Amanecer laboral en invierno. A duras penas se deshace el cuerpo de
las mantas que lo han abrigado en la noche. Los propios huesos parecen ajenos,
prótesis invasoras de un metal helado y extraño. Las articulaciones responden con
la lentitud y la desgana de antiguos portones que llevaran décadas sin abrirse.
El café urgente al que uno se lanza como a un oasis
restituye en lo que puede la integridad maltrecha, aterida, y le espabila apenas lo indispensable
para empezar a prepararse. Los chorros de la ducha caliente que desentumecen el
ánimo y la piel son agradables, pero recuerdan que la bocanada fría será más
cruda al salir del portal.
Frías las llaves del coche, frío el llavero, helada la
tapicería. Ya dentro se arranca el motor, qué remedio, con el GPS en la mente después
de tantos días iguales, y se circula como deslizándose sin sentir los giros ni
los acelerones, guiado por una voluntad ajena que no permite darle a cada
imagen del camino ni un instante más de lo necesario, sustituyendo de inmediato
un plano por otro plano en décimas de segundo. El cielo se ilumina de un carmesí
sangriento a lo largo del horizonte. Los árboles y los postes se agrandan
cuando están cerca para enseguida desparecer. El rojo de las nubes se suaviza de
repente en amarillo naranja y el vehículo avanza sin remedio dejando atrás las
formas caprichosas y complejas. Una cortina de luz manzanilla se filtra, como
una cascada de rayos, desde el centro de otra formación nubosa, pero hay que
atender a un cambio de carril inmediato. Al frente, cayendo desde las alturas
como jirones de algodón blanco y amarillento se erigen otras formas con manchas
añil que le dan volumen al cuadro. Da igual, el GPS mental cede ante la
cercanía de los radares señalizados, se deja atraer por nombres de las transversales
que cada mañana se cruzan en el camino.
Al fin queda atrás todo ese horizonte y, al girar a la derecha, el tráfico se ralentiza hasta detenerse. Después de un breve embotellamiento, aparecerá delante, como una boca hambrienta que estuviera atrayendo desde la distancia, la entrada amplia al aparcamiento de empresa, al que se ha llegado casi maquinalmente. Se accede al recinto como engullido con resignación. El único alivio contra el frío y contra la aridez de una nueva jornada han sido los cielos que se fueron sucediendo a lo largo del camino, cada uno de ellos digno de un cuadro, de una fotografía o de un simple momento de homenaje sin los apremios del reloj.
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