intervenía
con prontitud disolviendo el mogollón y enfriando los ánimos.
Aunque quiso estar más atento
al patio a partir de entonces, no pudo evitar fijarse en don Atilio,
de Educación Física, que era quien deambulaba ahora por los
alrededores del espacio de recreo hablando por su móvil. Buscó con
la vista a doña Venusia y de momento no la supo ver; ella se reveló a sus ojos de repente saliendo del bosquecillo conformado con plantas
autóctonas en un extenso parterre lateral, un jardín muy formativo
cuya vegetación abuntante era ya lo suficientemente tupida como para
perderse en ella. Su vestido veraniego de falda larga, de color
amarillo claro, le había permitido camuflar su figura entre las
flores de risco (amarillas) los matos de risco
(amarillos) las orejas de gato (amarillas) y también entre los cardos
yesca, los cardos crito y los girasoles, todas flores de
un deslumbrante amarillo. A Atilio se le notaba en la cara que veía
llegar a Venusia hasta él encandilado por tanta amarillez
esplendorosa, luego incómodo por tener que entender lo que ella le
decía sin dejar de atender la voz al otro lado de su teléfono móvil
y, finalmente, asombrado de que su compañera le cubriera la boca con
su mano cuando él intentaba hablar por el teléfono. Ella, por toda explicación, llamó su atención sobre las ventanas del propio
colegio señalándolas con el índice. ¿Qué le preocupaba ahora de
esas dependencias escolares tras las ventanas: aulas, oficinas y
despachos hacia donde por costumbre tampoco se mira nunca pero que
posiblemente tengan dentro alguien que tal vez sí observe, o vigile,
incluso en horas de recreo? Imposible no seguir curioseando cuando
Venusia agarró a Atilio por una de las mangas del chándal
intentando llevarlo de la mano acá o allá para señalarle, al
parecer, todos los lugares desde donde podían verlo anónimos
espectadores, dentro y fuera del recinto. Tampoco fue posible no
fijarse en cómo Atilio, con rostro alucinado, incluso asustado, se
zafaba de la mano Venusia retirándole su antebrazo con energía para
escapar enseguida hacia el bosquecillo, perdiéndose entre los
tajinastes, dragos, cardones, cedros y las flores plantadas
entre ellos.
La algarabía motivada por el
único gol indiscutible de aquel encuentro devolvió su atención al
campo de juego. Vio cómo el ímpetu de unos cuantos abrazos
sucesivos hizo tambalearse al goleador, que perdía el equilibrio.
También había alumnos corriendo eufóricos por todo el patio al
tiempo que se quitaban la camiseta para dejar al descubierto otra
interior, a lo Iniesta; se incrementaron los escupitajos al suelo,
lanzados por ganadores y perdedores, así como proliferaron de
inmediato los jugadores que se chupaban los pulgares antes de
reubicarse en el terreno. Gedeón, por su parte, cumplía con su
cometido vigilante, sin distraerse lo más mínimo, y hasta parecía
complacido con el desarrollo del partido. El juego se reanudó con un
saque reglamentario en los últimos minutos del recreo; ya se jugaba
serenamente por cumplir, sólo por agotar el tiempo destinado al
fútbol.
Volvió a mirar a los
alrededores del patio. Ya no había rastro de doña Venusia ni de don
Atilio; era de suponer que habrían entrado los dos en el edificio,
cada uno por su lado. Miró de nuevo hacia todas aquellas paredes y
ventanas en las que rutinariamente nadie reparaba nunca, él al menos
no les había prestado atención hasta ese momento en que la extraña
agitación de Venusia se las hizo notar. Eran, en realidad,
demasiados probables espectadores con los ojos puestos sobre uno, a
diario, ojos que sumar a los de los alumnos en las clases, que era el
público visible y permanente. Siempre estaban expuestos los
profesores -pensaba- siempre actuando ante alguien, para alguien, la
imagen y la voz siempre entregadas... en un constante escenario. No
era de extrañar que cualquiera más susceptible a la atención ajena
-alguien tal vez muy perfeccionista, o muy vanidoso- se preocupara
tanto como Venusia lo había hecho por tanta supuesta expectación, o
como él iba a tener que preocuparse sin remedio por el pelotazo
inesperado en la barriga que acababa de recibir; ¡cómo dolía!
Desde quién sabe qué ventanas, y tras qué cristales, lo estarían
viendo doblarse sobre sí, caminar torpemente con el tronco inclinado
hacia adelante y las manos en el estómago, con la boina de visera caída sobre el suelo y pisada
por los alumnos que en su auxilio lo rodeaban, que le preguntaban
cómo se sentía, que comentaban entre ellos sobre su palidez
indudable. Deseaba calmarlos, deseaba recuperar resuello para poder
decirles no es nada, se irá pasando, dejen ahora que me apoye en
este poste, no me rodeen de esta manera porque necesito aire, un poco
de aire nada más... Y no le gustaba que le vieran así. La
luminosidad de las primeras horas se iba convirtiendo en agotamiento
y bochorno de día carbonizado, en pieles sudadas y excitación
nerviosa que enconaría los ánimos hasta la hora de salida, y
también en aquella sensación de presión sobre sus sienes
caldeadas, confundida ahora con el dolor, ya que en las tripas aún le pesaba el impacto doloroso como una como un bloque de algo sólido y con
aristas. Cerca de él repiqueteaban los últimos botes a ras de suelo
de la pelota que lo alcanzó. Levantó la cabeza para intentar
decirles gracias a todos, ya estoy mejor, no se me echen encima, y vio venir
hacia él a don Gedeón apresurado dando largas zancadas,
estudiándole con preocupación el semblante tras los reflejos de sus
gafas.
-Rediez, don Cleofás -oyó que
exclamaba Gedeón-, rediez, reonce y redoce elevados al cubo, ¿estás
bien? ¡Vaya cañonazo directo al hígado!... Hay que
fijarse más, hay que estar más al loro, compañero. Como yo.
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